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—Padre, no quiero ir a las montañas con Robert Oneagle.

—Creía que Robert y tú erais amigos —repuso Uthacalthing frunciendo el ceño.

Las fosas nasales de Athaclena se enrojecieron de frustración. ¿Por qué Uthacalthing la malinterpretaba adrede? Él tenía que saber que el hijo de la Coordinadora Planetaria era incuestionable como compañero. Entre los jóvenes humanos de Puerto Helenia, Robert era lo más parecido a un amigo.

—En parte, por el bien de Robert te pido que recapacites —le dijo a su padre—. Está avergonzado de que le hayan ordenado hacer de niñera, tal como dicen por ahí, mientras sus camaradas y condiscípulos están en la milicia preparándose para la guerra. Y por cierto, no se le puede culpar por su resentimiento.

Cuando Uthacalthing iba a hablar, ella se apresuró a seguir:

—Además, padre, no quiero dejarte. Reitero mis argumentos-de-lógica anteriores, en los que te explicaba lo útil que puedo serte en las próximas semanas. Y, asimismo, ahora añado a ellos este ofrecimiento.

Con sumo cuidado, se concentró en formar el glifo que había compuesto antes, ese mismo día. Lo había llamado ke’ipatía… una súplica, surgida del amor, que le permitiera afrontar el peligro al lado del amor. Sus zarcillos temblaron encima de sus orejas y la forma vibró ligeramente sobre su cabeza al tiempo que empezaba a girar. Pero, finalmente, se estabilizó. Ella lo dirigió hacia el aura de su padre. En aquel momento, Athaclena ni siquiera se preocupó por el hecho de estar en una habitación llena de corpulentos humanos de lisas frentes y de sus pequeños pupilos, los peludos chimps. Lo único que importaba en el mundo eran ellos dos, y el puente que ella anhelaba tender sobre el vacío.

Ke’ipatía cayó en los zarcillos de espera de Uthacalthing y allí empezó a girar, brillando cada vez más a medida que éste lo reconocía. Athaclena soltó un grito ahogado ante su repentina belleza, pues vio que había aumentado más allá de su propio arte.

Luego el glifo descendió, como una niebla suave en el rocío del alba, para cubrir centelleante la corona de su padre.

—¡Qué hermoso regalo! —La voz de éste era dulce y ella supo que lo había conmovido.

Pero… supo igualmente que su decisión no había cambiado.

—Voy a ofrecerte un reconocimiento mío —le dijo a su hija. Y sacó de la manga una pequeña caja dorada con los cierres de plata—. Tu madre, Mathicluanna, quiso que recibieras esto cuando estuvieses dispuesta a considerarte a ti misma como adulta. Y aunque no hemos hablado aún de tal fecha, creo que ha llegado el momento de que lo poseas.

Athaclena parpadeó, perdida de improviso en un torbellino de emociones. Cuántas veces había querido saber lo que su fallecida madre le había legado. Y sin embargo, ahora necesitaba toda la fuerza de voluntad para hacerse cargo del pequeño cofre.

Uthacalthing no hubiera hecho eso si pensase que con toda probabilidad volverían a reunirse.

—¡Estás planeando luchar! —dijo en un susurro a darse cuenta.

En realidad Uthacalthing se encogió de hombros…, ese gesto humano de indiferencia momentánea.

—Los enemigos de los humanos son también mis enemigos, hija. Los terráqueos son valientes pero, al fin de cuentas, son sólo lobeznos. Necesitarán mi ayuda.

En su voz había irrevocabilidad, y Athaclena sabía que cualquier otra palabra suya de protesta lo único que conseguiría sería hacerla parecer estúpida a sus ojos. Unió las manos sobre el cofre, entrelazando sus largos dedos, Y así salieron en silencio de la habitación. Por unos breves instantes pareció que no eran dos sino tres, ya que la reliquia tenía algo de Mathicluanna. El momento era a la vez dulce y doloroso.

Los guardias de la milicia neochimp se pusieron firmes y abrieron para ellos las puertas del edificio del Ministerio. Ambos salieron a la diáfana luz solar de la joven primavera. Uthacalthing acompañó a Athaclena hasta la acera, donde se encontraba su mochila. Se soltaron las manos y ella se quedó, allí, sujetando el cofre de su madre.

—Ahí viene Robert, absolutamente puntual —dijo Uthacalthing protegiéndose los ojos de la luz— Su madre dice que no lo es, pero nunca lo he visto llegar tarde cuando se trata de algo importante.

Un desvencijado vehículo flotador se acercaba por la larga calzada de grava, pasando junto a las limusinas y coches del personal del ejército. Uthacalthing se volvió hacia su hija.

—Intenta disfrutar de las Montañas de Mulum. Yo ya las he visto. Son muy hermosas. Considéralo una oportunidad, Athaclena.

—Haré lo que me pides, padre —asintió ella—. Ocuparé mi tiempo mejorando mis conocimientos de ánglico y de los patrones emocionales de los lobeznos.

—Bien. Y mantén los ojos bien abiertos ante cualquier posible pista o indicio de los legendarios garthianos.

Athaclena frunció el ceño. El interés de su padre en las extrañas leyendas lobeznas últimamente empezaba a parecer una fijación. Y sin embargo, nadie podía saber cuándo Uthacalthing hablaba en serio o estaba simplemente preparando una broma complicada.

—Estaré atenta a esos indicios, aunque esas criaturas son en verdad míticas.

—Ahora debo irme. —Uthacalthing sonrió—. Mi amor viajará contigo. Será como un pájaro, revoloteando —imitó la acción con sus manos— sobre tu hombro.

Sus zarcillos se tocaron brevemente y luego él se marchó, volviendo sobre sus pasos para reunirse con los preocupados colonos. Athaclena se quedó allí, preguntándose por qué su padre, al separarse, había utilizado una metáfora humana tan grotesca.

¿Cómo puede el amor ser un pájaro?

Uthacalthing era a veces tan raro que la asustaba incluso a ella.

Cuando el coche flotador se posó junto al arcén hubo un crujido de grava. Robert Oneagle, el joven humano de cabello oscuro que iba a ser su compañero en el exilio, sonrió y la saludó desde detrás del timón de su máquina, pero era fácil darse cuenta de que la alegría de su semblante era superficial, que la adoptaba por el bien de Athaclena En el fondo, Robert se sentía casi tan infeliz como ella ante ese viaje. El destino, y las órdenes imperiosas de los adultos, los habían lanzado juntos en una dirección que ninguno de los dos hubiera elegido.

El tosco glifo que formó Athaclena, invisible para Robert, era algo más que un suspiro de resignación y derrota. Pero mantuvo las apariencias con una sonrisa de tipo terráqueo cuidadosamente trazada.

—Hola, Robert —dijo, cogiendo la mochila.

3. GALÁCTICOS

El Suzerano de la Idoneidad ahuecó su pelusa, mostrando, en las raíces de su plumaje todavía blanco, el brillo centelleante que presagiaba realeza. Con orgullo, el Suzerano de la Idoneidad saltó a la Percha de la Proclama y trinó reclamando atención.

Las naves de guerra de la Fuerza Expedicionaria seguían aún en el interespacio, entre los niveles del mundo. Aunque la batalla no era, por el momento, inminente. Debido a esto, el Suzerano de la Idoneidad era todavía influyente y podía interrumpir las actividades de la tripulación del buque insignia.

Al otro lado del puente, el Suzerano de Rayo y Garra levanto la vista en su Percha de Mando. El almirante compartía con el Suzerano de la Idoneidad el brillante plumaje del dominio. Sin embargo, no era cuestión de interferir cuando estaba a punto de hacerse una proclama religiosa. De repente, el almirante interrumpió la serie de órdenes que había estado dando a los subordinados y adoptó una actitud de atenta reverencia.

En todo el puente, el clamor ruidoso de los ingenieros y astronautas gubru disminuyó hasta convertirse en murmullo. Asimismo, los cuadrúpedos pupilos kwackoo cesaron sus arrullos y se dispusieron a escuchar.