—Ya lo sabía. —Los ojos de Athaclena se apartaron y ella sonrió—. Dime ¿cómo se llama ese lugar al que nos dirigimos?
—Se llama el centro Howletts. Está detrás de la segunda hilera de colinas, por ahí —señaló entre el este y el sudeste—. No les gustan las visitas por sorpresa, así que tendremos que hablar a gritos a medida que nos vayamos acercando.
Caminando por etapas consiguieron cruzar la primera cadena de colinas poco antes del mediodía y descansaron a la sombra, junto a un manantial. Allí Robert cayó en un sopor agitado.
Athaclena observaba al joven humano con un sentimiento de triste impotencia. Se encontró a sí misma tarareando la famosa composición de Thlufallthrila, «La Endecha de lo Inevitable». Esa poderosa pieza para aura y voz tenía unos cuatro mil años y fue escrita durante el tiempo doloroso en que la raza tutora de los tymbrimi, los caltmour, fueron destruidos en una cruenta guerra interestelar.
Lo inevitable no era un concepto cómodo para sus congéneres, incluso menos que para los humanos. Pero, desde hacía mucho tiempo, los tymbrimi habían decidido probarlo todo… aprender todas las filosofías. También la resignación tenía su papel.
¡Esta vez no!, juró. Athaclena envolvió a Robert en el saco de dormir y le hizo tragar dos píldoras más. Le aseguró el brazo lo mejor que pudo y amontonó rocas junto a él para impedir que cayese rodando.
Confiaba en que una empalizada baja, hecha con matorrales, mantuviera alejados a los animales peligrosos. Los bururalli habían limpiado los bosques de Garth de grandes criaturas, pero no se sentía del todo tranquila. ¿Estaría a salvo un humano inconsciente si lo dejaba solo un rato?
Colocó su herramienta láser y la cantimplora al alcance de la mano izquierda del muchacho y se agachó para tocarle la frente con sus sensitivizados y remodelados labios. Su corona se abrió y le acarició el rostro con sus hebras delicadas, de modo que también pudo darle una bendición de despedida a la manera de sus congéneres.
Tal vez un ciervo hubiese corrido más. Quizás un puma se hubiera deslizado por los bosques más silenciosamente, pero Athaclena nunca había oído hablar de tales criaturas. Y aunque hubiese oído, los tymbrimi no temían a las comparaciones. El nombre exacto de su raza significaba adaptabilidad.
Durante el primer kilómetro se pusieron en marcha unos cambios automáticos. Las glándulas suministraban fuerza a sus piernas, y las transformaciones en la sangre le permitían hacer mejor uso del aire que respiraba. El débil tejido de conexión abrió más sus fosas nasales para que entrase en mayor cantidad, mientras que, en el resto de su cuerpo, la piel se tensaba para evitar que sus mamas dieran sacudidas al correr.
La pendiente se hizo más empinada después de pasar ] el segundo pequeño valle. Un camino de juguete ascendía hacia la última cresta que la separaba de su objetivo. Sus rápidos pasos en la espesa marga eran suaves y ligeros. Sólo un ocasional golpeteo anunciaba su llegada y hacía esconderse entre las sombras a las criaturas del bosque. Un parloteo burlón la acompañaba, compuesto tanto de sonidos como de sutiles emanaciones que captaba con la corona.
Esas voces hostiles hicieron que Athaclena sonriera, en una reacción propia de los tymbrimi. Los animales eran tan serios… Sólo unos pocos, los que casi estaban a punto para la Elevación, parecían tener algo parecido al sentido del humor. Y entonces, después de ser adoptados y empezar el proceso, sus tutores, muy a menudo, corregían esa extravagancia porque la consideraban un «rasgoinestable».
Después del siguiente kilómetro, Athaclena disminuyó un poco el paso. Tenía que tomárselo con más calma porque estaba sufriendo un recalentamiento excesivo, y eso era peligroso para los tymbrimi.
Coronó la cima de la cresta, con su cadena de ubicuas piedras-aguijón, y anduvo despacio para encontrar el camino entre el laberinto de prominentes monolitos. Allí descansó unos instantes. Apoyada contra uno de los altos afloramientos rocosos, jadeando, desplegó la corona y los zarcillos ondularon, a la búsqueda.
¡Sí! Había humanos en las cercanías. Y también neo-chimpancés. Ahora, ella ya conocía bien ambas configuraciones.
Y… se concentró. Había algo más, algo atormentador.
Tenía que ser ese enigmático ente que ya había sentido antes dos veces. Poseía una singular cualidad de parecer terrestre para al instante siguiente mostrarse como parte de Garth. ¡Y era presensitivo, con una lúgubre y seria naturaleza propia!
¡Si al menos la empatía tuviera un sentido más direccional! Se movió hacia adelante, rastreando un camino hacia el origen a través del laberinto de piedras.
Sobre ella cayó una sombra. Instintivamente saltó hacia atrás y se agazapó, mientras las hormonas suministraban energía de combate a sus brazos y piernas. Athaclena sorbió aire para contrarrestar la reacción gheer. Esperaba encontrarse con algún pequeño y fiero superviviente de los bururalli, no con algo tan grande.
Tranquilízate, se dijo. La silueta que estaba en la piedra era de un gran bípedo, claramente primo del Hombre y no nativo de Garth. Por supuesto, un chimpancé nunca supondría una amenaza para ella.
—¡Ho… hola! —Intentó hablar en ánglico, sobreponiéndose al temblor causado por el gheer en retroceso. En silencio maldijo las reacciones instintivas que hacían de los tymbrimi seres peligrosos con los que toparse, pero que también acortaban su vida y a veces les provocaban vergüenza cuando se hallaban en compañía de gentes amables.
La figura que estaba sobre la piedra la miraba, apoyándose sobre las dos piernas y con una banda llena de herramientas en la cintura. A contraluz resultaba difícil ver bien al animal. El brillante y azulado resplandor del na de Garth resultaba desconcertante. Aun así, Athaclena sabia que aquel chimpancé era muy grande.
No reaccionó. Lo único que hacía era mirar hacia abajo, hacia ella.
No podía esperarse que una raza pupila tan joven como la de los neochimpancés fuera demasiado inteligente. Athaclena fue indulgente con la oscura y peluda figura y habló en ánglico, muy despacio:
—Tengo que comunicar una emergencia. Hay un ser humano —subrayó—, que está herido, no lejos de aquí. Necesita cuidados inmediatos. Por favor, debes llevarme con los humanos ahora mismo. —Esperaba una respuesta inmediata pero la criatura sólo se movió un poco y siguió mirándola.
Athaclena empezaba a sentirse desconcertada. ¿Podía ser que se hubiera encontrado con un chimpancé especialmente estúpido? ¿O tal vez era un marginado o un bromista? Las nuevas razas pupilas producían mucha variabilidad, incluidos peligrosos casos atávicos, como había ocurrido recientemente con los bururalli allí, en Garth.
Athaclena extendió sus sentidos. Su corona se desplegó y se rizó sorprendida.
¡Era el presensitivo! La similitud superficial, el pelo y los largos brazos, la habían confundido. No era un chimp, en absoluto. Era la criatura alienígena que había captado hacía tan sólo unos minutos.
No era raro, pues, que la bestia no respondiese. ¡Todavía no había tenido un tutor que le enseñara a hablar! El Potencial se estremeció y palpitó. La muchacha podía sentirlo bajo la superficie.