—Muy bien, Robert. Le prometí a mi padre que sacaría el máximo provecho de este exilio forzoso. Muéstrame más maravillas de este pequeño planeta.
El tono de su voz era tan grave, tan resignado, que Robert decidió que tenía que estar exagerando. El toque teatral la hacía parecer una adolescente humana, y esto, de por sí, era un poco irritante. Él abrió el camino hacia el grupo de enredaderas.
—Es por aquí, donde convergen con el suelo del bosque.
La corona de Athaclena, el casco de pelo castaño que empezaba en un estrecho trazo de vello en la base de la columna y ascendía por la nuca para terminar en pico sobre el caballete de su fuerte nariz, estaba ahora encrespada en sus extremos. Sobre las lisas y suavemente redondeadas orejas, los cilios de su corona tymbrimi se ondulaban como si ella estuviera tratando de discernir en el claro del bosque cualquier indicio de conciencia que no fuera la de ellos.
Robert se recomendó a sí mismo no sobrestimar los poderes mentales de los tymbrimi como hacían los humanos tan a menudo. Los esbeltos galácticos tenían una habilidad impresionante para detectar las emociones fuertes y se les atribuía un talento especial para crear una forma de arte a partir de la propia empatía. Sin embargo, la verdadera telepatía no era más común entre los tymbrimi que entre los terrestres.
Robert tuvo que imaginar en qué estaría pensando ella. ¿Podía saber que, desde que habían partido juntos de puerto Helenia, la fascinación que le causaba había aumentado? Esperaba que no. Era un sentimiento que ni siquiera él mismo estaba seguro de querer admitir que existiera.
Las enredaderas estaban formadas por ramas gruesas y fibrosas, con unas protuberancias nudosas aproximadamente cada medio metro. Procedentes de diversas direcciones, convergían en este claro del bosque. Robert apartó un grupo de ramas multicolores para mostrar a Athaclena que todas ellas terminaban en una única y pequeña charca de agua turbia.
—Estas charcas —explicó—, se encuentran en todo este continente, conectadas entre sí por esta vasta red de enredaderas. Juegan un papel vital en el ecosistema pluvial del bosque. En las proximidades de los estanques, donde las enredaderas cumplen su cometido, no crecen otros arbustos.
Athaclena se arrodilló para poder verlo mejor. Su corona seguía moviéndose y parecía interesada.
—¿Por qué la charca tiene ese color? ¿Hay alguna impureza en el agua?
—Sí, exactamente eso. Si tuviéramos un equipo de análisis podría llevarte de una charca a otra y demostrarte que cada una de ellas posee una ligera sobreabundancia de un elemento transmisor o químico distinto. Las enredaderas parecen formar una red entre los árboles gigantes, que transporta los elementos nutritivos abundantes en una zona, a otras en las que no existen.
—¡Un tratado de intercambio! —El pelo de Athaclena se expandió en una de las pocas expresiones puramente tymbrimi que Robert conocía sin temor a equivocarse, era la primera vez desde que salieran juntos de la ciudad que la veía verdaderamente excitada por algo.
Se preguntó si en ese momento estaría formando un «empato-glifo», esa extraña forma de arte que algunos humanos juraban percibir y hasta ser capaces de aprender a comprender un poco. Robert sabía que los livianos zarcillos de la corona tymbrimi estaban de alguna forma implicados en el proceso. Una vez, al acompañar a su madre a una recepción diplomática, notó algo que tuvo que ser un glifo flotando, al parecer, por encima del pelo de Uthacalthing, el embajador tymbrimi.
Había sido una extraña y fugaz sensación… como si hubiera captado algo que sólo pudiera verse con el punto ciego de la retina y que desaparecía cada vez que intentaba enfocarlo. Luego, con la misma rapidez que la había percibido, la visión se desvaneció. Al final se quedó con la duda de no saber si sólo había sido su imaginación.
—La relación es simbiótica, por supuesto —afirmó Athaclena, y Robert parpadeó. Se estaba refiriendo a las enredaderas, por supuesto.
—Sí, has acertado de nuevo. Las enredaderas toman sus alimentos de los grandes árboles y a cambio transportan las sustancias nutritivas que las raíces de los árboles no pueden obtener debido a la pobreza del suelo. Además, se llevan las toxinas y se deshacen de ellas muy lejos Las charcas como ésta sirven de bancos en los que se reúnen las enredaderas para abastecerse e intercambiar importantes sustancias químicas.
—Increíble. —Athaclena examinaba las radículas—. Imitan el modelo de intercambio movido por el propio interés, típico de los seres sensitivos. Supongo que es lógico que las plantas hayan desarrollado esta técnica en algún lugar, en algún momento. Creo que los kanten debieron de haber empezado de esa manera antes de que los jardineros linten los elevaran y los convirtieran en viajeros del espacio.
—¿Está catalogado este fenómeno? —Alzó la vista para mirar a Robert—. Se supone que los Z’Tang estudiaron Garth para los Institutos antes de que el planeta os fuera cedido a vosotros, los humanos. Me sorprende que nunca hayas oído hablar de esto.
—Seguro, el informe Z’Tang —Robert se permitió un amago de sonrisa— a la Gran Biblioteca menciona las propiedades de transferencia química de las enredaderas. Una parte de la tragedia de Garth residió en que la red parecía estar al borde del colapso total antes de que le fuese concedido a la Tierra el derecho de arrendamiento. Y si eso llega a ocurrir realmente, la mitad de este continente se convertirá en un desierto.
»Pero los Z’Tang omitieron algo crucial. Al parecer, nunca se dieron cuenta de que las enredaderas se mueven por el bosque muy despacio, a la búsqueda de nuevos minerales para sus árboles anfitriones. El bosque, como comunidad activa de intercambio, se adapta. Cambia. Existe la esperanza fundada de que con un pequeño y adecuado toque de ayuda aquí y allá, la red pueda convertirse en la pieza clave para el restablecimiento de la ecosfera del planeta. Si ocurre así, tal vez podamos conseguir un beneficio sustancial vendiendo la técnica a grupos de otros lugares.
Él esperaba verla complacida pero cuando Athaclena dejó caer de nuevo las radículas en el agua oscura le habló con frialdad:
—Pareces muy orgulloso de haber pillado en falta a una raza antigua tan intelectual y escrupulosa como los Z’Tang, Robert. Como diría una de vuestras teledramas: «Se ha visto una vez más a los ETs y a su Biblioteca sumidos en el error.» ¿No?
—Espera un momento. Yo…
—Dime una cosa, ¿pretendéis los humanos acaparar esta información regocijándoos de vuestra inteligencia cada vez que repartáis beneficios? ¿U os vais a pavonear proclamando a los cuatro vientos lo que toda raza sensitiva ya sabe, que la Gran Biblioteca no es ni ha sido nunca perfecta?
Robert frunció el ceño. El estereotipo de tymbrimi, tal como lo describían los terrestres, era adaptable, sabio y travieso. Pero en aquellos momentos Athaclena parecía más una joven fem irritable y discutidora de armas tomar.
Era cierto que los terrestres habían ido demasiado lejos con sus críticas de la civilización galáctica. Al ser la primera raza «lobezna» conocida en los últimos cincuenta megaaños, muchas veces los humanos alardeaban demasiado de ser la única raza viviente que se había lanzado al espacio sin la ayuda de nadie. ¿Qué necesidad tenían de dar por seguro todo lo que se hallaba en la Gran Biblioteca de las Cinco Galaxias? Los medios de comunicación populares de la Tierra tendían a fomentar una actitud de desdén hacia los alienígenas que preferían consultar las informaciones antes que descubrirlas por sí mismos.
Había motivos para fomentar esta postura. La alternativa según los científicos psicólogos de Terragens, sería un aplastante complejo de inferioridad. El orgullo era algo vital para el único clan «en retroceso» del universo conocido. Era una posición que estaba a mitad de camino entre la Humanidad y el desespero.