—¡Aminora la marcha, esto es una locura! —ordenó al enano—. ¡Te has adelantado a todos los compañeros, incluso a Laurana!
Nada le habría gustado más a Flint que obedecer al kender. La última pirueta había puesto las riendas a su alcance y ahora tiraba de ellas con todas sus fuerzas, sin cesar de repetir «¡So, animal!» que, de no engañarle su memoria era la señal más usada para frenar a los caballos. Sin embargo, su fórmula no surtía efecto con el Dragón.
No fue reconfortante para él comprobar que no era el único que tropezaba con dificultades en el manejo de su montura. Detrás de él, la delicada línea de plata y bronce se deshacía como guiada por una voz de mando silenciosa que hubiera ordenado a los animales agruparse en cuadrillas de dos o tres.
Los caballeros manipulaban las riendas a la desesperada, en un vano intento de devolver a los dragones a sus ordenadas hileras. Pero los animales no atendían a estos impulsos: el cielo era su reino. Luchar en el aire era diferente de hacerlo en tierra firme, y debían mostrar a sus jinetes el modo de batirse a la grupa de unas criaturas que nada tenían que ver con los caballos.
Describiendo un grácil círculo, Khirsah se lanzó en picado contra un nube. Al verse envuelto en la densa bruma, Tas perdió de nuevo el sentido de la orientación hasta que el soleado cielo volvió a estallar frente a él, en el instante en que el Dragón abandonaba el cúmulo. Ahora sabía dónde estaban las alturas y el suelo, y este último se acercaba a un ritmo inquietante.
Flint emitió uno de sus rugidos, que obligó a Tas a alzar la mirada para advertir que se dirigían hacia un grupo de Dragones Azules. Tan concentrados estaban en perseguir a unos aterrorizados soldados pedestres, que no se percataron de su avance.
—¡La lanza! —vociferó Tas.
Flint forcejeaba con el arma, pero no tuvo tiempo de ajustarla ni de afianzarla debidamente en su hombro. De todos modos, tampoco importaba. Aprovechando que los Dragones Azules aún no los habían descubierto Khirsah surcó otra nube y, al deslizarse de nuevo a cielo abierto, los sorprendió por la espalda. Como una llama broncínea el joven Dragón se arrojó sobre el grupo enemigo dirigiéndose hacia su cabecilla, un enorme animal cuyo jinete se cubría con un yelmo de tonos también azulados. Embistiendo raudo y sigiloso, Khirsah clavó en el cuerpo de su oponente sus cuatro garras mortíferamente afiladas.
La fuerza del impacto desplazó a Flint hacia adelante; Tas aterrizó sobre su amigo, aplastándolo. El enano trato de incorporarse, pero el kender lo atenazaba con un brazo mientras con la mano libre golpeaba su yelmo y alentaba al Dragón.
—¡Has estado fantástico! ¡Atácale de nuevo! —lo azuzaba, presa de una gran agitación y sin cesar de aporrear la cabeza del pobre Flint.
Tras emitir unas ininteligibles imprecaciones en su lengua, Flint se desembarazó del incómodo abrazo de Tas. En ese preciso instante Khirsah se remontó en el aire, refugiándose en un banco de nubes antes de que la Escuadra Azul reaccionase a su inesperada arremetida.
Khirsah aguardó unos momentos, quizá para dar ocasión a sus zarandeados jinetes a recobrar la compostura. Flint se apresuró a sentarse en su lugar, Tas le rodeó la cintura con ambos brazos. Pensó el kender que su compañero tenía la tez cenicienta y exhibía en su rostro una expresión preocupada, pero también debía reconocer que aquella experiencia escapaba a los límites de lo normal. Antes de que acertara a preguntarle si se encontraba bien, Khirsah salió una vez más de su escudo de nubes.
Los Dragones Azules estaban debajo, con el cabecilla situado en el centro del grupo suspendido sobre sus descomunales alas. Estaba levemente herido y desconcertado; la sangre manaba por sus cuartos traseros, allí donde las garras de Khirsah habían rasgado su dura y escamosa piel. Tanto el animal como su jinete de yelmo azulado escudriñaban el cielo en busca de su atacante. De pronto el hombre extendió el índice.
Arriesgándose a volver la vista hacia atrás, Tas contempló un espléndido panorama que le dejó sin resuello. El bronce y la plata centellearon bajo el sol cuando los Dragones de Whitestone surgieron de un cúmulo cercano y descendieron vociferantes sobre la Escuadra Azul. Se rompió el círculo enemigo, pues los gigantescos animales se apresuraron a cobrar altura para evitar que sus perseguidores los embistieran por la espalda. Los enfrentamientos se sucedían y entremezclaban en medio de un fragor indescriptible. Brotaron llamas cegadoras y chisporroteantes en el instante en que un gran Dragón Broncíneo, que se debatía a la derecha del kender, emitía un grito de dolor y se desplomaba en el aire con la cabeza ardiendo. Tas vio que su jinete luchaba denodadamente para asir las riendas, abierta su boca en un alarido inaudible a causa de la velocidad con que él y su cabalgadura se zambullían hacia el suelo.
Contempló el kender cómo las tierra se acercaba también a ellos y se preguntó qué se debía sentir al estrellarse contra la hierba. Pero no duraron mucho sus cavilaciones, ya que Khirsah lo despertó con un atronador rugido.
El cabecilla azul descubrió al joven Dragón, no pudiendo sustraerse a su resonante desafío. Ignoró entonces a los otros animales que batallaban a su alrededor, para emprender el vuelo en pos del broncíneo enemigo que le citaba en un duelo a muerte.
—¡Ha llegado tu turno, enano! ¡Equilibra la lanza! —ordenó Khirsah a la vez que batía sus enormes alas para ganar altura, con la intención de facilitar sus propias maniobras; y también de dar opción su jinete para que se preparara.
—Yo me ocuparé de las riendas —ofreció Tas.
El kender no estaba seguro de haber sido oído por su compañero. El rostro de Flint presentaba una extraña rigidez, y sus movimientos eran lentos y mecánicos. Presa de una incontenible impaciencia, Tas no podía sino aferrar las riendas y observar las evoluciones de los cenicientos dedos del enano para fijar la empuñadura de la lanza debajo de su hombro y empuñarla tal como había aprendido. El insondable hombrecillo alzó la vista al frente, vacío su rostro de expresión.
Khirsah continuó elevándose, antes de equilibrarse y dar así oportunidad a Tas de examinar su entorno y preguntarse dónde estaba el enemigo. En efecto, había perdido de vista al Dragón Azul y a su jinete. Igneo Resplandor dio entonces un poderoso salto, que cortó al kender la respiración. Allí mismo estaba su rival, delante de ellos.
Vio que la azulada criatura abría su espantosa boca surcada de colmillos y, recordando las llamas cegadoras se arrebujó detrás del escudo. Como Flint permaneciera con la espalda rígida y la mirada perdida más allá de su arma protectora, fija en el dragón que les atacaba, el kender soltó el brazo de su cinto y le tiró de la barba para obligarle a ocultar la testa.
Un resplandor tan intenso como el del relámpago estalló a su alrededor, seguido por un fragor de trueno que casi dejó si conocimiento al kender y al enano. Khirsah lanzó un alarido de dolor, pero se mantuvo firme en su curso.
Ambos dragones se embistieron al unísono, y la Dragonlance apuntó al cuerpo de su víctima. Por un instante Tas no vio sino destellos rojizos y azulados, mientras el mundo daba vueltas vertiginosas. En una ocasión sus ojos se clavaron de manera siniestra, más no logró discernir la escena. Refulgían las garras de los contendientes, y resultaba difícil distinguir los alaridos de Khirsah de los gritos de su oponente. Las alas se batían confusas en el aire, a la vez que la hierba trazaba espirales más y más rápidas a medida que todo el grupo se precipitaba hacia el suelo.
«¿Por qué no suelta Igneo Resplandor al Dragón Azul?», pensó Tas en pleno delirio. De pronto, comprendió la causa: ¡Se habían enmarañado!