Выбрать главу

—No me acuses a mí, tú eres el guía. Eres tú quien lee los mapas, tú el kender que conoce esta ciudad como la palma de su mano.

—Pero ahora estaba pensando —declaró Tas en actitud jactanciosa.

—¿En qué, mi filosófico amigo?

—En graves cuestiones que no entenderías.

—¡No me digas! Pero será mejor que lo dejemos —gruñó el hombrecillo mientras procedía a escudriñar la calle en ambos sentidos. No le gustaba el cariz que tomaba su aventura.

—Todo esto es muy extraño —anunció Tas con tono alegre, parafraseando las meditaciones del enano—. La calle que hemos enfilado parece hallarse vacía, en abierto contraste con las otras avenidas de Palanthas. —Mientras hablaba, contempló con cierto desasosiego las hileras de silenciosos edificios—. Me pregunto...

—No —interrumpió Flint—. Me niego rotundamente. Volveremos por donde hemos venido.

—¡Oh, vamos! —protestó Tas sin cesar de adentrarse en la desierta calzada—. Sólo unos metros para reconocer el terreno. Recuerda que Laurana nos recomendó examinarlo todo, inspeccionar las forn... forte... ¿como diablos se llaman?

—Fortificaciones —corrigió Flint, siguiendo al kender con paso reticente—. Pero aquí no las hay botarate. ¡Estamos en el centro de la ciudad! Laurana se refería a las murallas que la rodean.

—No he visto ningún muro delimitando Palanthas —dijo Tas con aire triunfante—. En cualquier caso, no en la parte nueva. Además, si esto es el centro no me explico por qué está desierto. Creo que deberíamos averiguarlo.

Flint lanzó un resoplido. Las palabras del kender empezaban a tener sentido, circunstancia que hizo que el enano menease la cabeza mientras se preguntaba si no serían víctimas de un espejismo causado por el exceso de sol.

Anduvieron en silencio durante varios minutos, penetrando en el corazón de la ciudad. A un lado, a escasas manzanas, se elevaba la mansión palaciega del Señor de Palanthas. Podían ver con total nitidez sus monumentales torreones, y sin embargo frente a ellos el panorama parecía velado por una indefinible penumbra.

Tas se asomó por las ventanas y por las puertas de todos cuantos edificios flanquearon. Cuando al fin llegaron al extremo de la travesía el kender habló, presa de una cierta desazón:

—Flint, me temo que todas las casas están vacías.

—Abandonadas —corrigió el enano en tonos apagados. Había cerrado los dedos en torno al astil de su hacha, y dio un respingo al oír la aguda voz de su compañero.

—Este lugar me produce una sensación extraña —confeso el kender, arrimándose a Flint—. Pero no te preocupes, no estoy asustado.

—¡Yo sí! ¡Salgamos de aquí!

Tas alzó la vista para estudiar los edificios que se erguían a ambos lados. Estaban todos ellos bien conservados. Aparentemente los habitantes de Palanthas se sentían tan orgullosos de su ciudad que incluso gastaban su dinero en remozar las moradas que a nadie cobijaban. Se hallaban entre comercios y viviendas de todo tipo, poseedores de una estructura impecable. Incluso las calles estaban libres de papeles e inmundicias... pero desiertas. El kender pensó que la que ahora visitaban fue en un tiempo una zona próspera, en pleno corazón de la urbe. ¿Por qué había dejado de serlo? ¿Por qué se habían ido sus pobladores? Le asaltó una incontenible sensación de temor, y no eran muchos los parajes en Krynn capaces de provocar tan singular inquietud en un miembro de su raza.

—¡Ni siquiera hay ratas! —susurró Flint, antes de agarrar a Tas por el brazo y tirar de él—. Ya hemos visto bastante.

—No seas cobarde —lo reprendió el kender. Se liberó entonces de la mano que pretendía arrastrarlo y, luchando por deshacerse también de la incómoda sensación que lo atenazaba, irguió sus pequeños hombros y echó a andar de nuevo por la empedrada acera. No había recorrido tres pies cuando advirtió que estaba solo de modo que, exasperado, volvió la cabeza. El enano permanecía inmóvil donde le había dejado, observándolo con destellos de cólera.

—Sólo quiero ir hasta la arboleda que se dibuja en la esquina —arguyó—. Fíjate, no es más que un grupo de robles sin ninguna particularidad. Quizá se trate de un parque donde podamos almorzar.

—¡No me gusta este lugar! —insistió Flint testarudo—. Me recuerda al Bosque Oscuro, aquella espesura donde Raistlin habló con los espectros.

—Aquí no hay más espectro que tú —replicó Tas irritado, resuelto a ignorar el hecho de que él había evocado la misma imagen en su memoria—. Estamos en pleno día, en el centro de una ciudad. ¡Vamos, por Reorx!

—¿Por qué hace tanto frío?

—Porque aún no ha concluido el invierno —respondió el kender elevando la voz. Pero, de pronto, enmudeció, cuando los ecos de sus palabras resonaron de un modo fantasmagórico en las silenciosas calles—. ¿Vienes o no? —acertó al fin a susurrar.

Flint tragó saliva, emitió un gruñido, aferró su hacha de guerra y empezó a avanzar en pos del kender, aunque sin dejar de lanzar furtivas miradas a los edificios como si de un momento a otro fuese a saltar sobre él una aparición demoníaca.

—No es cierto eso que has dicho del invierno —masculló—. Sólo aquí lo es.

—Tardará varias semanas en llegar la primavera —repuso Tas, satisfecho por haber encontrado un tema de discusión que borrase de su mente los fenómenos que se obraban en su estómago, tales como la formación de nudos y otras molestias similares.

Pero Flint no se prestó al altercado, un mal síntoma en él. En silencio y con el mayor sigilo posible, ambos se deslizaron sobre los adoquines hasta alcanzar el final de la calle, donde los edificios daban paso a la arboleda de forma abrupta. Como Tas había sugerido, se trataba de un robledal corriente si bien aquellos especímenes eran los más altos que habían visto tanto el kender como el enano en el curso de sus minuciosas exploraciones por Krynn.

Al acercarse, los dos amigos notaron que se intensificaba su gélida y extraña sensación hasta convertirse en un frío antinatural, más paralizador que el que habían experimentado incluso en el glaciar del Muro de Hielo. ¿A qué se debía un descenso tan brusco de la temperatura? El sol brillaba en un cielo sin nubes, y sin embargo sus dedos se entumecían por momentos. Flint no pudo sostener por más tiempo el hacha y tuvo que colocarla de nuevo en su soporte con manos rígidas y temblorosas, mientras intentaba en vano refrenar el rechinar de sus dientes, y tiritaba violentamente al perder la sensibilidad en sus puntiagudas orejas.

—S-salgamos de aquí —balbuceó el enano a través de sus labios amoratados.

—Estamos bajo la s-sombra de un edificio —Tas casi se mordió la lengua—. Cuando nos dé el sol en el rostro nos calentaremos.

—No hay fuego en Krynn capaz de caldear este ambiente —le espetó Flint agresivo pateando el suelo para avivar la circulación de su sangre.

—U-unos pasos más —se obstinó Tas sin cesar de moverse, pese a que se entrechocaban sus rodillas. Sin embargo, avanzaba en solitario. Al volver la cabeza comprobó que el enano estaba paralizado, con la frente inclinada y un intenso temblor en su barba.

«Debo retroceder», pensó el kender, pero no pudo hacerlo. Su proverbial curiosidad, que contribuía más que ningún otro factor a la extinción de su raza, lo impulsaba a seguir adelante.

Llegó por fin a la linde del robledal y, en ese instante, casi se detuvo el pálpito de su corazón. Los kenders suelen ser inmunes al miedo, por eso sólo uno de ellos podía llegar tan lejos. Pero incluso Tas se sintió ahora presa del más absurdo pánico que había experimentado en toda su vida, y comprendió que el causante de tal sentimiento se ocultaba en aquel bosque de vetustos robles.

«Son árboles normales —se repetía sin cesar, balbuceando hasta las palabras que no pronunciaba en voz alta—. He conversado con espectros en el Bosque Oscuro, me he enfrentado a tres o cuatro dragones y he roto uno de sus Orbes... sólo es un robledal corriente... he estado prisionero en el castillo de un mago, he visto a un diablo de los Abismos... es un robledal como tantos otros».