Los ojos de Astinus centellearon al mirar al moribundo. Las palabras que le había espetado habían permanecido ocultas en sus entrañas durante tantos siglos que había perdido la cuenta.
—En el último día, el perfecto —añadió el cronista con voz trémula—, se reunirán los tres dioses: Paladine, el Radiante, Takhisis, la Reina de la Oscuridad y Gilean, Señor, de la Neutralidad. Cada uno sostendrá en su mano la Clave del Conocimiento, y la depositará junto a las otras dos sobre el gran Altar donde también se hallarán mis libros, donde se narra la historia de cada uno de los seres que han poblado Krynn a través del tiempo. Será entonces cuando, al fin, el mundo estará completo.
Astinus se interrumpió consternado, consciente de lo que había dicho, de lo que había hecho. Pero los ojos de Raistlin ya no le veían. Habíanse dilatado los relojes de arena de sus pupilas, y los tonos áureos que los rodeaban refulgían como llamas.
—¡La Clave! —susurró el mago exultante—. ¡La he hallado, la conozco!
Tan débil que apenas podía moverse, Raistlin introdujo la mano en la inefable bolsa que pendía de su cinto y sacó a la luz el empequeñecido Orbe de los Dragones. Sosteniendo el mágico objeto en su mano, el hechicero lo contempló con unos ojos que perdían viveza a cada instante.
—Sé quién eres —farfulló Raistlin con el entrecortado acento de un moribundo—. Ahora te conozco y te suplico que acudas en mi ayuda, como hiciste en la Torre y en Silvanesti. Nuestro trato ha sido zanjado. ¡Sálvame y también tú te salvarás!
El mago se derrumbó. Su cabeza poblada de largos mechones argénteos quedó apoyada en el suelo cuando entornó los párpados, privando a sus ojos de su malhadada visión. La mano que sujetaba Orbe adquirió una inerte flaccidez pero no así los dedos, que continuaron aferrados al enigmático objeto con una fuerza superior a la muerte.
Convertido en poco más que un amasijo de huesos cubiertos por una túnica de tintes sanguinolentos, Raistlin yacía inmóvil entre los papeles aún amontonados en la hechizada biblioteca.
Astinus observó el enjuto cuerpo durante unos momentos, bañado como estaba en la deslumbrante y purpúrea luz de las dos lunas. Abandonó acto seguido la silenciosa estancia, inclinada la cabeza y cuidando de atrancar la puerta con manos inseguras.
De nuevo en su estudio, el historiador permaneció largas horas sentado con la mirada absorta en la negrura.
6
Palanthas.
—¡Insisto en que era Raistlin!
—Y yo insisto en que si vuelves a contarme una sola de tus historias sobre elefantes lanudos, anillos transportadores o plantas que viven en el aire enroscaré este jupak en torno a tu cuello —le espetó Flint encolerizado.
—Tus amenazas no impiden que fuera Raistlin a quien vi —replicó Tasslehoff, aunque con un hilo de voz, mientras caminaba por las anchas y resplandecientes avenidas de la bella ciudad de Palanthas. El kender sabía por experiencia hasta qué punto podía jugar con la paciencia del enano, y el margen que daba Flint a la irritación era muy escaso en los últimos días.
—Y no vayas a molestar a Laurana con tus absurdas patrañas —advirtió Flint, adivinando las intenciones de Tas—. Ya tiene suficientes problemas.
—Pero...
El enano se detuvo y lanzó una sombría mirada al kender bajo la visera que proyectaban sus frondosas y encanecidas cejas.
—¿Lo prometes?
—De acuerdo —se resignó el interpelado.
No le habría costado hacerlo de no tener la total certeza de que había visto a Raistlin. Flint y él pasaban junto a la escalinata de la gran biblioteca de Palanthas cuando su penetrante mirada se posó en un grupo de monjes que se habían arracimado en tomo a una figura postrada. Aprovechando que Flint se detuvo unos instantes para admirar un delicado relieve de factura enanil que decoraba el friso de un edificio cercano, el kender se apresuró a subir los primeros peldaños resuelto a averiguar qué sucedía.
Espió perplejo, cómo un hombre idéntico a Raistlin, con su misma tez metálica de dorados destellos y una túnica roja, era transportado sin conocimiento al interior de la biblioteca. Pero en el tiempo que tardó en volver junto a Flint, agarrarlo por el brazo y tirar de él hasta el pórtico del edificio, el grupo desapareció.
El excitado kender trepó los peldaños de dos en dos y aporreó la puerta, exigiendo ser admitido. Sin embargo, el Esteta que acudió a su llamada pareció aterrorizarse tanto ante la idea de que un kender entrase en la gran biblioteca que el enano, escandalizado, lo llevó hasta la calle a empellones sin dar oportunidad a que el monje abriera la boca.
Dado que las promesas eran un concepto nebuloso para un kender, Tas meditó sobre la posibilidad de revelar a Laurana su descubrimiento, mas cuando pensó en el semblante, que había presentado en los últimos tiempos la muchacha elfa, demacrado y contraído a causa del sufrimiento, la preocupación y la falta de sueño, el bondadoso kender decidió que Flint tenía razón. Si se trataba de Raistlin lo más probable era que se hallara en la ciudad para resolver asuntos secretos y no acogiera su espontánea iniciativa con muy buenos ojos. No obstante...
Lanzando un suspiro el kender reanudó la marcha, propinando puntapiés a los objetos con los que se tropezaba y contemplando la urbe una vez más. Palanthas bien merecía una visita detallada, incluso en la Era del Poder había sido ensalzada por su belleza y gracia. No existía en todo Krynn ninguna otra ciudad que pudiera comparársele, al menos para una mentalidad humana. Construida en un diseño circular como el de una rueda, su centro era, literalmente, un cubo. Todos los edificios oficiales se hallaban distribuidos en tomo a la plaza, realzados con escalinatas y columnas que resultaban sobrecogedoras por su grandiosidad y elegancia. De la circunferencia central una serie de espaciosas avenidas partían en las direcciones de los ochos puntos de la brújula. Pavimentadas con piedras de perfecto ajuste, obra, por supuesto, de los enanos, y flanqueadas por árboles cuyas hojas conservaban sus áureos tintes a lo largo de todo el año, estas avenidas conducían al puerto en la parte norte y a las siete puertas de la Muralla de la Ciudad Vieja.
Incluso estas puertas eran obras maestras de arquitectura, guardada cada una de ellas por minaretes gemelos que se alzaban hasta alturas superiores a los trescientos pies. La muralla, por su parte, estaba labrada en intrincados diseños en los que se representaba la historia de Palanthas durante la Era de los Sueños. Pasado el muro se desplegaba la ciudad nueva. Ésta estaba concebida de tal modo que constituía una prolongación del modelo original, ya que partía de la antigua según un idéntico patrón circular y con las mismas avenidas flanqueadas por hileras de árboles. No obstante, en un detalle se rompía la simetría: ninguna muralla cercaba la zona nueva. Los habitantes eran adversos a las particiones que rompían el plano original, y no se alzaban nuevos edificios en ninguna de las dos mitades sin antes consultar las leyes de la armonía, tanto en el interior como en las zonas más apartadas del centro. La silueta de Palanthas sobre el horizonte crepuscular ofrecía una imagen tan embrujadora como la ciudad misma... con una excepción.
Interrumpió las cavilaciones de Tas una palmada en la espalda. Era Flint quien tan toscamente lo devolvía a la realidad.
—¿ Qué ocurre? —preguntó el kender, plantándose frente al enano.
—Me gustaría saber dónde estamos —apuntó Flint con voz desabrida, poniendo los brazos en jarras.
—Estamos... —Tas examinó su entorno—. Veamos, creo que nos encontramos... pero quizá me equivoque—. Clavó en Flint una gélida mirada—. ¿Cómo has permitido que nos perdiéramos?