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—No intentarás hacemos creer que no consideraste esa posibilidad —acusó Raistlin, sibilino.

Tanis abrió la boca para replicar, pero guardó silencio. Sabía que su culpa se dibujaba en su rostro de forma tan ostensible como la barba que ningún elfo auténtico luciría, y se cubrió el rostro con las manos en un intento de ocultarlo.

—La quería —confesó con voz entrecortada—. Durante todos estos años me he negado a admitir su deslealtad. Y, aun sabiéndolo, no pude luchar contra mí mismo. Tú amas —dirigió una mirada a Riverwind—, y también tú —ahora sus ojos se clavaron en Caramon. La nave volvió a encabritarse, y Tanis se agarró a uno de los cantos del escritorio al sentir que el suelo se desplazaba bajo sus pies—. ¿Qué habríais hecho vosotros? ¡Durante cinco años ha presidido todos mis sueños! —Calló, sumiéndose en el silencio general. El rostro de Caramon revelaba una actitud reflexiva insólita en él, mientras Riverwind contemplaba a Goldmoon.

—Cuando se fue —prosiguió el semielfo con triste acento—, permanecí en su lecho y me odié por mi debilidad. Quizá vosotros me detestéis ahora, pero nunca abominaréis y despreciaréis tanto como yo mismo el abyecto acto que he cometido. Pensé en Laurana y...

Tanis enmudeció y levantó la cabeza. Mientras hablaba había percibido el cambio que se estaba operando en la trayectoria de la nave. Los demás también se habían dado cuenta y lanzaron una inquieta mirada a su alrededor. No se necesitaba ser un experto marino para advertir que ya no daban violentos bandazos. Ahora avanzaban con suavidad, en un movimiento que se les antojó aún más ominoso por lo antinatural. Antes de que nadie acertara a preguntarse su significado, un golpe en la puerta casi resquebrajó los maltratados listones.

—¡Maquesta dice que subáis! —exclamó Koraf sin cesar de aporrear la madera.

Tanis estudió brevemente a sus amigos. El rostro de Riverwind exhibía una expresión sombría y, aunque sus ojos se cruzaron con los del semielfo, no despedían ningún atisbo de luz. El hombre de las Llanuras siempre había desconfiado de las criaturas que no eran humanas, sólo los múltiples peligros que habían afrontado juntos lo habían inducido a quererle como a un hermano. ¿Se había destruido su afecto en un instante? Tanis lo miró con firmeza pero Riverwind bajó la vista y, sin pronunciar una palabra, echó a andar. No obstante se detuvo al pasar junto a él para susurrarle, contemplando cómo Goldmoon se levantaba:

—Tienes razón, amigo. Yo sé lo que es amar. —Dio entonces media vuelta y desapareció por la escalerilla.

Goldmoon lanzó una silenciosa mirada de soslayo a Tanis mientras se disponía a seguir a su esposo, y el semielfo leyó en sus ojos piedad y comprensión. Deseaba que los otros compartiesen su indulgencia.

Caramon titubeó, y al fin se alejó sin mirarle ni despegar los labios. Raistlin, en cambio, volvió la cabeza y prendió sus dorados ojos en el rostro del semielfo sin dejar de observarlo al caminar. ¿Asomaba un destello de júbilo en aquella áurea mirada? Objeto de la pertinaz desconfianza de los compañeros, quizá se alegraba de hallar un hermano en la ignominia. El semielfo no acertaba a adivinar sus pensamientos.

Cuando le tocó el turno a Tika, se acercó a él y le dio una suave palmada en el hombro. También sabía qué era amar.

Tanis permaneció unos momentos solo en el camarote, perdido en su propia oscuridad. Desechando sus sentimientos, subió a cubierta tras los otros y al instante se percató de lo ocurrido. Todas las miradas confluían en un flanco de la nave, y en los rostros se reflejaba una indecible angustia. Maquesta caminaba como un león enjaulado, meneando la cabeza y renegando en su idioma.

Al oír que Tanis se aproximaba, la capitana alzó el rostro y exclamó con un centelleo de odio en sus negros ojos:

—¡Tú y ese timonel, condenado por los dioses, nos habéis destruido!

Las palabras de Maquesta se le antojaron al semielfo una redundancia, una repetición de las frases que resonaban en su mente. Incluso se preguntó si era ella quien había hablado o por el contrario se había escuchado a sí mismo.

—Estamos atrapados en el remolino —afirmó Maq.

4

«Mi hermano...»

El Perechon se deslizaba sobre la cresta de agua con tanta ligereza como un ave surca el cielo. Pero era una ave con las alas cortadas, que la arremolinada corriente de un ciclón arrastraba sin remedio hacia una oscuridad teñida de sangre.

La terrible fuerza alisaba la superficie hasta hacerla parecer un cristal pintado. Un hueco y eterno rugido surgía de las negras profundidades e incluso las tormentosas nubes trazaban interminables círculos a su alrededor, como si toda la naturaleza estuviera aprisionada en el remolino, sujeta a una inminente destrucción.

Tanis se aferró a la barandilla con las manos doloridas a causa de la tensión. Contemplaba el torbellino sin miedo, sin angustia, tan sólo atenazado por un extraño entumecimiento. Ya nada importaba, la muerte se le antojaba rápida y acogedora.

Todos cuantos viajaban a bordo de aquel barco predestinado guardaban silencio, incapaces de abstraerse de los horrores que presentían. Se hallaban a cierta distancia del centro del remolino pues éste tenía varias millas de diámetro. Las aguas fluían veloces pero tranquilas, mientras a su alrededor el viento ululaba y la lluvia azotaba sus rostros. Pero no importaba, habían cesado de advertirlo. Lo único que veían, con los ojos desorbitados, era que pronto serían absorbidos por la amenazadora negrura.

Tan espantosa visión logró despertar a Berem de su perenne letargo. Pasado el primer impacto, Maquesta empezó a emitir enloquecidas órdenes que los hombres obedecían aturdidos, si bien todos sus esfuerzos resultaron vanos. Las velas enjarciadas contra el viento se desgarraron una tras otra y los cabos que antes las sujetaban lanzaron a los hombres al agua entre alaridos de pánico. Berem no conseguía virar el rumbo ni liberar la nave de las acuosas garras del océano. Koraf contribuyó con su fuerza a gobernar el timón, pero era como tratar de impedir que el mundo siguiera girando.

Berem abandonó y, con los hombros laxos, se sumió en la contemplación de las arremolinadas profundidades sin hacer caso de Maquesta ni del minotauro. Tanis leyó en su rostro una inexplicable serenidad, la misma que recordaba haber observado en Pax Tharkas cuando se dejó llevar de la mano de Eben hacia la mortífera cascada de granito: La verde joya de su pecho refulgía con una luz fantasmal en la que se reflejaba el tono sanguinolento del agua.

Tanis sintió que una mano poderosa se cerraba sobre su hombro, sacándolo de su espantado estupor.

—¡Tanis! ¿Dónde está Raistlin?

El semielfo dio media vuelta, y durante unos segundos miró a Caramon sin reconocerlo. Al fin susurró, con una mezcla de amargura e indiferencia.

—¿Qué importancia tiene? Déjale, al menos, elegir el lugar donde quiere morir.

—¡Tanis! —Caramon lo zarandeó para obligarle a recuperar la cordura—. ¡Tanis, escucha! Recuerda su magia y el Orbe de los Dragones, quizá pueda ayudamos...

—¡Por los dioses! ¡Caramon, tienes razón! —reaccionó al fin el semielfo.

Lanzó una rápida mirada a su alrededor, pero no vio rastro del mago y un escalofrío recorrió sus vísceras. Raistlin era capaz de ayudarles o de protegerse sólo a sí mismo. Aunque vagamente, Tanis evocó las palabras de Alhana, la princesa elfa, cuando les reveló que los Orbes habían sido dotados de un alto sentido de autoconservación por los hechiceros que los crearon.

—¡Busquémoslo abajo! —exclamó Tanis dando un salto hacia la escotilla, seguido por las contundentes pisadas de Caramon.

—¿Qué ocurre? —preguntó Riverwind desde la barandilla.

—Raistlin. El Orbe de los Dragones —explicó escuetamente el semielfo—. No vengas. Deja que lo intentemos Caramon y yo. Quédate aquí, con los otros.