—¿Qué te ocurre?
—Nada.
—Sin embargo, veo que te sujetas el pecho con las manos. ¿Estás herido?
—No.
—Entonces, ¿a qué viene esa postura?
—Supongo que no me dejarás tranquilo hasta que te responda —gruñó Flint—. Pues bien, la causante de mi precario estado es esa maldita lanza, aunque también le diría cuatro palabras al inventor de la chaqueta. ¡No me cabe la menor duda de que su grado de necedad sólo puede ser comparado con el tuyo! El mango de la Dragonlance se ha incrustado en mi clavícula, y supongo que las magulladuras recibidas me dolerán durante más de una semana. Por otra parte, esa historia que has forjado en tomo a tu captura es una burda patraña. ¡Ha sido un auténtico milagro que no os precipitarais ambos en el vacío! Y si te interesa mi opinión, lo has prendido por accidente. Para terminar mi discurso voy a hacerte una advertencia: ¡No volveré a montar a la grupa de uno de esos gigantescos animales en todo lo que me resta de vida!
Flint cerró la boca como si quisiera morder el aire, a la vez que clavaba en el kender una mirada tan fulminante que este último se apresuró a alejarse. Sabía que cuando el enano se dejaba dominar por el mal humor lo más prudente era apartarse de él hasta que se templaran sus ánimos. Después de comer se sentiría mejor.
Aquella noche, cuando Tasslehoff se arrebujó en el flanco de Khirsah para descansar cómodamente bajo su protección, recordó, de pronto, que algo no encajaba en la iracunda parrafada de Flint.
El enano había cubierto con sus brazos la parte izquierda de su pecho, según él a fin de aliviar el dolor producido por la lanza... ¡que permaneció a su derecha durante todo el combate!
LIBRO VII
1
La fiesta de primavera.
Cuando despuntó el día, con una luz rosácea y dorada iluminando la tierra, los ciudadanos de Kalaman fueron despertados por un tañir de campanas. Los niños saltaron del lecho para invadir las habitaciones de sus padres y rogarles que se levantaran, a fin de gozar juntos de aquella jornada tan especial. Aunque algunos gruñeron y fingieron cubrirse los rostros con el embozo en su mayoría se desperezaron sonrientes, no menos entusiasmados que sus hijos.
Era aquél un día memorable en la historia de Kalaman. No sólo se celebraba la anual Fiesta de Primavera, sino que también se festejaba la victoria de los ejércitos de los Caballeros de Solamnia. Sus tropas, acampadas en los llanos que rodeaban la amurallada ciudad, harían su entrada triunfal en la urbe a mediodía, guiadas por su general, una Princesa elfa, que se había convertido en una figura legendaria.
Al asomarse el sol por detrás de los muros, el cielo que cubría Kalaman se llenó del humo de las fogatas donde se guisaban los suculentos manjares y, pronto, los aromas del chisporroteante jamón, de los panecillos recién horneados, del tocino frito y de los exóticos cafés expulsaron de los cálidos lechos incluso a los más perezosos. De todos modos se habrían despertado pues casi de inmediato los alborozados niños atestaron las calles. Se relajó la disciplina para el mejor disfrute de la Fiesta de Primavera; tras un largo invierno de confinamiento en las casas, los pequeños podían al fin campar por sus respetos durante el día. Por la noche se multiplicarían las cabezas magulladas, las rodillas surcadas de arañazos y los dolores de vientre a causa del exceso de golosinas ingeridas, pero todos recordarían el evento como algo glorioso.
A media mañana la fiesta se hallaba en pleno apogeo. Los buhoneros cantaban las excelencias de sus variopintos artículos, exhibidos en puestecillos de vivos colores, mientras los ingenuos perdían sus ahorros en juegos de azar, los osos danzantes evolucionaban en las calles y los ilusionistas arrancaban gritos de admiración tanto a los jóvenes como a los viejos.
A mediodía estalló un nuevo repicar de campanas, y, al instante, se despejaron las avenidas. Los ciudadanos se apiñaron en las aceras cuando se abrieron solemnemente las puertas para dar paso a los Caballeros de Solamnia en su regio desfile.
Un murmullo expectante flotó entre la muchedumbre. Las miradas confluyeron en el centro de la calzada y, a codazos unos y estirando la cabeza los más altos, todos se dispusieron a ver a los caballeros y muy especialmente a la elfa de la que tantas historias se habían narrado en los últimos tiempos. Cabalgaba sola, en primera fila, a la grupa de un caballo blanco de pura raza. El gentío, ansioso por ovacionar a su heroína, enmudeció, de pronto, a causa del sobrecogimiento que les producía la belleza y actitud majestuosa de aquella mujer. Ataviada con una refulgente armadura de plata enriquecida mediante una primorosa filigrana de oro, Laurana condujo a su corcel hacía el interior del burgo. Una delegación infantil había ensayado a conciencia para alfombrar el suelo de flores al paso del general, pero la chiquillería estaba tan maravillada frente a la estampa que ofrecía la hermosa elfa en su centelleante armadura que aferraron sus multicolores ramilletes y no arrojaron ni uno solo.
Detrás de la doncella de áureos cabellos avanzaban dos personajes que obligaron a no pocos espectadores a lanzar gritos de sorpresa, un kender y un enano, montados juntos a lomos de una vieja jaca provista de un cuerpo tan ancho como un barril. El kender parecía pasarlo bien vociferando y saludando a la gente con exageradas gesticulaciones. Pero el enano, a horcajadas tras su espalda, lo agarraba por el cinto como si le fuera en ello la vida, tan inseguro que se diría que un simple estornudo lo arrojaría por los aires.
Seguía a esta curiosa pareja un jinete elfo, tan semejante en sus rasgos a la doncella que nadie necesitaba del susurro de su vecino para comprender que eran hermanos. A su lado cabalgaba otra muchacha también elfa con una extraña melena argéntea y los ojos de un azul intenso, que parecía sentirse incómoda entre la muchedumbre. Desfilaban a escasa distancia los Caballeros de Solamnia, unos setenta y cinco hombres fornidos, resplandecientes en sus bruñidas armaduras. El gentío comenzó a gritar a su llegada, a la vez que ondeaba banderas al viento.
Algunos de los caballeros intercambiaron sombrías miradas al sentirse así agasajados, pensando que si hubieran entrado en Kalaman un mes antes habrían recibido una acogida muy distinta. Pero ahora eran héroes; tres siglos de odio, hostilidad y falsas acusaciones habían sido barridos de las mentes de aquellas gentes, que vitoreaban a quienes les habían salvado de los horrores infligidos por los ejércitos de los Dragones.
Marchaban tras los caballeros varios millares de soldados pedestres y, cerrando la comitiva para deleite de los ciudadanos, atravesaron el cielo numerosos dragones. No eran las temidas escuadras de animales rojos y azules que habían hecho cundir el pánico durante la estación invernal, sino criaturas de cuerpos dorados, argénteos y broncíneos que eclipsaron al sol con sus fúlgidas alas al trazar círculos y piruetas en ordenada formación. Se erguían sobre sus sillas varios jinetes, y las hojas dentadas de las Dragonlance despedían cegadores destellos en la luz matutina.
Concluido el desfile, los ciudadanos se congregaron para oír las palabras que en honor de los héroes pronunció el máximo mandatario del lugar. Laurana se ruborizó cuando este último afirmó que ella era la única responsable del hallazgo de las Dragonlance, del regreso de los Dragones del Bien y de las formidables victorias de su ejército. Trató de desmentir tales asertos señalando a su hermano y a los Caballeros de Solamnia, pero las ovaciones del gentío ahogaron su voz. Miró Laurana en actitud impotente a Michael, representante del Gran Señor Gunthar Uth Wistan, que había llegado poco antes desde Sancrist. Michael se limitó a sonreír y exclamar por encima del griterío:
—Deja que aclamen a su héroe, o debería decir heroína. Se lo merecen. Han vivido todo el invierno atenazados por el pánico, aguardando el día en que los dragones perversos aparecerían en el horizonte para destruirles. Sin embargo ahora contemplan a una bella joven, surgida de la leyenda, que viene a salvarlos.