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Pudo haber sido su imaginación, pero Fiben estaba seguro de que durante un instante Uthacalthing había disminuido el paso justo frente a él, y que uno de esos amplios ojos, bordeados de plata, lo miró directamente.

Y el otro, lo guiñaba.

Fiben suspiró. Muy divertido, pensó, esperando que el emisario tymbrimi captase el sarcasmo de su mente. Dentro de una semana todos seremos tal vez carne muerta y humeante, y tú te dedicas a las bromas prácticas.

Muy divertido, Uthacalthing.

2. ATHACLENA

Los zarcillos se ondulaban alrededor de su cabeza, con malévola agitación. Athaclena hizo que su frustración y enojo chisporrotearan como electricidad estática en las puntas de las hebras plateadas. Sus extremos se agitaban como por voluntad propia, dando forma a su casi palpable resentimiento por algo…

Cerca de allí, uno de los humanos que esperaba audiencia con la Coordinadora Planetaria husmeó el aire y miró a su alrededor, asombrado. Se apartó de Athaclena sin saber muy bien por qué se sentía incómodo de repente Tenía probablemente una natural, aunque primitiva empatía. Algunos hombres y mujeres eran vagamente capaces de comprender los empato-glifos tymbrimi, si bien muy pocos tenían la preparación necesaria para interpretar algo de las emociones imprecisas.

Alguien más había notado lo que hacía Athaclena. Al otro lado de la sala pública, en medio de un pequeño grupo de humanos, su padre levantó de pronto la cabeza. Su corona de zarcillos permanecía tranquila y quieta, pero Uthacalthing irguió la cabeza y se giró levemente para observarla, con una expresión entre intrigada y divertida.

Fue una reacción parecida a la de un padre humano que hubiera pescado a su hija dando patadas al sofá o murmurando malhumorada para sí misma. La esencia de la frustración era prácticamente la misma, pero Athaclena la expresaba a través de su aura tymbrimi en lugar de hacerlo con un berrinche externo. Al notar que su padre la miraba, replegó a toda prisa sus zarcillos ondulantes e hizo desaparecer el feo senso-glifo que había formado en su cabeza.

Pero eso no borró su resentimiento. En medio de aquel grupo de terráqueos era difícil olvidarlo. Caricaturas, fue el pensamiento despectivo de Athaclena, sabiendo que era descortés e injusto a la vez. Naturalmente, los terráqueos no podían evitar ser lo que eran: una de las tribus más raras surgidas en el espectro galáctico en eones. Pero eso no significaba que a ella tuvieran que gustarle.

Habría sido mejor que fuesen más alienígenas… en lugar de aumentadas versiones, extrañas y con los ojos estrechos de los tymbrimi. De una gran variedad de colores y tipos de cabello, de raras proporciones corporales, y a menudo hoscos y taciturnos, Athaclena siempre se sentía deprimida después de pasar un tiempo largo en su compañía.

Otro pensamiento impropio de la hija de un diplomático. Se reprendió a sí misma y trató de controlar sus Pensamientos. Después de todo, nadie podía culpar a los humanos por mostrar ahora su temor por una guerra que no habían elegido a punto de estallar sobre ellos.

Vio que su padre se reía ante algo que había dicho uno de los oficiales terráqueos y se preguntó cómo lo conseguía. Cómo lo soportaba tan bien.

Nunca aprenderé esos modales tan tranquilos, tan seguros.

Nunca seré capaz de lograr que esté orgulloso de mí.

Athaclena deseaba que Uthacalthing terminase pronto con los terrestres para poder hablar a solas con él. Al cabo de pocos minutos llegaría Robert Oneagle a recogerla y quería intentar de nuevo persuadir a su padre de que no la mandase con el joven humano.

Puedo ser útil. ¡Sé que puedo serlo! No tiene por qué llevarme a la montaña y mimarme como a un niño pequeño para que esté segura.

Rápidamente se calmó antes de que otro glifo-de-resentimiento pudiera formarse en lo alto de su cabeza. Necesitaba distracción, algo en que ocupar su mente mientras esperaba. Reprimiendo sus emociones, Athaclena se aproximó silenciosamente a dos oficiales humanos que conversaban gravemente con las cabezas bajas. Hablaban en ánglico, la lengua más usada en la Tierra.

—Mira —decía el primero—. Todo lo que en realidad sabemos es que una de las naves de exploración de la Tierra se encontró con algo extraño y totalmente inesperado en uno de esos antiguos cúmulos estelares de las márgenes de la galaxia.

—Pero ¿qué fue? —preguntó el otro militar—. ¿Qué encontraron? Tú te dedicas a los estudios alienígenas, Alice. ¿No tienes ninguna idea de lo que descubrieron esos pobres delfines para que haya suscitado tanto jaleo?

—Lo ignoro. —La mujer terrestre se encogió de hombros—. Pero bastó un primer informe emitido por el Streaker para que los clanes más fanáticos de las Cinco Galaxias se enzarzaran en una lucha entre sí como no se había visto en megaaños. Los últimos despachos dicen que algunas de las escaramuzas son de gran dureza. Ya viste lo asustada que parecía esa synthiana, antes de decidir marcharse.

El otro humano asintió con tristeza. Ninguno de los dos habló durante unos instantes. La tensión que sentían hacía arquearse el espacio a su alrededor. Athaclena lo captó como un simple pero oscuro glifo de temor incierto.

—Es algo grande —dijo por fin el primer oficial, en voz baja— Tiene que serlo.

Athaclena se alejó cuando sintió que los humanos se habían dado cuenta de su presencia. Desde que había llegado a Garth, había alterado la forma normal de su cuerpo cambiando su figura y sus rasgos para parecerse más a una muchacha terrícola. Sin embargo lo que esas manipulaciones podían conseguir tenía sus límites, aun cuando se usaran los métodos de inventiva corporales de los tymbrimi. En realidad, no había modo de disimular quién era. Si se hubiera quedado, los humanos inevitablemente le hubieran preguntado su opinión como tymbrimi acerca de la actual crisis, y aborrecía tener que decir a los humanos que sabía tanto como ellos.

Athaclena encontró la situación amargamente irónica. Una vez más, las razas de la Tierra estaban en una posición conspicua, como lo habían estado siempre desde el famoso asunto del «Sundiver», hacía dos siglos. Esta vez, una crisis interestelar se había desatado por causa de la primera nave espacial tripulada por neodelfines.

La segunda raza pupila de la Humanidad no tenía más de dos siglos; era más joven incluso que los neochimpancés. Cómo encontrarían los cetáceos espaciales una solución al conflicto que, sin querer, habían creado, era una pregunta que estaba en la mente de todos. Pero las repercusiones estaban ya recorriendo la mitad de la Galaxia Central, llegando a aislados mundos coloniales como Garth.

—Athaclena…

Se volvió. Uthacalthing estaba muy cerca de ella y la miraba con benévola preocupación.

—¿Estás bien, hija?

Se sentía tan pequeña en presencia de Uthacalthing… Athaclena no podía evitar sentirse intimidada, aunque él siempre se mostraba muy amable. Su arte y disciplina eran tan grandes que ella ni siquiera lo había sentido llegar hasta que le toco la manga de su túnica. Incluso entonces, todo lo que se podía captar en su compleja aura era el remolineante empato-glifo llamado caridouo… el amor paternal.

—Sí, padre, estoy… bien.

—Perfecto. Entonces, ¿ya has hecho el equipaje y estás lista para la expedición?

Él hablaba en ánglico, pero ella contestó en dialecto tymbrimi galáctico-Siete.