Al percibir una leve alteración en su voz el dignatario lanzó una penetrante mirada a su oponente, pero ésta había apartado el semblante y lo mantenía oculto. Al instante comprendió que no se sentía tan segura como aparentaba, y supo que le había mentido. ¡El semielfo! ¿Por qué no quería hablar de él? ¿Dónde estaba aquel individuo? Ariakas había oído hablar de él, aunque nunca lo había visto. Especuló sobre la posibilidad de presionarla en ese punto, mas pronto cambió de opinión. Era mejor guardar para sí el conocimiento de que le ocultaba algo, pues de este modo ejercería cierto poder frente a tan peligrosa mujer. Dejaría que se relajase en su supuesta complacencia.
—¿Qué harás con la elfa? —preguntó con un fingido bostezo para respaldar su indiferencia. Sabía que ella esperaba tal reacción por su parte, de todos era conocida la pasión que profesaba por las doncellas rubias y delicadas.
—Lo lamento, amigo mío —dijo Kitiara enarcando las cejas y espiándole con gesto socarrón—, pero Su Alteza Oscura ha exigido que se le entregue la dama. Quizá te la ceda cuando haya terminado con ella.
Ariakas se estremeció antes de comentar despreciativamente:
—¡Bah! Entonces no me servirá para nada. Dásela a Soth, tu secuaz. Si mis recuerdos son exactos, solían gustarle las mujeres elfas.
—En efecto —susurró Kit. De pronto sus ojos se encogieron en meras rendijas, a la vez que alzaba la mano—. Escucha —añadió con un hilo de voz.
Ariakas guardó silencio. Al principio no oyó nada, pero de modo gradual penetró en sus tímpanos un extraño sonido. Era un hondo lamento, como si un centenar de mujeres se hubieran reunido para llorar a sus muertos. Los ecos quejumbrosos aumentaron, rasgando la quietud de la noche.
El Señor del Dragón se sobresaltó al percibir el temblor de sus manos. Alzó la vista hacia Kitiara, percatándose de la palidez que asomaba debajo de su tez curtida. Tenia los ojos muy abiertos pero cuando se sintió observaba los entornó y, tras tragar saliva, humedeció sus resecos labios.
—Terrible, ¿verdad? —farfulló con voz entrecortada.
—Me enfrenté a muchos horrores en las Torres de la Alta Hechicería, mas eran menudencias comparados con esto. ¿Qué significan tan pavorosos murmullos? —preguntó el mandatario.
—Sígueme —le invitó Kit poniéndose en pie—. Si tienes el temple necesario, te mostraré la escena.
Abandonaron juntos el gabinete de guerra y Kitiara guió al Señor del Dragón por los sinuosos corredores del castillo hasta alcanzar de nuevo su dormitorio. Una vez situados en la galería que jalonaba el espacioso vestíbulo del techo abovedado, Kit advirtió a su acompañante:
—Intenta permanecer en la sombra.
Ariakas pensó que no era precisa tal recomendación mientras continuaba su sigiloso avance por el pasillo abierto. Asomándose a la barandilla de la galería el férreo dignatario se sobrecogió ante la espantosa visión que se reveló a sus ojos y, sudoroso, se retiró con toda la rapidez que pudo hacia la penumbra de la alcoba de Kitiara.
—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó cuando la muchacha entró tras él y cerró la puerta en silencio—. ¿ Sucede lo mismo todas las noches?
—Sí —fue la trémula respuesta. La joven respiró hondo Y cerró unos momentos los ojos para recobrar el control de sus nervios—. En ocasiones creo haberme acostumbrado, y cometo el error de contemplar de nuevo lo que ahora también tú has visto. El cántico no es desagradable...
—Yo lo encuentro fantasmagórico —replicó Ariakas a la vez que se enjugaba el frío sudor que iluminaba su rostro—. De modo que Soth se sienta en su trono todas las veladas, rodeado por sus guerreros espectrales y por las tenebrosas mujeres de su séquito para arrullarse en su horrible melodía.
—Siempre entonan la misma canción —explicó Kitiara. Con aire ausente, asió la jarra de vino vacía y volvió a posarla en su bandeja—. Aunque su pasado lo atormenta, no puede sustraerse a él. Suele pasar horas meditando, preguntándose qué podría haber hecho para eludir el triste destino que lo obliga a deambular permanentemente por su reino sin un minuto de descanso. Las sombrías elfas, que desempeñaron un importante papel en su caída, reviven su historia con él. Cada noche se repite la escena, y yo me veo obligada a escuchar sus lamentos.
—¿Conoces la letra del cántico?
—Casi tan bien como él mismo. —Un escalofrío paralizó la sonrisa que trató de dedicar a su huésped—. Ordena que nos traigan otra jarra de vino y, si tienes tiempo, te relataré los hechos.
—Tengo tiempo —le aseguró Ariakas arrellanándose en su silla—. Aunque debo partir al amanecer si quieres que te envíe las ciudadelas.
Kit esbozó de nuevo aquella inefable sonrisa que tantos hombres juzgaban cautivadora.
—Gracias, mi señor —musitó—. No volveré a defraudarte.
—Espero que no —respondió fríamente Ariakas—, porque si lo haces su sino —inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo, donde los lamentos se habían convertido en un sonoro y ensordecedor aullido— se te antojará benigno comparado con el tuyo.
—Como sabes —empezó Kitiara—, Soth fue un noble y leal Caballero de Solamnia. Pero también fue un hombre apasionado, carente de disciplina, y ésa fue la causa de su declive.
»Soth se enamoró de una bella doncella elfa, discípula del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Estaba entonces desposado, pero su mujer se desvaneció de sus pensamientos en cuanto contempló la hermosura de la muchacha. Rompiendo sus sagrados votos de esposo y caballero se abandonó por completo a su pasión para, valiéndose del engaño, seducir a su amada y traerla al alcázar de Dargaard con encendidas promesas de matrimonio. Su cónyuge desapareció en circunstancias siniestra.
»Si son ciertas las estrofas de la canción, la muchacha elfa permaneció fiel al caballero incluso después de descubrir su terrible felonía. Suplicó a la diosa Mishakal que concediera a su amado la oportunidad de redimirse y, al parecer, sus oraciones tuvieron respuesta. Se concedió al caballero Soth el poder de evitar el Cataclismo, aunque al hacerlo debía sacrificar su propia vida.
»Fortalecido por el tierno afecto de la muchacha que había subyugado, Soth partió hacia Istar con la intención de detener al Príncipe de los Sacerdotes y rehabilitar su maltrecho honor.
»Pero el caballero fue interceptado en el camino por unas mujeres elfas, todas ellas discípulas del mandatario de Istar que, sabedoras de su crimen, amenazaron con arruinarle. Para debilitar los efectos del amor de su hermana de raza lo convencieron de que le había sido infiel durante su ausencia.
»Las pasiones de Soth se adueñaron por completo de él, destruyendo su cordura. Presa de unos feroces celos regresó al alcázar de Dargaard e, irrumpiendo en el vestíbulo, acusó a la muchacha inocente de haberlo traicionado. En aquel momento se produjo el Cataclismo. La gran lámpara del techo se precipitó desde su suporte y consumió en incontrolables llamas tanto a la joven elfa como a su pequeño hijo. Antes de morir, la que fuera leal amante envolvió al caballero en una maldición por la que lo condenaba a una vida eterna y pavorosa. Soth y sus seguidores perecieron también en el incendio para renacer más tarde en la espectral forma que ahora presentan.»
—Así que eso es lo que rememora —susurró Ariakas aguzando el oído.
Cántico de las elfas espectrales