La puerta se abrió con un crujido, pero Astinus no alzó la cabeza. No solía ser molestado cuando se hallaba inmerso en su trabajo. El historiador podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que eso había sucedido. Una de ellas fue durante el Cataclismo. Recordó que aquel hecho había roto su concentración, obligándole a verter unas gotas de tinta que habían arruinado una página.
Se abrió pues la puerta y una sombra oscureció su escritorio. Pero no se oyó ningún sonido, pese a que el cuerpo que proyectaba aquella sombra tomó aliento como si se dispusiera a hablar. Osciló el negro contorno, reflejando la turbación del intruso por la crasa ofensa cometida.
Es Bertrem, anotó Astinus, como anotaba todo cuando ocurría en su afán de almacenar cualquier información en los compartimentos de su mente para utilizarla en el futuro.
En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el29, Bertrem ha entrado en mi estudio.
La pluma prosiguió su irrefrenable avance sobre el pergamino. Al llegar al final de una página, Astinus la elevó suavemente y la depositó sobre otras similares que yacían apiladas en el extremo de su escritorio. Más tarde, cuando se retirase a descansar una vez concluida su tarea, los Estetas penetrarían en el estudio con la misma devoción con que un clérigo oraría en un templo y recogerían los rollos extendidos para transportarlos a la gran biblioteca. Ya en esta estancia los diferentes frutos de su firme puño serían ordenados, clasificados y archivados en los gigantescos volúmenes titulados Crónicas, la Historia de Krynn, obra todos ellos de Astinus de Palanthas.
—Maestro —dijo Bertrem con voz temblorosa. En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 30, Bertrem ha hablado —escribió Astinus en el texto.
—Lamento molestaros, Maestro —continuó Bertrem casi en un susurro—, pero hay un joven moribundo en vuestro umbral.
En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 29, un joven ha muerto en nuestro umbral.
—Entérate de su nombre —ordenó el cronista sin levantar la vista ni detenerse en su labor—, para que pueda registrarlo. Asegúrate de la ortografía y averigua también su procedencia y su edad, si no es demasiado tarde.
—Conozco su nombre, Maestro. Se llama Raistlin, y viene de la ciudad de Solace, en la región de Abanasinia.
En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el28, ha muerto Raistlin de Solace.
De pronto Astinus dejó de escribir y alzó la cabeza. —¿Raistlin de Solace?
—Sí, Maestro —confirmó Bertrem, inclinándose en una reverencia. Era la primera vez que Astinus lo miraba a los ojos, pese a que había formado parte de la Orden de los, Estetas que vivía en la gran biblioteca desde hacía varias décadas—. ¿Le conocéis, Maestro? Ha solicitado permiso para veros, por eso me he tomado la libertad de interrumpiros.
—Raistlin...
Una gota de tinta se derramó sobre el papel.
— ¿Dónde está?
—En la escalera, Maestro, donde lo encontramos. Pensamos que quizá podría ayudarle una de esas criaturas que, según el rumor, tienen el don de la curación y adoran a la diosa Mishakal.
El historiador contempló la negra mancha con fastidio, y se apresuró a esparcir sobre el pergamino un puñado de fina arena para secarla antes de que emborronase las páginas que luego depositaría sobre ella. Bajando de nuevo la mirada, Astinus reanudó su trabajo.
—Ningún ser dotado con poderes curativos es capaz de sanar la enfermedad que lo aqueja —comentó el historiador con una voz que parecía provenir de los albores de Tiempo—. Pero entrad su maltrecho cuerpo y acomodadlo en una habitación.
—¡Introducirlo en la biblioteca! —exclamó Bertrem perplejo—. Maestro, nunca han sido admitidos aquí más que los miembros de nuestra Orden...
—Le veré, si tengo tiempo, cuando concluya mi jornada —continuó Astinus como si no hubiera oído las palabras del Esteta—. Si todavía vive.
La pluma surcó del papel con su proverbial celeridad.
—Sí, Maestro —farfulló Bertrem y, dando media vuelta, abandonó la estancia.
Tras cerrar la puerta del estudio el Esteta atravesó a toda prisa los fríos y silenciosos pasillos marmóreos de la antigua biblioteca, desorbitados sus ojos por la sorpresa. Su gruesa y pesada túnica barría el suelo a su paso mientras su rapada cabeza brillaba con el sudor de la carrera, poco acostumbrada a realizar tan extenuantes esfuerzos. Sus compañeros de Orden lo observaron atónitos cuando irrumpió en la entrada de la biblioteca. Una rápida mirada a través de la cristalera de la puerta le reveló que el cuerpo del joven seguía tendido en la escalera.
—He recibido órdenes de llevarlo al interior —anunció Bertrem a los otros—. Astinus verá al mago esta noche, si todavía vive.
Los Estetas, mudos de asombro, se observaron unos a otros. Todos se preguntaban qué auguraba semejante acontecimiento.
«Me estoy muriendo.»
El reconocimiento de este hecho le llenaba de amargura. Acostado en un lecho en el interior de la fría y blanca celda que le habían asignado los Estetas, Raistlin maldijo la fragilidad de su cuerpo, maldijo las Pruebas que lo habían menoscabado, y maldijo a los dioses que le habían infligido tal castigo. Lanzó imprecaciones hasta que se le agotaron las palabras y se sintió tan exhausto que no podía ni siquiera pensar, para luego inmovilizarse bajo las blancas sábanas de lino que se le antojaban mortajas mientras sentía como el corazón se agitaba en su pecho cual una ave enjaulada.
Por segunda vez en su vida, Raistlin estaba solo y asustado. Sólo en una ocasión vivió en el aislamiento: en los tres atormentadores días durante los cuales se prolongó su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. ¿Había estado solo entonces? No lo creía así, aunque sus recuerdos eran borrosos. La voz, aquella voz que le hablaba en determinados momentos y que no logró identificar pese a saber ...Siempre había relacionado la voz con la Torre. Le había ayudado en aquellas jornadas de angustia, y también más tarde. Gracias a ella había sobrevivido a su dura experiencia.
Pero sabía que ahora no sobreviviría. La transformación mágica que había sufrido debilitó demasiado su frágil organismo. Había vencido, pero ¡a qué precio!
Los Estetas lo encontraron arrebujado en su túnica roja vomitando sangre sobre la escalinata. Había logrado pronunciar el nombre de Astinus y el suyo propio cuando se lo preguntaron, para al instante perder el conocimiento. Al despertar estaba en aquella gélida y angosta celda conventual, y no tardó en comprender su condición de moribundo. Le había exigido a su cuerpo más de lo que podía dar. El Orbe de los Dragones lo había salvado, pero no poseía fuerza suficiente para invocar su magia. Las frases que debía pronunciar a fin de avivar su encantamiento se habían evaporado de su recuerdo.
«De todos modos estoy demasiado débil para controlar su tremendo poder comprendió—. Si adivinara tan sólo, que he perdido mi fuerza me devoraría.»
Se le ofrecía una única alternativa: los libros de la gran biblioteca. El Orbe de los Dragones le había prometido que aquellos volúmenes encerraban los secretos de los antiguos hechiceros, magos poderosos sin parangón en el nuevo mundo de Krynn. Quizá hallaría los medios para alargar su vida. ¡Tenía que hablar con Astinus! Era imprescindible que el historiador le concediera el acceso a la gran biblioteca, tal como había vociferado frente a los complacientes Estetas. Pero ellos se habían limitado a asentir en silencio.
—Astinus te recibirá —le anunciaron al fin— esta tarde, si tiene tiempo.
«¡Si tiene tiempo!», se repetía Raistlin presa de una incontrolable ira. ¡Era él quien no lo tenía! Sentía como la arena de su vida se escabullía entre sus dedos y, por mucho que intentara detenerla, sabía que no lo conseguiría.