A un lado de Gilthanas esta su hermana, y al otro una de las mujeres más hermosas que me ha sido dado ver en Krynn. Parece una muchacha elfa. Pero no engaña a mis ojos con sus artes mágicas; sé que no ha nacido de ninguna mujer, ni elfa ni de ninguna otra raza. Es una hembra de Dragón Plateado, hermana de aquélla a la que tanto amó Huma, Caballero de Solamnia. Ha querido su destino que también ella se enamorase de un mortal, al ígual que su hermana. Pero ese mortal, Gilthanas, a diferencia de Huma, no acepta su sino. Se entrecruzan sus miradas y, en lugar de amor, leo en el elfo una ira abrasadora que emponzoña las almas de ambos.
Habla Silvara, la mujer dragón, con su voz dulce y musical. La luz de mi candela ilumina su bella melena argéntea y sus ojos de un misterioso azul cobalto:
—Después de otorgar a Theros Ironfeld el poder de forjar de nuevo la lanza Dragonlance en el corazón del Monumento del Dragón Plateado —me comunica Silvara—, pasé largo tiempo con los compañeros hasta que llevaron la templada arma ante el Consejo de la Piedra Blanca. Antes de que partieran les mostré el Monumento y también las pinturas de la Guerra de los Dragones donde aparecían los portadores del bien —Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos— en pugna con los representantes del mal.
—¿Dónde está tu pueblo? —me preguntaron los compañeros—. ¿Dónde se ocultan los dragones benignos? ¿Por qué no nos ayudan en esta hora de necesidad?
—Eludí responderles todo el tiempo que me fue posible... Silvara, enmudece y mira a Gilthanas con el corazón en sus ojos. El no responde a su llamada, y fija la vista en el suelo. Lanzando un suspiro, Silvara reanuda su relato.
—Al final no puede seguir resistiendo a sus presiones, y les hablé del juramento.
»Cuando Takhisis, la Reina de la Oscuridad, y sus perversas bestias fueron desterradas, los dragones benignos abandonaron el país para mantener el equilibrio entre el bien y el mal. Nacidos de la substancia del mundo, regresaron a él y se sumieron en un sueño que ningún tiempo sabría medir. Podríamos haber permanecido dormidos en este orbe de irrealidad, pero sobrevino el Cataclismo y Takhisis halló e1 modo de volver a la existencia.
»Había planeado concienzudamente su regreso, si el destino le concedía esta ocasión, y estaba preparada. Antes de que Paladine advirtiera sus designios, despertó a los Dragones del Mal y les ordenó que se deslizaran hasta los lugares más profundos y secretos para robar los huevos de sus oponentes, que dormían ajenos a lo que avecinaba...
»Los dragones perversos llevaron los huevos de sus hermanos de sangre a la ciudad de Sanction, donde se estaban formando los ejércitos. Allí, en los volcanes conocidos con el nombre de «Señores de la Muerte», fueron ocultadas las crías de los portadores del bien.
»Grande fue el dolor de los dragones bondadosos cuando Paladine los despertó de su sueño y descubrieron lo ocurrido. Fueron prestos en busca de Takhisis para averiguar qué precio habían de pagar para recuperar a sus hijos aún por nacer. Este precio era terrible. Takhisis exigió un juramento, en el que los desposeídos se comprometían a no participar en la guerra que se disponía a desatar sobre Krynn. Eran ellos quienes habían contribuido a derrotarla en la última liza, y quería asegurarse de que esta vez no se entrometerían.»
Silvara me lanza una mirada suplicante, como si yo fuera su juez. Meneo la cabeza con firme ademán, indicándole que me guardaría mucho de juzgarles. No soy sino un cronista imparcial. Parece relajarse, y prosigue:
—¿Qué podíamos hacer? Takhisis amenazó con matar a nuestros hijos dormidos en sus huevos a menos que jurásemos. Paladine no podía ayudamos, la elección era nuestra...
Silvara inclina la cabeza sobre el pecho, y su melena le cubre el rostro. Aunque no acierto a verla, oigo el torrente de lágrimas que sofocan sus apenas audibles palabras.
—Juramos.
Resulta ostensible que no puede continuar. Tras observarla unos instantes, Gilthanas se aclara la garganta y empieza a hablar con voz ronca.
—Yo o, mejor dicho, Theros, mi hermana y yo, logramos persuadir a Silvara de que no podían maniatarse a ese juramento. Le hicimos comprender que tenía que existir algún medio para rescatar los huevos de los dragones benignos, quizá un reducido grupo de hombres lograse sustraerlos. Aunque no del todo convencida y tras largos parlamentos, Silvara accedió a llevarme hasta Sanction para estudiar por mí mismo las posibilidades de mi plan.
»Nuestro viaje fue largo y difícil. Quizá algún día pueda relatar los peligros que afrontamos, pero no es éste el momento pues me siento cansado y además no disponemos de tiempo. Los ejércitos de los Dragones están reorganizándose y quizá los hallemos desprevenidos si atacamos enseguida. Observo que Laurana arde de impaciencia, ansiosa por perseguirlos incluso mientras hablamos, de modo que procuraré abreviar.»
Así pues, Gilthanas prosigue su relato de nuevo.
—Silvara, bajo su forma elfa tal como ahora la véis...
No sabría describir la amargura que delata su voz. Pero debo escuchar su historia sin perder detalle.
—...fuimos capturados en las cercanías de Sanction, convirtiéndonos en prisioneros del Señor del Dragón conocido como Ariakas.
Gilthanas cierra el puño, palidece su rostro de ira y temor.
—Verminaard no era nadie, nadie en absoluto, comparado con Ariakas. ¡Es inmenso el poder de esa diabólica criatura! Y, además, es tan inteligente como cruel, ya que es su estrategia la que guía a los ejércitos de los Dragones y la que les ha proporcionado una victoria tras otra.
»El sufrimiento que soportamos en sus manos fue inenarrable. No creo que pueda nunca explicar todo lo que nos hicieron.»
El joven Príncipe elfo tiembla con violencia. Silvara estira la mano para reconfortarle, pero él la rechaza y reemprende su historia.
—Al fin, con ayuda, logramos escapar. Estábamos en la misma Sanction, una horrenda ciudad construida en el valle que formaban los volcanes. Los Señores de la Muerte cercan todo su perímetro, corrompiendo el aire con su pestilente humo. Las casas son nuevas y modernas, pero en sus piedras se adivinan las huellas de la sangre derramada por tantos esclavos que se sacrificaron para alzarlas. En las laderas de las ígneas montañas hay un templo dedicado a Takhisis, la Reina Oscura, y en sus entrañas se guardan los huevos de los dragones robados. Fue a ese templo hacia donde nos encaminamos Silvara y yo.
»¿Cómo puedo describir el templo salvo diciendo que es un mundo de llamas y tinieblas? Altas columnas, talladas en la roca ardiente, se pierden de vista en las sulfurosas cavernas. Por sendas secretas, conocidas tan sólo por los sacerdotes de Takhisis, descendimos a profundidades abismales. Os preguntaréis quién nos ayudó, mas no puedo revelaros su identidad sin riesgo de su vida. Únicamente añadiré que algún dios invisible velaba por nosotros.»
Silvara interrumpe para farfullar «Paladine», pero Gilthanas la conmina al silencio con un despectivo gesto.
—Llegamos a las cámaras más profundas. De momento todo salía a la perfección, de modo que perfilé mi plan. Poco importa cuál, pero pensé en la forma de rescatar las crías aún en embrión. Atravesamos una cueva tras otra y por fin contemplamos los resplandecientes huevos, teñidos de plata, oro y bronce que destellaban a la luz del fuego. De pronto...
El Señor de los elfos hace una pausa. Su semblante, más pálido que la muerte, adquiere una nueva lividez todavía más blanquecina. Temiendo un desmayo, ordeno a uno de los Estetas que le sirva vino. Un simple sorbo le basta para recomponerse y seguir hablando, pero advierto en su absorta mirada que recuerda el horror de lo que presenció. En cuanto a Silvara, escribiré sobre ella en el momento oportuno.