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—¿Esta criatura está a tu servicio? —preguntó ásperamente.

—Digamos que hemos llegado a un acuerdo para prestarnos ayuda recíproca —respondió ella encogiéndose de hombros.

Ariakas la contempló con recelosa admiración y, dirigiendo al Caballero de la Muerte una mirada de soslayo, envainó su acero.

—¿Suele frecuentar tu dormitorio? —siguió inquiriendo. Ahora su muñeca era presa de un punzante dolor. ...

—Va y viene a su antojo ——contestó Kitiara. Recogió en actitud despreocupada los pliegues de su bata en torno a su cuerpo, al parecer más para protegerse del fresco aire primaveral que en una reacción pudorosa y, con un escalofrío, se pasó la mano por su rizado cabello y añadió—: A fin de cuentas, éste es su castillo.

Ariakas guardó silencio, perdida en lontananza su mirada a la vez que su mente rememoraba antiguas leyendas.

—¡Soth! —exclamó, de pronto, volviéndose hacia la sombría figura—. El Caballero de la Rosa Negra.

El aludido hizo una leve reverencia en señal de asentimiento.

—Había olvidado la vieja historia del alcázar de Dargaard —susurró Ariakas sin apartar sus ahora reflexivos ojos de Kitiara—. Posees más temple del que nunca te concedí, señora, si te has atrevido a fijar tu residencia en un lugar maldito. Según la leyenda, el caballero Soth dirige una tropa de guerreros espectrales...

—Una fuerza muy eficaz en la batalla —le interrumpió la joven con un bostezo y, acercándose a una mesa situada junto a la chimenea, levantó una jarra de cristal tallado—. Su mero roce —prosiguió sonriente— puede hacer que... pero sin duda conoces sus efectos sobre quienes desconocen las artes mágicas necesarias para defenderse contra él. ¿Un poco de vino?

—¿Dónde están las elfas oscuras, los espíritus femeninos que siempre le siguen? —inquirió Ariakas observando de nuevo la faz translúcida del caballero.

—En algún lugar del castillo. —Kit volvió a estremecerse y, llenando una copa, se la tendió—. Lo más probable es que no tardes en oírlas. Como sin duda imaginas, Soth nunca duerme y sus damas le ayudan a pasar las largas veladas. —Por un instante la muchacha palideció, y se llevó a los labios la copa que ofreciera a su huésped. Pero la posó en la mesa sin sorber su contenido, presa su mano de un ligero temblor—. No resulta agradable —sentenció, antes de cambiar de tema—. ¿Qué has hecho con Garibanus?

Sin pensar siquiera en refrescar su reseca garganta con el tino, Ariakas contestó en ademán displicente:

—Lo dejé en la escalera.

—¿Muerto? —indagó Kitiara, al mismo tiempo que vertía el rojizo líquido de la jarra en una copa vacía para de nuevo obsequiar al Señor del Dragón.

—Quizá. Se interpuso en mi camino. ¿Acaso te importa?

—Su compañía era... entretenida —confesó Kitiara—. Ha ocupado el lugar de Bakaris en varios aspectos.

—¡Ah, sí! Bakaris —Ariakas engulló al fin el recio mosto—. Tengo entendido que tu primer oficial fue capturado como un necio cuando tus tropas se dieron a la fuga.

—Tú lo has dicho, era un necio —respondió lacónica Kitiara—. Se obstinó en montar a lomos de un dragón pese a estar aún tullido.

—Conozco la historia. ¿Qué le ocurrió en el brazo?

—La mujer elfa le clavó una de sus flechas en la Torre del Sumo Sacerdote. Cometió un error, y ha pagado por él. Le había retirado del mando, nombrándole miembro de mi guardia personal, pero insistió en redimirse.

—No pareces lamentar su pérdida —apuntó el dignatario ti observar la actitud de la muchacha. Su bata, anudada sólo en el cuello, apenas ocultaba su cimbreante cuerpo.

—No, Garibanus es un espléndido substituto —admitió Kit—. Espero que no le hayas matado, será un auténtico fastidio tener que buscar a otro para que viaje a Kalaman mañana.

—¿Qué vas a hacer en Kalaman, prepararte para una rendición incondicional frente a la mujer elfa y los caballeros? —preguntó con amargura Ariakas, despertando de nuevo su ira bajo los efectos del vino.

—No —contestó Kitiara, antes de sentarse en una silla rente al irritado oficial y clavarle una fría mirada—. Me preparo para aceptar su rendición.

—¡Ja! —se mofó Ariakas—. No son imbéciles. Creen estar ganando, y no se equivocan. —Enrojeció su rostro cuando levantó la jarra y la vació en su copa—. Debes la vida a tu Caballero de la Muerte, Kitiara, pero sólo por esta noche. No siempre estará junto a ti como un fiel paladín.

—Mis planes están obteniendo mejores resultados de lo que nunca imaginé —afirmó con voz queda la interpelada sin dejarse desconcertar por la furibunda mirada de Ariakas—. Si te he engañado a ti, mi señor, no me cabe la menor duda de que también el enemigo ha caído en la trampa.

—¿Puedo saber de qué modo me has engañado? —inquirió él en una actitud tan serena como mortífera—. ¿Pretendes insinuar que no estás perdiendo la batalla en todos los frentes, que no serás pronto expulsada de Solamnia? ¿Quieres hacerme creer que las lanzas Dragonlance y los Dragones del Bien no nos han infligido una ignominiosa derrota? —Elevaba su voz a cada palabra que pronunciaba.

—¡Así es! —lo espetó Kitiara, encendidos sus ojos en un inefable fuego. Estirando el cuerpo sobre la mesa, la muchacha agarró la mano de Ariakas en el instante en que éste se disponía a levantar la copa—. En cuanto a los dragones bondadosos, mis espías me han asegurado que su regreso se debe a la intervención de un Príncipe elfo y de un reptil plateado. Al parecer lograron introducirse en el templo de Sanction y descubrieron lo que allí se hacía con sus huevos. ¿De quién fue la culpa? ¿Cómo pudieron burlar la vigilancia? La custodia de ese lugar era tu responsabilidad...

Furioso, Ariakas liberó su mano de la firme garra de Kitiara. Arrojó entonces la copa de vino contra una pared de la estancia y se puso en pie para enfrentarse a tal acusación.

—¡Por los dioses, has ido demasiado lejos! —vociferó, quedando casi sin aliento.

—No adoptes conmigo tan absurda postura —le advirtió Kit y, levantándose a su vez, atravesó la habitación—. Sígueme al gabinete de guerra y te explicaré mis planes.

Ariakas contempló el mapa de la zona septentrional de Ansalon, y admitió:

—Podría funcionar.

—Funcionará —recalcó Kitiara, bostezando y desperezándose en lánguido ademán—. Mis tropas han huido de las huestes enemigas como conejos asustados. Peor para ellos si los caballeros no han sido lo bastante astutos para advertir que siempre se dirigían hacia el sur, ni para preguntarse por qué mis fuerzas parecían fundirse y desvanecerse en el aire.

Mientras hablamos, mis ejércitos se están concentrando en un protegido valle que se encuentra detrás de estas montañas. Dentro de una semana un contingente de varios millares de guerreros marchará sobre Kalaman. La pérdida de su Aureo General destruirá su moral, y la ciudad capitulará sin ofrecer la más mínima resistencia. Desde allí recuperaré la tierra que creen habernos arrebatado. Concédeme el mando de las tropas que ahora guía ese inútil de Toede, envíame las ciudadelas voladoras que te he pedido, y todos en Solamnia quedarán convencidos de haber sido arrasados por un nuevo Cataclismo.

—Pero la mujer elfa.

—No debemos preocuparnos por ella, caerá en la trampa —le aseguró Kitiara.

—Me temo que ése es el punto flaco de tu estrategia —declaró Ariakas meneando la cabeza—.¿Qué me dices del semielfo? ¿Puedes garantizarme que no interferirá?

—Lo que él pueda hacer carece ahora de importancia. Es la mujer quien cuenta, y está enamorada.—La Señora del Dragón se encogió de hombros—. Borra esa mueca de tu rostro, Ariakas, lo que afirmo es la pura verdad. Laurana confía demasiado en mí y muy poco en Tanis el Semielfo. Así sucede siempre cuando alguien quiere a otro, el ser amado es el que nos aparece como el menos fiable; fue una suerte que Bakaris cayera en sus manos.