—Todavía no se ha repuesto de la muerte de Sturm. Ha pasado muy poco tiempo desde tan triste suceso —comentó Tas con una expresión grave y melancólica en su rostro habitualmente pícaro.
—No es ése el único motivo. —El enano meneó la cabeza—. Su actual estado se debe también al encuentro que tuvo con Kitiara en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. Sin duda le dijo algo que la perturbó. ¡Maldita sea! —imprecó agresivo—. Nunca confié en ella, ni siquiera en los viejos tiempos. No me sorprendió en absoluto verla ataviada con el uniforme de los Señores de los Dragones, y daría una montaña de monedas de cobre por saber qué fue lo que le comunicó a Laurana para apagar su luz interior. Parecía un fantasma cuando la bajamos del muro una vez se hubo marchado Kitiara a lomos de su Dragón Azul. Apostaría mi barba a que guarda alguna relación con Tanis.
—Aún no puedo creer que Kitiara se haya convertido en una Señora del Dragón. Siempre fue —Tas se interrumpió para buscar la palabra adecuada— una muchacha divertida.
—¿Divertida? —repitió Flint frunciendo el ceño—. Quizá, pero también fría y egoísta. Debo reconocer, sin embargo, que sabía ser encantadora cuando se lo proponía. —Su voz se convirtió en un susurro, pues Laurana se había acercado lo bastante para oírles—. Tanis nunca aceptó la realidad, se empeñó en que algo valioso se ocultaba bajo la tosca apariencia de Kitiara. Estaba convencido de ser el único que la conocía, de que se cubría con un duro caparazón para proteger sus tiernos sentimientos. ¡Tenía tanto corazón como estas piedras!
—¿Qué noticias nos traes, Laurana? —preguntó el kender con tono alegre cuando la elfa se detuvo frente a ellos.
La muchacha sonrió a sus amigos pero, como bien decía Flint, la suya no era ya la sonrisa inocente y feliz de la joven que solía pasear bajo los álamos de Qualinesti. Ahora emanaba de sus labios la mortecina luz del sol en el frío cielo invernal. Aún alumbraba pero era incapaz de calentar, quizá porque se había extinguido la llama de sus ojos.
—Me han nombrado Comandante de los ejércitos —anunció a boca de jarro.
—Felici... —empezó a decir Tas, pero murió su voz al encontrarse con el parapeto de su rostro.
—No hay razón para felicitarme —declaró Laurana con amargura—. ¿A quién voy a dirigir? A un puñado de caballeros atrincherados en un baluarte en ruinas que se yergue a varias millas de distancia en las Montañas Vingaard, y a un millar de hombres que defienden la muralla de esta ciudad. —Cerró su enguantado puño sin apartar la vista del cielo, que empezaba a revestirse de los primeros albores del nuevo día—. Deberíamos estar allí en este momento, mientras el ejército de los Dragones está aún diseminado y tratando de reagruparse. ¡Los derrotaríamos fácilmente! Pero no, no osamos adentrarnos en las Llanuras ni siquiera con las lanzas Dragonlance. ¿De qué nos sirven contra un enemigo que vuela? Si tuviéramos un Orbe...
Guardó silencio, antes de respirar hondo y proseguir:
—No merece la pena pensar en ello. Aquí nos quedaremos, en las almenas de Palanthas, para esperar la muerte.
—Vamos, Laurana —la amonestó Flint tras aclararse la garganta— no creo que la situación sea tan desesperada. Una sólida muralla rodea a esta ciudad, con mil hombres dispuestos a luchar en todo su perímetro. Los gnomos custodian el puerto con sus catapultas, los caballeros se hallan apostados en el único paso franqueable de las Montañas: Vingaard, donde hemos enviado refuerzos, tenemos las Dragonlance... sólo unas pocas, de acuerdo, pero Gunthar nos ha comunicado que hay más en camino. ¿De verdad opinas que no podemos atacar a esos reptiles voladores? Se lo pensarán dos veces antes de aventurarse a traspasar la muralla, aunque sea por el aire...
—No es suficiente, Flint —lo interrumpió Laurana—. Podemos contener el avance de las tropas rivales durante una semana o dos, quizá durante todo un mes. Pero ¿qué ocurrirá luego? ¿Qué será de nosotros cuando se hayan apoderado de las tierras adyacentes? La única opción que nos restará entonces será reunimos en pequeños reductos seguros. Pronto nuestro mundo consistirá en una ristra de diminutas islas luminosas rodeadas por vastos océanos de oscuridad, que nos acabarán invadiendo hasta los últimos resquicios.
Laurana apoyó la cabeza en su mano, reclinándose en la pared.
—¿Cuántas horas hace que no duermes? —preguntó Flint en actitud severa.
—No lo sé —respondió la muchacha. Mis períodos de sueño y de vela parecen entremezclarse. Pero la mitad del tiempo caminando corno una sonámbula, y la otra mitad durmiendo con plena conciencia de la realidad.
—Descansa ahora —le ordeno el enano con aquella voz que a Tas le recordaba la de su abuelo—. Nosotros te seguiremos, nuestra guardia ha terminado.
—No puedo —repuso Laurana frotándose los ojos. La primera idea de dormir le había hecho comprender cuán exhausta se sentía—. He venido a informaros que, según noticias recientes, los dragones han sido vistos sobrevolando la ciudad de Kalaman en dirección oeste.
—En ese caso vienen hacia aquí —comentó Tas tras visualizar un mapa en su mente.
—¿ Quién ha traído esas noticias? —preguntó receloso el enano.
—Los grifos. No hagas muecas —riñó la muchacha a Flint, aunque sonrió frente a su expresión de incredulidad—. Los grifos nos han proporcionado una gran ayuda. Aunque 1os elfos no prestaran en esta guerra más servicio que el de cedernos a sus animales, ya habrían hecho mucho por la causa.
—Los grifos son torpes y estúpidos —afirmó Flint—. No confío más en ellos que en un kender. Además —prosiguió, ignorando la mirada fulgurante de Tas— no tiene sentido lo que nos cuentas. Los Señores de los Dragones no lanzarían al ataque a sus animales sin el respaldo de los ejércitos.
—Quizá no estén tan desorganizados como creemos. —Laurana suspiró agotada—. O quizá mandan a los dragones tan sólo para hacer todos los estragos posibles, tales como desmoralizar a los habitantes o arrasar la región. Lo ignoro, pero veo que ha corrido la voz de su próxima venida.
Flint lanzó una mirada a su alrededor. Los centinelas que ya habían recibido el relevo permanecían en sus puestos, contemplando las montañas cuyos níveos picos asumían unas delicadas tonalidades rosáceas en el incipiente amanecer. Hablaban quedamente con quienes acudían junto a ellos, tras ser alertados con la alarmante nueva.
—Me lo temía —susurró Laurana—. ¡No tardará en cundir el pánico! Advertí a Amothus que guardara silencio, pero la discreción no es una de las mejores virtudes de los palanthianos. Fijaos, ¿qué os decía?
Al bajar la vista desde su atalaya los amigos comprobaron que las calles comenzaban a atestarse de personas que salían de sus casas a medio vestir, aún soñolientas y asustadas. Mientras observaba como corrían de un edificio a otro, la muchacha imaginó en qué términos debían divulgarse los rumores. Se mordió el labio, y sus ojos centellearon de ira.
—¡Ahora tendré que ordenar a mis hombres que abandonen la muralla para obligar a la población a encerrarse en sus hogares! No puedo permitir que estén en las calles cuando ataquen los dragones. ¡Vosotros, seguidme! —exclamó al mismo tiempo que hacía una señal a un grupo de soldados cercanos y se alejaba a toda prisa. Flint y Tas la vieron desaparecer por la escalera, en dirección al palacio, y al poco rato varias patrullas armadas ocuparon las calles e intentaron reagrupar a los habitantes, tanto para conducirles a sus casas como para sofocar la oleada de pánico.
—¡No parece que consigan su propósito! —gruñó Flint.
En efecto, la muchedumbre era más numerosa a cada minuto que pasaba.
Tas, erguido sobre un bloque de piedra desde el que se divisaba un panorama más amplio que entre las almenas, meneó la cabeza.