Por desgracia, esta actitud había también alejado a algunas especies que de otro modo serían amigas de los humanos.
Pero al fin y al cabo ¿eran las gentes de Athaclena tan inocentes? También los tymbrimi tenían fama de encontrar pretextos para no seguir la tradición y de no estar satisfechos con lo que habían heredado del pasado. —¿Cuándo aprenderéis los humanos que el universo es peligroso, que hay muchos clanes antiguos y poderosos que detestan a los advenedizos, especialmente a los recién llegados que con brusquedad provocan cambios sin comprender las posibles consecuencias?
Ahora Robert sabía a qué se estaba refiriendo Athaclena, cuál era la verdadera causa de su enojo. Se puso de pie sacudiéndose el polvo de las manos.
—Mira, ninguno de nosotros sabe qué está ocurriendo en realidad ahora mismo en la galaxia. Pero difícilmente puede ser culpa nuestra que una nave estelar tripulada por delfines… —El Streaker.
—… que el Streaker haya descubierto algo extraño, algo que ha pasado inadvertido todos estos eones. ¡Cualquiera hubiese podido tropezarse con ello! Demonio, Athaclena. Ni siquiera sabemos qué han descubierto esos pobres neodelfines. Lo último que se ha sabido es que los están persiguiendo desde el punto de transferencia de Morgran hacia sólo Ifni sabe dónde por veinte flotas diferentes, todas ellas luchando por el derecho de capturar la nave.
Robert se dio cuenta de que su corazón latía con fuerza. Los puños apretados eran un indicio de la cantidad de tensión que estaba enraizada en ese tema. Después de todo, siempre resulta frustrante que el universo amenace con caérsete encima, pero lo es mucho más si los acontecimientos que lo han provocado tienen lugar a kilo parsecs de distancia, en medio de tenues estrellas rojas que ni siquiera se ven desde casa.
Los ojos de párpados oscuros de Athaclena se encontraron con los suyos y, por primera vez, pudo notar en ellos un toque de comprensión. Su mano izquierda de largos dedos se movió en sentido rotatorio.
—He oído todo lo que has dicho, Robert, y sé que muchas veces juzgo las cosas demasiado deprisa. Es un defecto que mi padre me insta constantemente a superar. Pero tienes que recordar que nosotros, los tymbrimi, hemos sido los protectores y aliados de la Tierra desde que vuestras grandes, viejas y lentas naves entraron en nuestra zona del espacio, hace ochenta y nueve paktaars. A veces resulta pesado, y debes perdonar si en alguna ocasión lo demostramos.
—¿Qué es lo que resulta pesado? —Robert estaba confundido.
—Bueno, el que desde el Contacto hayamos tenido que aprender y soportar ese conjunto de chasquidos y gruñidos lobeznos a los que tenéis el descaro de llamar lenguaje.
La expresión de Athaclena era apacible, pero Robert creyó que podía sentir en aquel momento un leve algo que emanaba de sus zarcillos ondulantes. Parecía querer significar lo que una muchacha humana expresaría con una sutil expresión facial. Evidentemente le estaba tomando el pelo.
—Ja, ja. Muy divertido. —Clavó la vista en el suelo.
—Pero, en serio, Robert, ¿no hemos estado, durante las siete generaciones pasadas desde el Contacto, aconsejándoos a los humanos y a vuestros pupilos que vayáis despacio? El Streaker no tendría que haber estado curioseando en sitios a los que no pertenecía, al menos mientras vuestro pequeño clan de razas sea tan joven y desvalido. No podéis seguir metiendo las narices en las reglas para ver cuáles son rígidas y cuáles son blandas.
—Más de una vez eso nos ha supuesto una recompensa.
—Sí, pero vuestros, ¿cómo es la palabra adecuada?, vuestros tejados pueden caer sobre vuestras casas. Robert, los fanáticos no desistirán ahora que sus pasiones están enaltecidas. Perseguirán la nave de los delfines hasta que la capturen. Y si no pueden conseguir su información de este modo, otros clanes poderosos como los jofur y los soro buscarán algún medio de alcanzar sus objetivos.
Las motas de polvo centelleaban dentro y fuera de los estrechos haces de luz solar. Unos charcos dispersos de agua de lluvia brillaban cuando los rayos de luz los alcanzaban. En silencio, Robert frotaba con los pies el blando humus sabiendo perfectamente bien a qué se refería Athaclena.
Si los jofur, los soro, los gubru y los tandu, esas poderosas razas galácticas que habían demostrado tantas veces su hostilidad a la Humanidad, fracasaban en su intento de capturar al Streaker, su siguiente paso sería obvio. Tarde o temprano, algunos de los clanes dirigiría su atención a Garth, Atlast o Calafia, los destacamentos terrestres más alejados y desprotegidos, en busca de rehenes para apoderarse del misterioso secreto de los delfines. Era una táctica incluso permisible dentro de las flexibles estructuras establecidas por el Instituto Galáctico para las contiendas civilizadas.
¡Vaya civilización!, pensó Robert con amargura. Lo que resultaba irónico es que los delfines ni siquiera se comportarían tal como los pedantes galácticos esperaban de ellos.
De acuerdo con la tradición, las razas pupilas debían fidelidad y lealtad a sus tutores, las razas de viajeros especiales que los habían elevado a una completa sensitividad. Los humanos lo habían hecho con los chimpancés pan y con los delfines tursiop, antes incluso del Contacto con otros alienígenas viajeros del espacio. Al hacerlo, la Humanidad había imitado sin saberlo los modelos que habían regido en las Cinco Galaxias al menos durante tres mil millones de años.
Según la tradición, los pupilos servían a sus tutores durante mil siglos o más, hasta que el contrato de aprendizaje terminaba y les permitía a su vez buscar nuevos pupilos. Pocos clanes galácticos creían o comprendían cuánta libertad les habían dado los humanos de la Tierra a los delfines y a los chimps. Era difícil saber lo que harían los neodelfines de la tripulación del Streaker si los humanos eran tomados como rehenes. Pero, al parecer, eso no iba a hacer desistir a los ETs de intentarlo. Los puestos de escucha distantes habían confirmado lo peor.
Las flotas de guerra estaban acercándose a Garth en el mismo momento en que él y Athaclena estaban allí hablando.
—¿Qué tiene más valor, Robert —Athaclena preguntaba con suavidad—, esa colección de cascos espaciales antiguos que se supone que los delfines han encontrado, objetos que no tienen ningún significado para un clan joven como el vuestro, o vuestros mundos, con sus granjas, parques y ciudades-órbitas? No puedo comprender la lógica de vuestro Concejo de Terragens, al ordenar al Streaker que guarde su secreto, cuando vosotros y vuestros pupilos estáis tan indefensos.
Robert volvió a clavar los ojos en el suelo. No tenía ninguna respuesta para ella. Contemplado de ese modo, parecía ilógico. Pensó en sus condiscípulos y amigos, reuniéndose para ir a la guerra sin él, a pelear por unos intereses que ni siquiera comprendían. Era muy duro.
Para Athaclena resultaba igualmente difícil, alejada de su padre, atrapada en un mundo extraño cuyas disputas poco o nada tenían que ver con ella. Robert decidió concederle la última palabra. Por otro lado, había visto más que él del universo y además tenía la ventaja de proceder de un clan más antiguo y de un estatus más alto.
—Tal vez tengas razón —le dijo—. Tal vez tengas razón.
Pero tal vez, se dijo mientras le ayudaba a levantar su mochila y se ponía la propia a la espalda para la siguiente etapa de su viaje, tal vez una joven tymbrimi puede ser tan ignorante y testaruda como un humano joven, cuando está un poco asustada y lejos de su hogar.