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Athaclena se preguntó qué debía decirle a un presofonte nativo. Lo miró con más atención. El oscuro pelaje de la criatura se recortaba contra la luz del sol. Sobre sus cortas y dobladas piernas, un cuerpo macizo culminaba en una enorme cabeza. Visto a contraluz, los hombros seguían a la cabeza sin que se advirtiera el cuello.

Athaclena recordó la famosa historia de Ma’chutallil acerca de un investigador espacial que, hallándose en los bosques, lejos del emplazamiento colonial, encontró un niño que había sido criado por salvajes bestias corredoras. Después de cazar con su red a la fiera criatura que no cesaba de gruñir, el cazador proyectó con el aura una sencilla versión del sh’cha’kuon, el espejo del alma.

Athaclena formó el glifo de empatía lo mejor que pudo recordarlo.

VE EN MÍ.UNA IMAGEN EXACTA DE TI.

La criatura se enderezó y retrocedió, dando bufidos y husmeando el aire.

Al principio pensó que reaccionaba a su glifo. Entonces un ruido en las proximidades rompió su concentración. El presensitivo emitió un gruñido, sordo y profundo, giró sobre sus talones y empezó a saltar de una piedra-aguijón a otra hasta que desapareció.

Athaclena se apresuró a seguirlo, pero fue inútil. En pocos momentos le perdió la pista. Finalmente, suspiró y dirigió la vista hacia el este, donde, según Robert, se encontraba el centro Howletts. Después de todo, conseguir ayuda era prioritario.

Empezó a abrirse camino entre el laberinto de piedras-aguijón, las cuales se escalonaban gradualmente a medida que la vertiente descendía hacia el siguiente valle. Fue allí, al dar la vuelta a una piedra muy grande, cuando casi chocó con el equipo de exploración.

—Sentimos mucho haberla asustado, señora —dijo con voz ronca el jefe del grupo. Su voz estaba a mitad de camino entre un gruñido y el ruido de una charca llena de sabandijas. Le hizo una nueva reverencia—. Un buscador de chatarra vino y nos dijo que una especie de nave se había estrellado por aquí, así que enviamos a un par de grupos de exploración. ¿No habrá visto por casualidad caer una nave espacial?

Athaclena aún temblaba por la maldita sobrerreacción. Debía de tener un aspecto terrible, en esos primeros segundos, cuando la sorpresa puso en acción una respuesta de cambio furiosa. Las pobres criaturas estaban asomadas. Tras el jefe, otros cuatro chimps la miraban nerviosos.

—No. no he visto nada. —Athaclena hablaba despacio y con claridad para no abrumar a los pequeños pupilos—.

Pero tengo otro tipo distinto de emergencia que comunicar. Mi camarada, un ser humano, resultó herido ayer tarde. Tiene un brazo roto y posiblemente una infección. Debo hablar con alguien que tenga la autoridad suficiente para conseguir que sea evacuado.

El jefe chimp era un poco más alto que la media normal de su raza, aproximadamente un metro y medio. Al igual que los demás, llevaba una bandolera con herramientas y una ligera mochila. Su sonrisa mostró una hilera de irregulares y amarillentos dientes.

—Yo tengo la autoridad suficiente. Me llamo Benjamín, señorita… señorita… —Su voz ronca terminó en una inflexión interrogativa.

—Athaclena. Mi compañero se llama Robert Oneagle. Es el hijo de la Coordinadora Planetaria.

—Comprendo. —Los ojos de Benjamín se ensancharon—. Bueno, señorita Athac… bueno, señora, usted ya debe de saber que Garth ha sido invadida por una flota ET. En casos de emergencia como éste, se supone que no debemos usar transporte aéreo siempre que podamos evitarlo. Pero mi grupo está equipado para tratar a un humano con el tipo de heridas que usted ha descrito. Si nos lleva junto al señor Oneagle, nos encargaremos de que sea atendido.

El alivio de Athaclena se vio mezclado con la angustia de tener que preocuparse de otros asuntos importantes. Tenía que enterarse.

—¿Se sabe ya quiénes son los invasores? ¿Han aterrizado?

El chimp Benjamín se estaba comportando de un modo muy profesional y su dicción era buena, pero no podía disimular su perplejidad al mirarla e inclinaba la cabeza como si intentara verla desde un ángulo distinto. Era evidente que nunca había visto antes a una persona como ella.

—Uf, lo siento, señora, pero las noticias no han sido demasiado concretas. Los ETs… uf… —El chimp la miraba fijamente—. Uf, este… perdóneme, señora, pero usted no es humana ¿verdad?

—¡No, por el Gran Caltmour! —respondió Athaclena encolerizada—. ¿Por qué has pensado…? —Entonces recordó todas las pequeñas alteraciones externas a las que se había sometido como parte de su experimento. Ahora ya debía de parecerse mucho a un humano, especialmente con el sol a sus espaldas. No era extraño que los pobrecillos se hubieran confundido—. No —dijo, esta vez mas tranquila—. No soy humana, soy tymbrimi.

Los chimps suspiraron y se miraron entre sí. Benjamín se inclinó ante ella con los brazos cruzados sobre el pecho, ofreciendo por primera vez el gesto de bienvenida a un miembro de una raza tutora.

Los congéneres de Athaclena, al igual que los humanos, no hacían alarde de su dominio sobre sus pupilos. Y sin embargo, el gesto sirvió para suavizar sus sentimientos heridos. Cuando habló de nuevo, la dicción de Benjamín había mejorado.

—Perdóneme, señora. Lo que quería decir es que no estoy del todo seguro acerca de quiénes son los invasores. No me hallaba cerca de un receptor cuando fue emitido el manifiesto, hace un par de horas. Alguien me ha dicho que son los gubru, pero circula también el rumor de que son los thenanios.

Athaclena suspiró. Gubru o thenanios. Bueno, podría haber sido peor. Los primeros eran gazmoños y de mentalidad estrecha. Los segundos eran viles, rígidos y crueles. Pero no eran tan malos como los manipuladores soro o los pavorosos e implacables tandu.

Benjamín se dirigió en susurros a uno de sus compañeros. El chimp más pequeño se dio vuelta y se marchó a toda prisa por el sendero por el que habían llegado, hacia el misterioso centro Howletts. Un temblor de ansiedad recorrió a Athaclena. Una vez más se preguntó qué estaba pasando en ese valle del que Robert había intentado alejarla, aun a riesgo de su propia salud.

—El mensajero llevará las noticias acerca del estado del señor Oneagle y preparará el medio de transporte —le dijo Benjamín—. Mientras, nos apresuraremos para llegar hasta él y prestarle los primeros auxilios. Si quiere enseñarnos el camino…

Le hizo una seña para que se pusiera en marcha y Athaclena tuvo que dejar de lado su curiosidad. Robert era evidentemente lo primero.

—Muy bien —dijo ella—. Vamos.

Al pasar junto a la piedra donde se había encontrado con el extraño y presensitivo alienígena, Athaclena levanto la mirada. ¿Había sido en realidad un garthiano?

Tal vez los chimps supiesen algo de ello. Athaclena dio un traspié y se llevó las manos a las sienes. Los chimps advirtieron la repentina ondulación en su corona y el asombro en su mirada.

Era, en parte, sonido, una nota aguda que se elevaba casi más allá del campo auditivo y, en parte, un picor que le recorría la columna vertebral.

—Señora. —Benjamín la miraba preocupado—. ¿Qué es eso?

—Es… es… —Athaclena sacudió la cabeza.