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—¡Caramon! —gritó Tika, y se dispuso a alcanzarles. Pero Riverwind se apresuró a detenerla, de modo que la muchacha tuvo que conformarse con lanzar una anhelante mirada al guerrero y permanecer silenciosa, apoyada en la barandilla.

Caramon ni siquiera se percató, ocupado como estaba en tomar la delantera a Tanis y atravesar la escotilla a sorprendente velocidad teniendo en cuenta el tamaño de su cuerpo. Al bajar a trompicones la escalera que conducía al camarote de Maquesta, el semielfo vio que la puerta estaba abierta y se mecía sobre sus goznes al ritmo que marcaba la nave. Irrumpió en la estancia mas, de pronto, se detuvo en el mismo dintel, como si se hubiera tropezado contra un muro.

Raistlin se hallaba en el centro de la estrecha cabina. Había encendido una vela en un fanal adosado a los mamparos, cuya llama hacía brillar su rostro como una máscara metálica y sus ojos con un fuego de tintes áureos. Sostenía en sus manos el Orbe de los Dragones, el premio cobrado en Silvanesti. Tanis advirtió que había crecido, asemejándose ahora a una pelota infantil con millares de colores arremolinados en su interior. Mareado, apartó la vista.

Frente a Raistlin se erguía Caramon, con el rostro tan lívido como el semielfo lo había visto en el sueño de Silvanesti, cuando el cadáver del guerrero yacía a sus pies.

El mago tosió, apretándose el pecho con una mano. Tanis hizo ademán de acercarse, pero le detuvo la penetrante mirada del enigmático hechicero.

—¡Mantente alejado de mí! —le ordenó entre esputos que teñían sus labios de sangre.

—¿Qué haces?

—¡Huir de una muerte segura, semielfo! —respondió emitiendo una risa desabrida, una risa que Tanis sólo había oído dos veces en el curso de su aventura—. ¿Qué iba a hacer si no?

—¿Cómo? —siguió indagando. Sintió que una oleada de terror se apoderaba de su mente al escudriñar los áureos ojos de Raistlin y distinguir en dos en reflejo de la turbulenta luz del Orbe.

—Utilizando mi magia y la de este objeto encantado. Es muy sencillo, aunque quizá escape a tu escasa inteligencia. Sé que poseo el don de aprovechar la energía de mi materia corpórea y de mi espíritu fundidas en una sola. Me transformaré en energía pura o en luz, si te resulta más fácil representártelo de ese modo. Podré entonces viajar a través de la bóveda celeste como los rayos del sol, volviendo a este mundo físico cuándo y dónde quiera.

Tanis meneó la cabeza. Raistlin tenía razón, no acertaba a comprender el fenómeno que acababa de describir le. Sin embargo, renacieron sus esperanzas.

—¿Puede el Orbe hacer eso para salvamos? —inquirió.

—Es probable, pero no seguro —respondió el mago en un acceso de tos—. En cualquier caso, no correré ese riesgo. Sé que yo puedo escapar y, en cuanto a los otros, no me preocupan. Tú los has llevado a las fauces de una sangrienta muerte, semielfo, y a ti te corresponde rescatarlos.

La ira reemplazó al temor en el ánimo de Tanis.

—Al menos tu hermano... —empezó a decir.

—Nadie —le atajó encogiendo los ojos—. Retrocede.

Una furia demente y desesperada conmovió la mente de Tanis. Tenía que hacer entrar en razón a Raistlin, a cualquier precio.

Debían utilizar todos aquella extraña magia y salvarse así de la destrucción. Tanis poseía los suficientes conocimientos arcanos para comprender que el mago no se atrevía a invocar un hechizo, pues necesitaba toda su fuerza si pretendía controlar el Orbe de los Dragones. Dio un paso al frente, y al instante vio un centelleo argénteo en la mano del hechicero. Había surgido de la nada una pequeña daga de plata, oculta tras su muñeca y sujeta por una correa de cuero de hábil diseño. El semielfo intercambió con Raistlin una mirada en la que ambos medían su poder.

—De acuerdo —dijo al fin Tanis, respirando hondo—. Estás dispuesto a matarme sin pensarlo dos veces. Pero no lastimarás a tu hermano. ¡Caramon, impide que realice sus propósitos!

El guerrero avanzó hacia su gemelo, que enarboló la daga de plata en actitud amenazadora.

—No lo hagas —advirtió con voz queda—. No te acerques.

Caramon titubeó.

—¡Adelante, Caramon! —ordenó Tanis investido de una gran firmeza—. No te hará daño.

—Cuéntaselo, hermano —susurró Raistlin sin apartar los ojos del guerrero. Los relojes de arena de sus pupilas se dilataron, a la vez que su dorada luz oscilaba como un ominoso presagio—. Cuéntale a Tanis lo que soy capaz de hacer. Lo recuerdas muy bien, y también yo. La imagen se aviva en nuestra mente cada vez que cruzamos una mirada, ¿no es cierto?

—¿De qué habla? —intentó averiguar Tanis que apenas había escuchado las palabras de Raistlin porque estaba pensando en cómo podría distraerlo y saltar sobre él...

—Las Torres de la Alta Hechicería —farfulló Caramon palideciendo—. Pero se nos prohibió revelarlo. Par-Salian dijo...

—Eso no importa ahora —le interrumpió el mago con voz desgarrada—. No hay nada que pueda hacerme Par-Salian. Una vez posea lo que me fue prometido, ni siquiera el gran Maestro tendrá poder para enfrentarse a mí. Pero ése no es asunto tuyo.

También Raistlin respiró hondo, antes de empezar a hablar con la mirada prendida de su gemelo. Sin prestarle atención Tanis se fue acercando, consciente tan sólo de un agudo pálpito en su garganta. Un movimiento rápido y el frágil mago caería... De pronto el semielfo se sintió atrapado por la voz de Raistlin, obligado a detenerse y escuchar como si las ondas sonoras hubieran tejido a su alrededor una invisible telaraña.

—La última Prueba en la Torre de Alta Hechicería, Tanis, tenía por objeto enfrentarme conmigo mismo. Y fracasé. Le maté, Tanis, maté a mi propio hermano —su voz sonaba serena—, o al menos a la criatura que le suplantaba. —El mago se encogió de hombros, y prosiguió— En realidad se trataba de una ilusión creada para mostrarme los más ocultos recovecos de mi odio y mis celos. Pretendían de ese modo purgar mi alma de sus tinieblas, si bien lo único que aprendí fue que no sabía controlarme. De todas formas, como aquello no formaba parte de la auténtica Prueba, mi fracaso no contó en mi contra... salvo para una persona.

—¡Vi cómo me mataba! —exclamó Caramon desfigurado por el horror—. Hicieron que contemplara la escena para que le comprendiera mejor. —El hombretón hundió el rostro entre las manos, mientras un estremecimiento convulsionaba su cuerpo—. ¡Y a fe mía que lo comprendo! —sollozó—. Comprendí entonces y siempre lo lamentaré. No te vayas sin mí, Raist. Eres débil, ¡me necesitas!

—Ya no, Caramon —repuso el mago entre suspiros—. En este viaje de nada has de servirme!

Tanis les observaba a ambos contraído por el pavor. No podía creerlo, ni siquiera de Raistlin.

—¡Caramon, detenle! —insistió ásperamente.

—No le ordenes que se me acerque, Tanis —le advirtió el hechicero con voz suave, como si leyera los pensamientos del semielfo—. Te aseguro que soy capaz de hacerlo. Lo que he anhelado toda mi vida se encuentra a mi alcance, y no permitiré que nadie me impida conseguirlo. Fíjate en el rostro de Caramon. ¡El también lo sabe! Le maté una vez, puedo hacerla de nuevo. Adiós, hermano.

El mago sujetó con ambas manos el Orbe de los Dragones y lo alzó hacia la luz de la llameante vela. Los colores se arremolinaban en su interior, emitiendo flamígeros destellos. Una poderosa aureola rodeó la figura de Raistlin.

Luchando para desechar su miedo, Tanis tensó el cuerpo en un último y desesperado intento de detener a Raistlin. Pero no logró moverse. Oyó cómo el hechicero entonaba unas extrañas palabras, en el instante mismo en que aquella refulgente y abrumadora luz asumía un intenso brillo que pareció traspasar su cerebro. Se cubrió los ojos con la mano pero el resplandor le abrasaba la carne y agostaba su mente, causándole un dolor insoportable. Tropezó contra el dintel de la puerta, y un agónico grito de Caramon resonó a su lado antes de que el cuerpo de su fornido amigo se desplomara con un ruido sordo.