—¿Cómo llegó a convertirse en una Torre maldita? —preguntó en lugar de explicarse.
—Fue durante... pero aquí viene alguien que te contará esa historia mucho mejor que yo —se interrumpió Amothus, al comprobar aliviado que la puerta se abría—. Si he de serte franco, no es un relato que me entusiasme repetir.
—Astinus, de la biblioteca de Palanthas —anunció el heraldo, aunque era evidente que Amothus ya sabía de quién se trataba.
Con gran perplejidad por parte de Laurana todos los presentes se levantaron en actitud respetuosa, incluso los grandes generales y nobles. «¿Tanta ceremonia por un bibliotecario?», se preguntó incrédula la joven. Más aún fue mayor su asombro cuando el Señor de Palanthas y todos sus caballeros se inclinaron en una profunda reverencia al entrar el cronista. También ella bajó la cabeza por pura cortesía, pues como miembro de la familia real de Qualinesti no debía saludar con tal sumisión a ningún habitante de Krynn salvo a su padre, el Orador de los Soles. Sin embargo, cuando se enderezó y estudió a aquel hombre misterioso, comprendió de pronto, que lo más adecuado era recibirle con gesto humilde.
La naturalidad e indiferencia de Astinus la convencieron, sin lugar a dudas, de que no perdería su desenvoltura ni en presencia de toda la realeza de Krynn ni de todo el firmamento. Parecía un hombre de mediana edad, si bien le rodeaba un aura atemporal. Se diría que su rostro había sido cincelado en el mármol de Palanthas y, al principio, Laurana sintió aversión ante la desapasionada calidad que caracterizaba tanto sus rasgos como su andar. Mas, de pronto, advirtió que sus oscuros ojos ardían con el fuego interior de un millar de almas.
—Llegas tarde, Astinus —dijo Amothus en tono festivo, aunque respetuoso. La joven observó que el Señor de Palanthas y sus generales permanecieron de pie hasta que el historiador hubo tomado asiento, una actitud que incluso los Caballeros de Solamnia imitaron. Casi abrumada por un insólito sobrecogimiento, se hundió en su silla en tomo a la enorme mesa redonda cubierta de mapas que ocupaba el centro de la gran sala.
—Tenía asuntos importantes que atender —respondió Astinus con una voz que parecía provenir de un pozo sin fondo.
—Me han informado de que has sido perturbado por un extraño evento. —El Señor de Palanthas se sonrojó incómodo—. Acepta mis disculpas, ignoro cómo pudieron encontrar a un hombre en semejante estado en la escalinata de tu biblioteca. Si nos lo hubieras comunicado habríamos retirado su cuerpo sin necesidad de armar tanto revuelo.
—No me ha causado ninguna molestia —repuso Astinus, lanzando una mirada de soslayo a Laurana—. El asunto se ha tratado como merecía, y ahora ya está resuelto.
—Pero ¿qué me dices de los despojos? —preguntó Amothus con un leve balbuceo—. Comprendo lo penoso que ha de resultarte, pero existen ciertas medidas sanitarias promulgadas por el Senado y quiero estar seguro de que todo se ha llevado del modo más conveniente.
—Quizá sea mejor que os deje —declaró fríamente Laurana, e hizo ademán de incorporarse—. Volveré cuando haya concluido esta conversación.
—¿Cómo? ¿Deseas irte cuando hace sólo unos minutos que estás aquí? —El Señor de Palanthas la observó a través de una extraña nebulosa.
—Creo que nuestra charla ha incomodado a la princesa elfa —comentó Astinus—. Su raza, como sin duda recordaréis, profesa una gran veneración a la vida. La muerte no se discute entre ellos de una manera tan cruda.
—¡Oh, por todos los dioses! —Amothus se ruborizó y se apresuró a levantarse para tomar su mano—. Te ruego que nos disculpes, querida. Mi negligencia ha sido abominable. Siéntate de nuevo, te lo suplico. Sirve un poco de vino a la Princesa —ordenó a un criado, que al instante llenó la copa de Laurana.
—Cuando yo he entrado hablabais de las Torres de la Alta Hechicería. ¿Qué sabes de ellas? —interrogó Astinus a la muchacha. A la vez que sus ojos la traspasaban hasta penetrar en su alma.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Laurana al sentir tan punzante mirada, de modo que sorbió un trago en un intento de tranquilizarse.
—Lo cierto —tartamudeó, arrepentida por haber mencionado el tema —es que preferiría que abordáramos el asunto que nos ha reunido. Estoy segura de que los generales desean volver cuanto antes junto a sus tropas y yo...
—¿Qué sabes de las Torres? —repitió Astinus.
—N-no mucho —balbuceó Laurana, asaltada por la súbita sensación de que había vuelto a la escuela y debía enfrentarse a su maestro Tenía un amigo, es decir, un conocido que se sometió a las Pruebas en la Torre de Wayreth, pero...
—Supongo que te refieres a Raistlin de Solace —la atajó, imperturbable, el historiador.
—¡En efecto! —respondió Laurana con sobresalto—.¿Cómo...?
—Soy cronista, joven Princesa. Saberlo forma parte de mi trabajo. y ahora voy a contarte la historia de la Torre de Palanthas, no sin antes advertirte que no debes considerarlo una pérdida de tiempo... porque su historia, Lauralanthalasa, está estrechamente ligada a tu destino. —Ignorando su ahogada exclamación de asombro, hizo un gesto imperativo a uno de los generales—. Abre esa cortina, está obstruyendo una de las más bellas panorámicas de la ciudad como, según creo, apuntaba la Princesa antes de mi llegada. Esta es pues la historia de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
»Debo iniciar mi relato aludiendo a las llamadas Batallas Perdidas. Durante la Era del Poder, cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar empezó a sobresaltarse ante las sombras, bautizó sus temores con un nombre concreto: ¡magos! Le espantaban tanto ellos como sus vastos poderes. No los comprendía y, por consiguiente, se convirtieron en una amenaza.
Fue fácil alzar al populacho contra los magos. Aunque respetados por todos, nunca inspiraron excesiva confianza, en primer lugar porque admitieron entre sus filas a representantes de los tres poderes del universo: los Túnicas Blancas del Bien, los Túnicas Rojas de la Neutralidad y los Túnicas Negras del Mal. A diferencia del Príncipe de los Sacerdotes, ellos supieron ver que el mundo sólo conservaba su equilibrio merced a la existencia de las tres Ordenes y que perturbarlo era abrir la puerta a la destrucción.
El pueblo se reveló pues contra los magos. Las cinco Torres de la Alta Hechicería fueron, por supuesto, sus primeros objetivos, ya que era en su seno donde se hallaba concentrado el poder de la Orden y también era en estas Torres donde los jóvenes aspirantes pasaban las Pruebas, o al menos aquéllos que osaban intentarlo. Has de saber que las distintas fases que las configuraban eran arduas o, lo que es peor, arriesgadas. El fracaso sólo podía entrañar un resultado: ¡la muerte!»
—¿La muerte? —repitió Laurana incrédula—. En ese caso Raistlin...
—Puso en juego su vida para someterse a la Prueba, y casi pagó tan alto precio. Sin embargo, eso ahora no viene al caso. Debido a la severa, o cabría decir mortífera, penalización que se imponía a quienes fracasaban empezaron a propagarse ciertos rumores sobre las Torres de la Alta Hechicería. En vano intentaron los magos explicar que no eran sino centros docentes donde los candidatos arriesgaban su vida de manera voluntaria, así como lugares donde guardaban sus libros de encantamientos, sus pergaminos y sus instrumentos arcanos. Nadie los creyó. Se divulgaron entre las gentes historias de negros rituales y sacrificios, alimentados por el Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos para satisfacer sus propios propósitos.
»Llegó al fin el día de la rebelión y, por segunda vez en la historia de la Orden, los Túnicas se reunieron. La primera vez habían creado los Orbes de los Dragones que contenían las esencias del bien y del mal, vinculadas por la neutralidad. Luego cada uno siguió su camino hasta que, aliados por una misma amenaza, se congregaron de nuevo para proteger su mundo.
»Los magos optaron por destruir dos de las Torres antes que permitir que la muchedumbre las invadiera y se entremetiera en asuntos que escapaban a su entendimiento. La demolición de estas dos Torres produjo sendas hecatombes en las regiones vecinas y asustó al Príncipe de los Sacerdotes, pues quedaba una en Istar y otra en Palanthas. La tercera, situada en el Bosque de Wayreth, no inquietaba a nadie por hallarse alejada de cualquier núcleo urbano.