Ni siquiera Tasslehoff despegó los labios. No necesitaban palabras, se lo habían dicho todo o debían esperar para hacerlo. No querían enturbiar los recuerdos ni mucho menos precipitar los acontecimientos, de modo que se contentaron con rogar al tiempo que se detuviera y les permitiera descansar. Y acaso éste atendió su súplica.
Poco antes de amanecer, cuando un mero atisbo del sol naciente se asomaba por el horizonte, el Templo de Takhisis, Reina de la Oscuridad, estalló. La tierra tembló con la explosión, la luz brilló tan cegadora como si el astro hubiera irrumpido de forma repentina en el cielo.
Deslumbrados por los intensos destellos los compañeros apenas podían ver, pero tenían la impresión de que los fragmentos de la mole se alzaban en el aire en un vasto y sobrenatural remolino. Aumentó el brillo de los ígneos escombros a medida que surcaban la noche en su veloz trayectoria, hasta asumir centelleos tan radiantes como los de las estrellas.
Eran estrellas. Una tras otra, las partes del malogrado Templo ocuparon su lugar en el firmamento y al hacerlo ocuparon los dos espacios negros que descubriera Raistlin el pasado otoño, cuando navegaban en un bote sobre el lago Crystalmir.
Una vez más, las constelaciones se perfilaban en el cielo. Una vez más el Guerrero Valiente —Paladine, el Dragón de Platino— se enseñoreó de su mitad mientras en la otra se instalaba la Reina de la Oscuridad, Takhisis, la de las Cinco Cabezas, la de Todos los Colores y Ninguno. Reanudaron al unísono su incesante rotación, vigilándose mutuamente, en torno a Gilean, dios de la Neutralidad, Fiel de la Balanza.
Regreso al hogar
Nadie acudió a recibirle cuando entró en la ciudad. Llegó en una negra y silenciosa madrugada, alumbrado por la luna que sólo sus ojos podían ver. Había despachado al Dragón Verde con instrucciones de aguardar su llamada. No atravesó las puertas, ningún centinela presenció su arribo.
No necesitaba cruzar portales ni murallas, fronteras destinadas a los simples mortales que habían dejado de interesarle. Invisible, ignoto, recorrió las dormidas calles.
Sin embargo, alguien supo de su presencia. En el interior de la biblioteca Astinus, volcado como siempre sobre su trabajo, cesó de escribir y alzó la cabeza. Mantuvo un instante la pluma suspendida encima del papel hasta que, encogiéndose de hombros, reanudó la redacción de sus crónicas.
El recién llegado avanzaba presuroso, apoyado en un bastón coronado por una bola de cristal que sostenía la garra dorada de un dragón fantasmal. Aquella esfera luminosa estaba ahora apagada, no precisaba de su luz para guiarle pues sabía dónde se dirigía, durante siglos había realizado este trayecto con la imaginación. El repulgo de su negra túnica rozaba sus tobillos mientras caminaba; sus dorados ojos, que resplandecían en las profundidades de su oscura capucha, eran los únicos destellos en la amodorrada ciudad.
No se detuvo al llegar a la plaza central, ni siquiera miró los edificios abandonados cuyas ventanas vacías parecían las cuencas oculares de una calavera. Su paso no flaqueó cuando se deslizó bajo las sombras de los altos robles, aun que estas sombras bastaron un día para aterrorizar a un kender. Las manos descarnadas que se extendían para atraparle se desmenuzaron en polvo bajo sus pies, y las aplastó sin inmutarse.
Apareció en el panorama la elevada Torre, negra en medio de la noche cual una puerta cavada en la penumbra. Al fin la criatura de negros ropajes y enhiesto cuerpo hizo un alto en su peregrinar para contemplar la mole. Escudriñaron sus pupilas la estructura, los desmoronados minaretes y el bruñido mármol que refulgía bajo la fría pero penetrante luz de las estrellas. Asintió despacio, satisfecho.
Se sumió ahora en la contemplación de la verja de la Torre, de los inquietantes jirones que revoloteaban apresados en la valla. Ningún mortal corriente podría haberse enfrentado a aquella cancela rodeada de misterio sin haberse vuelto loco, presa de un indescriptible terror. Ningún mortal habría salvado indemne la doble hilera de centinelas en forma de robles.
Pero Raistlin estaba allí tranquilo, sin miedo. Alzando su delgada mano asió el retazo de túnica negra, aún manchado con la sangre de su portador, y lo arrancó de la verja.
Un lamento sobrecogedor brotó de las entrañas del abismo. Era el grito de un ser ultrajado, tan sonoro y escalofriante que los ciudadanos de Palanthas se despertaron temblando de su sueño y se incorporaron en los lechos paralizados por el terror, convencidos de que se avecinaba el fin del mundo. Los centinelas que guardaban las puertas no acertaban a moverse y, con los ojos cerrados, se ampararon en las sombras para aguardar la muerte. Los niños se agitaban en sus cunas, los perros se ocultaron bajo las alacenas y los ojos de los gatos adquirieron un brillo singular.
Resonó un nuevo alarido y una lívida mano surgió de la Torre, el miembro de un rostro espectral que, retorcido de ira, flotó en el viciado aire.
Raistlin no pestañeó. La mano se acercó, la faz se cernió sobre él para augurarle las torturas del abismo, donde sería arrastrado sin remedio por haber cometido la imprudencia de desafiar la maldición de la Torre. Los esqueléticos dedos se cerraron en torno al corazón de Raistlin pero, temblorosos, se detuvieron.
—Debes saber que soy el amo del pasado y del presente —anunció el hechicero con voz pausada aunque clara, a fin de que pudieran oírle los moradores de la Torre—. Mi venida está escrita. Las puertas se abrirán a mi paso.
La mano espectral se retiró y, con un leve gesto, le invitó a penetrar en el edificio. Obediente a esta señal, la verja giró sobre sus silenciosos goznes.
Raistlin traspasó el umbral sin molestarse en saludar a la mano ni al ceniciento rostro que se inclinaba ante él en una respetuosa reverencia. Cuando penetró en el interior todos los entes negros, informes, sombríos que habitaban el recinto le rindieron homenaje.
El mago hizo un alto para examinar su entorno.
—Este es mi hogar —susurró.
La paz invadió la ciudad de Palanthas, el sueño vino a aliviar los resquemores. «Ha sido una pesadilla», pensaron todos y, tumbándose de nuevo en los lechos, se entregaron otra vez al descanso, arrullados por la oscuridad placentera que precede al alba.
La Despedida de Raistlin