—¡Pero eso no es cierto! —protestó Laurana, acercándose a Michael para que pudiera oírla. Sus brazos estaban llenos de rosas de invierno, cuya fragancia resultaba sofocante pero no osó ofender a nadie y prefirió conservarlas—. Yo no he surgido de ninguna fábula, sino del fuego, la oscuridad y la sangre. Ponerme al mando de las tropas fue una estratagema política de Gunthar, ambos los sabemos. Además, si mi hermano y Silvara no hubieran arriesgado sus vidas para devolvernos a los Dragones del Bien desfilaríamos por estas calles encadenados por los ejércitos de la Reina Oscura.
—¡Bah! Lo que a ellos favorece también es bueno para nosotros —susurró Michael, mirando de soslayo a la Princesa elfa mientras respondía a los vítores de la multitud—. Hace unas semanas ni siquiera habríamos podido mendigar al Señor de la Ciudad un mendrugo de pan seco y ahora, gracias a ti, Aureo General, ha aceptado albergar a los soldados en la urbe, suministrarnos alimento y caballos y en definitiva darnos cuanto necesitemos. Los jóvenes pelean por enrolarse en nuestras filas, que se incrementarán en más de mil contingentes antes de que partamos hacia Dargaard. y has elevado la moral de nuestros combatientes. Recuerda en qué estado se hallaban los caballeros de la Torre del Sumo Sacerdote, y observa el cambio que se ha obrado en su actitud.
«En efecto, les vi divididos en facciones rivales, sumidos en el deshonor, porfiando y confabulándose unos contra otros. Fue preciso que muriera un hombre noble y valiente para que volvieran a unirse», —pensó Laurana con tristeza. —La muchacha cerró los ojos. La barahúnda, el aroma de las rosas —que evocaban en su memoria la imagen de Sturm—, el agotamiento de la batalla y el calor que emanaba del sol primaveral se entremezclaron para aplastarla en una ola sofocante. Tan intenso era su mareo que temió desmayarse, si bien esta idea se le antojó, divertida. ¿Qué impresión causaría a los presentes que el Aureo General se desmoronase como una flor marchita?
De pronto rodeó su talle un fuerte brazo.
—Resiste, Laurana —dijo Gilthanas sosteniéndola. Silvara estaba a su otro lado y recogió las rosas, a punto de desprenderse de su debilitado pecho. La Princesa elfa saco fuerzas de flaqueza y, tras emitir un suspiro, abrió los ojos para dedicar una sonrisa al Señor de la Ciudad, que concluía en aquel instante su segundo discurso entre atronadores aplausos.
«Estoy atrapada», comprendió Laurana. Tendría que permanecer en su puesto el resto de la tarde repartiendo sonrisas y saludos, soportando encendidas arengas en las que ensalzarían su heroísmo una y otra vez, cuando lo que en realidad deseaba era acostarse en una alcoba fresca y umbría para descansar al menos durante unas horas. Todo aquello era una mentira, una vergonzosa patraña. ¡Si supieran la verdad quienes ahora la admiraban! ¿Por qué no se levantaba y confesaba que estaba tan asustada en las interminables batallas que tan sólo recordaba los detalles en sus pesadillas? ¿Por qué no les decía que era un simple comodín de los Caballeros de Solamnia, y que el auténtico motivo de su presencia allí era que, como una niña consentida, había huido un día del hogar paterno para perseguir a un semielfo que ni siquiera la amaba? ¿ Cuál sería la reacción de los ciudadanos ante tales confesiones?
—Y ahora —la voz del Señor de Kalaman resonó en la enfervorizada batahola—, es para mí un honor y un gran privilegio presentaros a la mujer que ha cambiado el rumbo de esta guerra, que ha puesto en fuga a los Dragones del Mal obligándoles a abandonar las llanuras para salvar sus vidas, que con ayuda de sus tropas ha capturado al perverso Bakaris, Comandante de los ejércitos de los Dragones, y que inscribirá su nombre junto al de Huma como uno de los más bravíos guerreros de Krynn. Dentro de una semana cabalgará hacia el alcázar de Dargaard para exigir la rendición de la mandataria enemiga conocida por el sobrenombre de la «Dama Oscura»...
Las aclamaciones del gentío ahogaron su voz. Hizo una pausa, acompañada de un ademán grandilocuente, antes de estirar la mano hacia atrás y arrastrar a Laurana junto a sí.
—¡Lauralanthalasa, de la casa real de Qualinesti! —anunció.
Tan ensordecedor era el griterío que pareció reverberar contra los altos muros de piedra. Laurana contempló aquel mar de bocas abiertas y ondeantes banderolas, y comprendió apesadumbrada que no era el relato de su miedo lo que la muchedumbre quería oír. «Ya tienen bastante con el suyo —se dijo—. Nada quieren saber de muerte y negrura. Esperan historias de amor, de esperanza y de Dragones Plateados. Como todos nosotros.»
Respirando hondo Laurana se volvió hacia Silvara para, una vez recuperadas las flores, alzarlas en el aire e iniciar su discurso frente a la jubilosa audiencia.
Tasslehoff Burrfoot disfrutaba de lo lindo. No le había resultado difícil eludir la vigilante mirada de Flint y deslizarse de la plataforma en la que le habían ordenado permanecer con los otros dignatarios. Mezclado con el gentío, podía, al fin, explorar de nuevo aquella interesante ciudad. Tiempo atrás había visitado Kalaman con sus padres y guardaba entrañables recuerdos de su mercado al aire libre, del puerto donde se hallaban ancladas numerosas naves de blanco velamen y en definitiva de las múltiples maravillas que encerraba el lugar.
Deambuló ocioso entre la festiva muchedumbre, espiándolo todo con sus curiosos ojos sin cesar de embutir objetos en sus bolas. ¡Qué descuidados eran los habitantes de Kalaman! Los saquillos de dinero habían adquirido en este burgo la extraña costumbre de caer de los cintos de las personas en las palmas abiertas de Tas. Tantos anillos y bagatelas fascinantes descubrió que imaginó que la calzada estaba cubierta de joyas en lugar de adoquines.
El kender se sintió transportado al reino mismo de la felicidad cuando se tropezó con un puesto de cartografía cuyo dueño, para colmo de dichas, había ido a contemplar el desfile. Estaban sus compuertas atrancadas con candado, y un gran rótulo donde se leía la palabra «Cerrado» se balanceaba colgado de un gancho.
«Qué lástima, pero estoy seguro de que a su propietario no le importará que inspeccione sus mapas», pensó. Estirando la mano, manipuló la pieza metálica con su proverbial destreza y esbozó una sonrisa. Unos pequeños tirones y se abriría sin oponer resistencia. «No debe preocuparle mucho mantener a raya a los curiosos cuando pone un candado tan frágil. Sólo me asomaré al interior para copiar algunos documentos y actualizar así mi colección», se dijo a sí mismo.
De pronto Tas sintió la presión de una mano en su hombro. Indignado de que alguien osara importunarlo en un momento como aquél, el kender dio media vuelta para enfrentarse a una extraña figura que se le antojó vagamente familiar. Vestía una gruesa túnica cubierta por una no más liviana capa, pese a que el día primaveral no hacía sino caldearse a medida que avanzaba. Incluso tenía las manos envueltas en retazos de tela que parecían vendas. « Vaya, un clérigo», pensó, molesto y preocupado.
—Os pido disculpas —susurró Tas al individuo que lo mantenía sujeto—. No pretendo ser grosero, pero...
—¿Burrfoot? —interrumpió el clérigo con una gélida voz que delataba cierto problema de pronunciación—. ¿El kender que lucha junto al Aureo General?
—En efecto —respondió Tas, halagado al saberse reconocido. Ese soy yo. Hace ya tiempo que cabalgo en las filas de Laura... es decir, del Aureo General. Veamos, creo que todo empezó el pasado otoño. Sí, la conocimos en Qualinesti poco después de escapar de los carromatos de los goblins, y esto último sucedió algo más tarde de que matáramos a un Dragón Negro en Xak Tsaroth. ¡Ah, qué bella historia! —había olvidado por completo los mapas—. Estábamos en aquella antiquísima ciudad que se había hundido en una caverna y se hallaba atestada de enanos gully. Nos guiaba una enana llamada Bupu, que había sido hechizada por Raistlin...