Contemplándolo con inmensa compasión, impotentes para ayudarle, los Estetas le sirvieron comida. Pero Raistlin no podía engullir ni siquiera las amargas hierbas medicinales que aliviaban su tos. Enfurecido, expulsó de su lado a aquellos necios y se recostó sobre su dura almohada para observar el desplazamiento de la luz solar por la celda. Haciendo un denodado esfuerzo que le permitiera retener la vida, el mago se exhortó a descansar a sabiendas de que su ira febril acabaría de consumirlo. Su pensamiento voló entonces hacia su hermano.
Tras cerrar sus agotados párpados, Raistlin imaginó a Caramon sentado junto a él. Casi podía sentir sus brazos en tomo a su talle, levantándolo para que respirara con más facilidad. Incluso olía los familiares efluvios del hombretón, mezcla de sudor, acero y piel curtida. Caramon lo cuidaría, impediría su muerte...
«No. Caramon está muerto. Todos han muerto, hatajo de idiotas. Debo apoyarme en mis propias fuerzas», pensó Raistlin en una inquietante ensoñación. Advirtió en ese instante que estaba a punto de desmayarse y luchó desesperadamente con la vehemencia que adopta el vencido. Haciendo un supremo esfuerzo, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica. Sus dedos acariciaron el Orbe de los Dragones, reducido ahora al tamaño de una canica, unos segundos antes de sumirse en la penumbra.
Lo despertaron unos ecos de voces y la sensación de que había alguien con él en la celda. Tras librar una ardua batalla para abrirse paso entre las densas capas de oscuridad, Raistlin asomó a la superficie de su conciencia y abrió los ojos.
Había caído la tarde. La luz rojiza de Lunitari se filtraba a través de la ventana, formando una ondulante mancha de sangre en el muro. Una vela ardía junto al lecho y, bajo su luz, vio dos hombres inclinados sobre él. Reconoció al más próximo como el Esteta que lo había descubierto. Pero ¿quién era el otro? Su rostro se le antojaba familiar.
—Ya despierta, Maestro —anunció el Esteta.
—Eso parece —corroboró, imperturbable, el interpelado. Se acercó al joven mago para examinar su rostro y esbozó una sonrisa de asentimiento, como si hubiera llegado alguien a quien aguardaba desde hacía tiempo. Su expresión era lo bastante peculiar para no pasar desapercibida ni a Raistlin ni al Esteta.
—Soy Astinus —se presentó—. Y tú eres Raistlin de Solace.
—En efecto —acertó a responder el mago formando las palabras con sus labios más que pronunciándolas. Al alzar la mirada hacia el cronista su ira renació, pues no pudo por menos que recordar el comentario insensible que había hecho al ser informado de su presencia: «Le veré, si tengo tiempo». Cuando posó los ojos en los de aquel hombre, un frío paralizador recorrió sus venas. Nunca antes había visto un semblante tan indiferente, tan desprovisto de emociones y pasiones humanas. Ni siquiera el tiempo se había atrevido a surcarlo.
Casi sin resuello, el mago se incorporó ayudado por el Esteta para observar mejor a Astinus.
Al advertir la reacción de Raistlin, el cronista comentó: —Me miras de un modo extraño, joven hechicero. ¿Qué ven esos relojes de arena que tienes por ojos?
—Veo a un hombre... inmortal. —Raistlin sólo lograba hablar entre dolorosos jadeos.
—Por supuesto. ¿Qué esperabas?—bromeó el Esteta, acomodando con suavidad al moribundo contra la almohada de su lecho—. El Maestro estaba aquí para atestiguar el nacimiento del primer habitante de Krynn, y seguirá en su puesto hasta haber dejado constancia del fin del último. Así nos lo enseña Gilean, dios del Gran Libro.
—¿Es eso cierto? —susurró Raistlin.
—Mi historia personal no tiene la menor importancia comparada con el devenir del mundo —respondió Astinus encogiéndose de hombros—. y ahora habla, Raistlin de Solace. ¿Qué quieres de mí? Estoy pasando por alto información que llenaría volúmenes enteros mientras pierdo el tiempo en esta fútil cháchara.
—Quiero pedirte... suplicarte un favor. —Las palabras parecían ser arrancadas de las entrañas del mago, pues brotaban entre esputos sanguinolentos—. Mi vida se mide por horas. Permite que la pase sumido en el estudio... en la gran biblioteca.
Bertrem chasqueó la lengua contra el paladar, perplejo ante semejante osadía. Lanzando una temerosa mirada a Astinus, el Esteta esperó la severa negativa que, estaba seguro, haría que la frágil piel del joven se desprendiera a tiras de sus huesos.
Transcurrieron unos inacabables minutos de silencio, roto tan sólo por la fatigosa respiración de Raistlin. El rostro de Astinus permaneció imperturbable cuando declaró con su habitual frialdad:
—Haz lo que desees.
Ignorando la atónita expresión de Bertrem, Astinus dio media vuelta y empezó a alejarse en pos de la puerta.
—Aguarda —exclamó Raistlin en un esfuerzo sobrehumano. Su áspero ruego hizo que el cronista se detuviera para que el mago, extendiendo una trémula mano, añadiese—: Me has preguntado qué veía al mirarte, y ahora quiero que respondas tú a esa misma pregunta. He percibido la expresión de tu rostro cuando te has inclinado sobre mí. ¡Me has reconocido! Sabes quién soy, y necesito que me lo reveles. ¿Qué ves en mis ojos?
Astinus giró la cabeza y exhibió una faz tan gélida, anodina e inconmovible como el mármol.
—Has afirmado ver a un hombre inmortal —dijo el historiador con voz queda y, tras un instante de vacilación, se encogió de hombros y concluyó—: Yo veo a un moribundo.
Pronunciadas estas palabras, volvió a girarse y abandonó la estancia.
«Se da por supuesto que tú, que sostienes este Libro en tus manos, has superado con éxito las Pruebas en una de las Torres de la Alta Hechicería y que has demostrado tu habilidad para ejercer control sobre un Orbe de los Dragones u otro Artefacto Mágico reconocido (véase Apéndice C), además de haber invocado con probada capacidad los Hechizos aprendidos...»
—Sí, sí —farfulló Raistlin descifrando apresuradamente las runas que se desplazaban como arañas por la página. Tras leer con impaciencia la lista de encantamientos, llegó al fin a la conclusión.
«Cumplidas estas exigencias con plena satisfacción de tus maestros, sometemos a tu estudio este Libro de Hechicería. Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»
Con un inarticulado grito de cólera, Raistlin apartó a un lado el volumen encuadernado en azul cobalto y surcado de runas argenteas. Su mano temblaba cuando la alargó en pos del siguiente libro de idénticas características que yacía en la enorme pila formada por él mismo. Un acceso de tos le obligó a detenerse y, al luchar con denuedo para recobrar el aliento, temió no poder seguir adelante.
El dolor se hacía insufrible, hasta tal punto que en ocasiones deseaba hundirse en el olvido y atajar así la tortura.. con la que tenía que convivir un día tras otro. Débil y mareado, reclinó la cabeza sobre el escritorio para que reposara entre sus brazos. Descanso, dulce e indoloro descanso. Se dibujó en su mente la imagen de Caramon erguido en la vida de ultratumba, aguardando a su enteco hermano. Raistlin vio la mirada triste y leal de su gemelo, sintió su compasión.
El mago lanzó un jadeante suspiro que le dio fuerzas para, incorporarse. —«Encontrarme con Caramon! Estoy empezando a perder la cabeza. ¡Qué absurdo!», —se mofó de si mismo.
Humedeciendo con agua sus labios teñidos de sangre, el mago asió el siguiente libro de hechizos encuadernado también en azul cobalto y lo atrajo hacia su persona. Sus runas plateadas destellaron bajo la luz de las velas y vio que su cubierta, gélida al tacto, era idéntica a la de todos los otros ejemplares que se hallaban amontonados a su alrededor. También era igual a la del tomo arcano que ya obraba en su poder, el libro que se sabía de memoria y que perteneciera al mejor hechicero de todos los tiempos: Fistandantilus.
Sin poder contener el temblor de sus manos, Raistlin abrió la cubierta. Sus febriles ojos devoraron la página donde figuraban las consabidas exigencias: tan sólo los magos, que habían alcanzado un alto grado en la Orden estaban dotados de la experiencia y control necesarios para estudiar los encantamientos contenidos en su interior. Aquéllos que intentaran leerlos sin poseer estos conocimientos no verían sino indescifrables garabatos.