—Ése es también mi anhelo —farfulló el kender, ya apaciguado.
—De acuerdo —Laurana sonrió con tristeza—. No puedo reprochároslo, y sé que él se alegrará de veros.
Parecía estar totalmente convencida de su próximo encuentro con Tanis, así lo leyó el enano en sus ojos. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.
—¿Y si es una trampa, una emboscada?
La expresión de Laurana volvió a congelarse. Sus ojos se encogieron en rendijas fulgurantes, y la sugerencia de Flint se perdió en su crespa barba. Miró a Tas, quien meneó la cabeza.
El anciano hombrecillo emitió un hondo suspiro.
2
El precio del fracaso.
—¡Ahí está, señor! —dijo el dragón, un enorme monstruo rojo de refulgentes ojos negros y una envergadura de alas tan dilatada como las sombras de la noche—. El alcázar de Dargaard. Esperad, podréis verlo con total claridad a la luz de la luna... cuando salgamos del banco de nubes.
—Lo veo —respondió una voz cavernosa.
El dragón, al oír la punzante ira que festoneaba las palabras del hombre, inició su raudo descenso trazando interminables espirales mientras tanteaba las corrientes de aire entre las montañas. El animal espió con cierto nerviosismo la fortaleza rodeada por las rocosas brechas de las aserradas montañas, en busca de un lugar donde pudiera posarse suavemente. Nada bueno podía sacarse de zarandear a Ariakas.
En el extremo septentrional de las Montañas Dargaard se erguía su destino: el alcázar del mismo nombre, tan oscuro y ominoso como propagara la leyenda. En un tiempo, cuando el mundo era aún joven, el alcázar de Dargaard había engalanado los altos picos de los cerros, alzándose sus claros muros sobre el peñasco con una grácil belleza sólo comparable a los pétalos de una rosa abiertos al rocío. Pero ahora, pensó apesadumbrado Ariakas, la flor se había agostado. El Señor del Dragón no era un hombre poético, ni tampoco se dejaba influir por las imágenes que ofrecía la naturaleza vista desde el aire. Sin embargo, el castillo desmoronado, ennegrecido por el fuego, que se divisaba sobre la roca se asemejaba tanto a una rosa marchita en un socarrado arbusto que no pudo por menos que contemplar su desolado contorno. Las lóbregas celosías que se extendían entre las ruinosas torres ya no formaban el cuerpo de la flor, sino que más bien se asemejaban a la red del insecto cuya ponzoña la había matado.
El enorme Dragón Rojo trazó un último círculo. El muro sur, que rodeaba el patio, se había desplomado un millar de pies por el precipicio durante el Cataclismo, dejando paso franco a las puertas del alcázar. Lanzando un hondo suspiro de alivio el animal oteó el liso suelo de baldosas únicamente surcado por ocasiones hendiduras en la piedra y, en consecuencia, idóneo para un perfecto aterrizaje. Incluso los dragones, que apenas conocían el temor en el mundo de Krynn, preferían evitar la ira de Ariakas.
En el patio se desplegó una febril actividad, que recordaba a la de un hormiguero turbado por la repentina proximidad de una avispa. Los draconianos vociferaban y apuntaban hacia el cielo, mientras el capitán de la guardia nocturna corría entre las almenas sin cesar de asomarse al interior de la plaza. y tenían buenas razones para tal desasosiego. Una escuadra de Dragones Rojos estaba aterrizando en el patio, uno de ellos montado por un oficial cubierto en la inequívoca armadura de su rango. El capitán observó inquieto cómo el jinete saltaba de la silla antes de que se detuviera su cabalgadura. El dragón agitó furiosamente las alas para no golpear al oficial, levantando una nube de polvo a su alrededor que se confundió con la que también provocó el hombre en la iluminada noche, al atravesar con ademán resuelto el espacio que le separaba dé la puerta. El eco de sus pisadas resonó en las piedras como un tañido de muerte.
Cuando imprimió esta imagen en su mente, el capitán ahogó una exclamación; había reconocido al oficial. Dando media vuelta, con tanta premura que casi tropezó con un draconiano, recorrió la fortaleza sin cesar de lanzar imprecaciones contra éste en busca de Garibanus, comandante en funciones.
Ariakas descargó su acerado puño sobre la puerta principal del alcázar con un golpe atronador que alzó un remolino de astillas. Los draconianos corrieron a abrir y retrocedieron con abyecto servilismo cuando el Señor del Dragón irrumpió en el interior acompañado por una ráfaga de aire frío que apagó las velas e hizo oscilar las llamas de las antorchas.
Lanzando una fugaz mirada tras la brillante máscara de su yelmo, Ariakas vio un amplio vestíbulo circular cubierto por un vasto techo abovedado. Dos gigantescas escalinatas de trazo curvado se alzaban a ambos lados de la entrada, y conducían hasta un balcón que circundaba la planta superior. Al examinar su entorno sin reparar apenas en los viles draconianos, Ariakas vio aparecer a Garibanus por una puerta próxima a la parte superior de la escalera, abotonando sus calzones a la vez que se embutía una camisa por la cabeza. El capitán de la guardia permanecía tembloroso a su lado y señalaba con el índice al Señor del Dragón.
No le resultó difícil a Ariakas adivinar de qué compañía disfrutaba unos momentos antes el comandante en funciones. Aparentemente reemplazaba al perdido Bakaris en más de una faceta.
«¡De modo que es ahí donde está ella!», exclamó para sus adentros, sin poder reprimir un gesto de satisfacción. Atravesó acto seguido el vestíbulo y emprendió el ascenso de la escalera, saltando los peldaños de dos en dos mientras los draconianos se apartaban como ratas asustadas. El capitán de la guardia desapareció, y Garibanus sólo cobró la bastante compostura para dirigirse a Ariakas cuando éste había salvado la mitad de la escalada.
—S-señor —balbuceó, introduciendo el repulgo de la camisa bajo el cinto de sus calzones antes de bajar presuroso a su encuentro—. V-vuestra visita es un honor inesperado.
—No creo que inesperado sea la palabra —respondió el mandatario con una voz que sonaba extrañamente metálica en las profundidades de su yelmo.
—Quizá no —dijo Garibanus esbozando una débil sonrisa.
Ariakas continuó el ascenso, fija la mirada en una de las puertas del piso. Comprendiendo el destino inmediato de su señor, Garibanus se interpuso en su camino.
—Señoría —dijo en tono de disculpa—, Kitiara se está vistiendo. No tar ...
Sin despegar los labios, sin ni siquiera hacer una pausa en su resuelta marcha, Ariakas cerró su enguantada mano Y propinó un severo golpe al comandante en la caja torácica. Se produjo un sonido silbante similar al de un fuelle al expulsar el aire, sucedido por un estrépito de huesos quebrados y un seco crujido cuando la fuerza de la embestida arrojó el cuerpo del soldado contra el muro que jalonaba la escalera, situado a diez yardas de distancia. El maltrecho individuo se deslizó en silencio hasta el inicio de la escalera, el Señor del Dragón no lo advirtió. Sin volver la vista atrás culminó el ascenso, prendidos los ojos de la puerta que había llamado su atención.
Ariakas, comandante en jefe de los ejércitos de los Dragones e informador personal de la Reina de la Oscuridad era un hombre brillante, poseedor de un singular talento en los asuntos militares. Casi había obtenido el mando del continente de Ansalon y en privado empezaba a hacerse llamar « Emperador». Su reina estaba muy complacida con sus servicios, prodigándole obsequios y magnas recompensas.
Pero ahora sentía que su bello sueño de grandeza se escurría entre sus dedos como el humo de las fogatas otoñales. Le habían comunicado que sus tropas huían en desbandada de las llanuras de Solamnia abandonando la plaza de Palanthas, retirándose del alcázar de Vingaard y desbaratando sus planes de sitiar Kalaman. Los elfos se habían aliado con las fuerzas de los humanos en las Islas Ergoth. Los Enanos de las Montañas habían surgido de su sede subterránea en Thorbardin y, si los informes no mentían, se habían asociado a sus antiguos enemigos, los Enanos de las Colinas, y a un grupo de refugiados en un intento de ahuyentar de Abanasinia a los ejércitos de los Dragones. Silvanesti había recobrado la libertad, un Señor del Dragón había perdido la vida en el Muro de Hielo y, a juzgar por los rumores, los abyectos enanos gully gobernaban Pax Tharkas.