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El debilitado mago respondía a todas las condiciones requeridas. Sin duda era el único hechicero de Túnica Roja e incluso Blanca de Krynn, con la posible excepción de Par-Salian. No obstante, al estudiar la escritura encerrada en el volumen no vio más que un confuso amasijo de símbolos.

«Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Raistlin emitió un alarido, un desgarrado lamento que fue interrumpido por un débil sollozo. Presa de la ira y la frustración se arrojó sobre la mesa, esparciendo los libros por el suelo, antes de lacerar el aire con sus manos y gritar de nuevo. La magia, que su fragilidad le había impedido invocar, surgió ahora envuelta en cólera.

Los Estetas, que en aquel momento pasaban junto a la puerta de la gran biblioteca, intercambiaron miradas de desconcierto al oír tan espantosas voces. Percibieron entonces otro ruido, una crepitación sucedida por un fragor de trueno. Se detuvieron, alarmados, sin osar moverse hasta que uno más resuelto accionó el picaporte. Fue inútil, Raistlin había cerrado con pestillo. Otro señaló el suelo y todos retrocedieron cuando vislumbraron una fantasmagórica luz que centelleaba a través del dintel. Surgió de la biblioteca un intenso olor a azufre, que sólo dispersó una ráfaga de viento que pareció partir la puerta en dos, dada la fuerza con la que zarandeó. De nuevo oyeron los Estetas aquel alarido de furia, y se alejaron de forma precipitada por el marmóreo corredor en busca de Astinus.

Astinus acudió presto a la llamada de angustia de los Estetas, para encontrar la puerta de la gran biblioteca atrancada mediante la magia. No le sorprendió esta circunstancia y, lanzando un suspiro de resignación, extrajo un opúsculo del bolsillo de su túnica, se sentó en una silla y empezó a hacer anotaciones con su ágil y clara escritura. Los demás se arracimaron a su alrededor, espantados por los extraños sonidos que surgían de la cerrada estancia.

La inexplicable tormenta seguía atronando, presta a socavar los cimientos de la biblioteca. La luz destellaba en el contorno de la puerta con tal frecuencia que podría haber sido de día en la sala en lugar de ser la más negra hora nocturna. El ululante aullido de un vendaval se confundía con los vociferantes gritos del mago, orlados por una retahíla de golpes secos pero contundentes, así como por los crujidos de fajos enteros de papel que parecían arremolinarse en una tempestad sin nombre. Las lenguas de fuego lamían la crepitante madera de la puerta.

—¡Maestro! —exclamó aterrorizado uno de los Estetas, señalando las llamas—. ¡Está destruyendo los libros!

Astinus meneó la cabeza, mas no cejó en su tarea.

Sobrevino, de pronto, el silencio, al mismo tiempo que la luz, que se escapaba a través del quicio, se extinguía como engullida por la oscuridad. Los Estetas se acercaron a la puerta en actitud vacilante, aplicando el oído. Ningún ruido brotaba del interior de la biblioteca, salvo un quedo murmullo. Bertrem colocó la mano en el picaporte, que cedió a su ligera presión.

—Maestro, la puerta se abre —anunció.

Astinus se levantó y ordenó a los Estetas:

—Volved a vuestros estudios, no hay nada que podáis hacer aquí.

Con una muda inclinación de cabeza los monjes lanzaron a la aún oculta estancia una última e inquieta mirada, y desaparecieron por el resonante pasillo dejando solo al cronista. Éste aguardó unos instantes hasta asegurarse de que se habían ido, y abrió la puerta de la gran biblioteca.

Los plateados y rojizos rayos lunares se vertían por los ventanucos, sin acertar a iluminar las ordenadas estanterías que contenían millares de libros encuadernados ni los nichos abiertos en los muros donde se apilaban valiosos pergaminos. Su brillo se concentraba en una mesa, cuya superficie yacía enterrada bajo un montículo de papeles. Una agotada vela ardía en el centro de la tabla, junto a un volumen azul cobalto que recibía en sus páginas de color marfil el influjo de las lunas. Otros tomos similares se hallaban esparcidos por el suelo.

Astinus frunció el ceño al estudiar su entorno. Unas franjas negras festoneaban los muros, mientras que el olor a azufre y fuego conservaba aún toda su intensidad en los fragmentos de papel que revoloteaban por el aire, cayendo cual hojas muertas en una tormenta otoñal sobre un cuerpo postrado e inmóvil.

Una vez hubo entrado en la estancia, el cronista cerró la puerta con pestillo antes de acercarse a la inerte figura sorteando los pergaminos que yacían diseminados por todos los rincones. Nada dijo, ni tampoco se encorvó para ayudar al joven mago. Se detuvo junto a él y lo contempló en actitud reflexiva.

A pesar de su cautela, la túnica de Astinus rozó la metálica mano que Raistlin tenía extendida. Al sentir su contacto el mago levantó la cabeza, y contempló al cronista con los ojos empañados por la oscura sombra de la muerte.

—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Astinus, clavando en su maltrecho oponente una fría mirada.

—¡La Clave! —exclamó Raistlin entreabriendo sus blanquecinos labios manchados de sangre—. Se ha perdido en el tiempo. ¡Necios! —Cerró su ganchuda mano, avivada tan sólo por el fuego de la ira—. ¡Era tan sencilla que todo el mundo la conocía, y nadie se molestó en registrarla! La Clave que necesito... ¡perdida!

—Al parecer ha concluido tu viaje, mi viejo amigo —declaró Astinus sin compasión.

Raistlin despedía por sus ojos dorados un febril destello cuando preguntó:

—¿Quién soy? ¡Sé que me conoces!

—Eso ahora carece ya de importancia —repuso el cronista y, dando media vuelta, se dispuso a abandonar la biblioteca.

Resonó un penetrante alarido tras él, en el mismo instante, en que una mano lo agarraba por la túnica y lo obligaba a detenerse.

—No me vuelvas la espalda como se la has vuelto al mundo —le recriminó Raistlin.

—Volver la espalda al mundo —repitió el historiador con lentitud, inclinando la cabeza para enfrentarse al mago—. ¡Volver la espalda al mundo! —Raras eran las ocasiones en que alguna emoción traspasaba la helada superficie de la voz de Astinus, pero en aquel momento la cólera fustigó la plácida calma de su espíritu como una piedra lanzada a las aguas dormidas.

—¿Volver yo la espalda al mundo? —Las palabras del cronista se difundieron por la biblioteca con un fragor tan poderoso como el que antes emanara del trueno —. ¡Yo soy el mundo, como bien sabes! ¡He nacido innumerables veces, y he afrontado otras tantas muertes! Cada lágrima derramada ha sido un torrente brotado de mis ojos. Cada gota de sangre que ha manchado la tierra ha secado mis venas. Cada agonía, cada dicha sentidas han sido compartidas por mi alma, han formado parte de mí.

«Me siento con la mano apoyada en la trayectoria del tiempo, la trayectoria que creaste para mí, viejo amigo, y viajo a los confines de este mundo para perpetuar su historia. He cometido las más abyectas felonías, he hecho los más nobles sacrificios. Soy humano, elfo y ogro. En mí se confunden y disocian lo masculino y lo femenino. He engendrado hijos, los mismos que después he matado. Te vi como eras, y veo ahora en qué te has convertido. Si parezco frío e insensible es porque no existe otro medio para sobrevivir sin perder la cordura. Vierto mi pasión en mis escritos. Quienes leen mis libros saben qué significa haber vivido en todo minuto, en todo cuerpo, que haya recorrido el mundo.»

Raistlin soltó los ropajes del historiador y se desplomó sobre el suelo, víctima de una debilidad que se acrecentaba por momentos. Únicamente podía aferrarse a las palabras a Astinus, pese a sentir la fría garra de la muerte cerrada en torno a su corazón. «Debo vivir un instante más. Lunitari, concédeme ese fugaz segundo» —suplicaba al espíritu de la luna de la que los magos de Túnica Roja extraían su poder. Sabía que estaba a punto de pronunciarse una frase, una frase capaz de salvarle. Tenía que resistir.