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Despacio, dándose ánimos, Tas se abría camino entre los robles. Sin embargo, no fue lejos, ni siquiera traspasó la hilera que formaba el perímetro exterior del bosquecillo. Ahora veía lo que anidaba en sus entrañas.

Tasslehoff tragó saliva, dio media vuelta y emprendió una veloz carrera.

Al ver que el kender retrocedía a grandes zancadas hacia él, Flint supo que todo había terminado. Alguna criatura espantosa iba a irrumpir entre los árboles de un momento a otro, de modo que giró sobre sí mismo. Tan precipitado fue su acto, que tropezó contra su propio pie y cayó de bruces al suelo. Por fortuna Tas le había dado alcance y acertó a agarrarle por el cinto para incorporarle antes de seguir huyendo despavorido calle abajo, ahora seguido de cerca por el enano que sentía su vida pendiente de un hilo. Casi podía oír gigantescas pisadas sobre el empedrado, cada vez más cerca. No osó volverse a mirar, pero las visiones de un sanguinario monstruo se multiplicaron en su cerebro a un ritmo tan vertiginoso que creyó que su corazón no tardaría en estallar. Al fin llegaron al otro extremo de la calle.

El ambiente se caldeó bajo los benignos rayos del sol.

Oyeron de nuevo las voces de las personas reales en las frecuentadas calles adyacentes. Flint se detuvo exhausto, jadeante, para lanzar una temerosa mirada al lugar que acababan de abandonar. ¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que estaba vacío!

—¿Qué es lo que has visto? —logró preguntar cuando se normalizaron sus latidos.

—U-una torre —balbuceó Tas entre sonoros resoplidos. Su rostro estaba pálido como la muerte.

Flint abrió los ojos de par en par.

—¿ Una torre? —repitió, perplejo—. ¿Hemos huido de una simple torre? ¡Pensar que casi pierdo la vida en el empeño! Supongo —frunció su velludo ceño en actitud de alarma que no nos habrá perseguido una mole de piedra.

—No —admitió Tas—. Se erguía inmóvil, majestuosa. Pero era lo más aterrador que he visto nunca —concluyó al fin, aún temblando.

—Sin duda se trata de la Torre de la Alta Hechicería—dijo el Señor de Palanthas a Laurana aquella tarde, sentados en la sala de cartografía del bello palacio, que se alzaba en una colina desde donde se divisaba una espléndida panorámica de la ciudad—. No me extraña que tu pequeño amigo fuera dominado por el pánico. Lo que me sorprende es que fuera capaz de llegar hasta la linde del Robledal de Shoikan.

—Es un kender—le recordó Laurana con una sonrisa.

—Sí, por supuesto, eso explica su temeridad. Y ahora que hablamos del tema, se me ocurre una idea que nunca había considerado: contratar kenders para trabajar en las inmediaciones de la Torre. Tenemos que pagar precios astronómicos cuando, una vez al año, intentamos persuadir a los hombres para que entren en los edificios cercanos a fin de evitar su deterioro. Pero —el Señor pareció desalentarse— dudo que los habitantes acepten complacidos la presencia de un número nutrido de kenders en nuestras calles.

Amothus, Señor de Palanthas, recorrió el pulido suelo de mármol de la sala de cartografía con las manos unidas tras el manto que denotaba su elevado rango. Laurana empezó a caminar a su lado, tratando de no pisar el repulgo del largo y vaporoso vestido que los palanthianos habían insistido en que luciera. Se habían mostrado encantadores al ofrecérselo como obsequio, de modo que no pudo rehusar. Además, sabía que les horrorizaba ver a una Princesa de Qualinesti deambular por su ciudad ataviada con una cota de malla manchada de sangre y ajada por las mil batallas que había librado. No le dieron opción, no podía permitirse ofender a aquéllos cuya ayuda tanto necesitaba. Sin embargo, se sentía desnuda, frágil e indefensa sin la espada colgada del cinto y un entramado de acero rodeando su cuerpo.

Sabía muy bien que eran los generales del ejército de Palanthas —mandatarios provisionales de los Caballeros de Solamnia— y los otros nobles —miembros del Senado— quienes, en realidad, la hacían sentirse más frágil e indefensa. Todos ellos le recordaban con sólo mirarla que no era más que una mujer jugando a los soldados, al menos según su criterio. De acuerdo, había actuado bien, había luchado en su batalla particular y había vencido. Ahora no le restaba sino volver a la cocina...

—¿Qué es la Torre de la Alta Hechicería? —preguntó la muchacha de forma abrupta. Tras una semana de negociaciones con el Señor de Palanthas había aprendido que, pese a ser un hombre inteligente, sus pensamientos tendían a perderse en regiones inexploradas y necesitaba que le recordasen continuamente el tema principal que se estuviera tratando.

—¡Ah, sí! Si lo deseas, puedes verla desde esta ventana —anunció el dignatario, aunque con cierta reticencia.

—Me gustaría —aceptó Laurana.

Encogiéndose de hombros, Amothus desvió el curso de sus pasos y condujo a la joven hasta una ventana en la que ella había reparado por estar oculta tras gruesos cortinajes. Los que adornaban las otras ventanas estaban descorridos ya través de ellas se podía observar una apabullante visión de la ciudad en cualquier dirección que se mirara.

—Sí, ésa es la razón por la que los mantengo echados —dijo el Señor lanzando un suspiro, como si hubiera leído la curiosidad en sus ojos—. Y te aseguro que es una lástima, porque según las antiguas crónicas desde aquí se revelaba una de las más magníficas panorámicas de la ciudad. Sin embargo, entonces la Torre no estaba maldita...

El digno caballero apartó a un lado las cortinas, con mano trémula y el pesar reflejado en su rostro. Sobrecogida al descubrir la emoción que la embargaba, Laurana se asomó... y se quedó sin aliento. El sol se ocultaba tras las nevadas montañas, tiñendo el cielo de rojo y púrpura. Los vibrantes colores del incipiente crepúsculo reverberaban sobre los albos edificios de Palanthas al capturar su luz el raro y translúcido mármol, que con tanta profusión adornaba sus fachadas. Laurana nunca había imaginado que semejante belleza pudiera existir en el mundo de los humanos, rivalizando con su amada Qualinesti.

Pronto atrajo su mirada un espacio umbrío en la perlífera y radiante perspectiva, creado por una solitaria Torre que se elevaba hacia el cielo. Tan alta era que, aunque el palacio se hallaba construido en una colina, su cúspide apenas estaba por debajo de la ventana desde donde ahora la contemplaba. Toda ella de mármol negro, se destacaba en nítido contraste con el níveo mármol de las casas adyacentes. Pensó que, acaso en un tiempo remoto, varios minaretes debieron conferir especial realce a su superficie, mas ahora sus cuerpos aparecían mutilados y en total abandono. Unas oscuras ventanas, semejantes a cuencas oculares vacías, miraban amenazadoras al mundo. Rodeaba la mole una valla, también negra, y Laurana vio que algo revoloteaba en su cancela. Creyó al principio que se trataba de un pájaro inmenso atrapado entre sus rejas, pues se le antojó un ser vivo, pero, cuando se disponía a atraer la atención del Señor de Palanthas sobre la criatura, éste corrió los cortinajes con un escalofrío.

—Lo lamento —se disculpó—. No puedo soportarlo. Y pensar que hemos convivido con ella durante siglos...

—A mí no me parece tan terrible —lo interrumpió Laurana con firmeza, evocando en su imaginación la figura de la Torre y la ciudad que la rodeaba—. Esta Torre confiere carácter al lugar. Es una urbe muy hermosa, pero en ocasiones su belleza es tan perfecta, tan fría, que deja uno de advertirla. —Mientras hablaba la muchacha se asomó a las otras ventanas, y se sintió tan embrujada como en el momento de su llegada a la monumental Palanthas—. Después de ver esa... esa oscura mácula, su magnificencia destaca en mi mente con nuevo vigor. No sé si me comprendes...

Quedaba patente por la atónita expresión de su rostro; que el dignatario no comprendía ni una palabra. Laurana suspiró, si bien no pudo reprimir una mirada de soslayo a aquellos cortinajes que ejercían sobre ella una extraña fascinación.