Выбрать главу

– Cabalga hasta la tienda -le ordenó- y no salgas de allí.

Esperaba que no hubiera notado el miedo que sentía. Simún quiso alzar su voz:

– No he hecho más que lo que hacen todos -exclamó con indignación, sin estar demasiado segura de a quién dirigía sus protestas, si a los demás o al destino, que se había ocupado de que aquello que todos hacían siempre hubiera acabado en una terrible desgracia en su caso. Era una injusticia. Repitió con obstinación-: Y he ganado.

«Peor aún», pensó Arik, pero no lo dijo en voz alta.

De todos modos, algo debió de leerse en la expresión de su rostro, pues Simún se inclinó hacia él.

– ¿ Acaso no tengo razón? -preguntó, esta vez con un tinte de inseguridad-. ¿No está todo permitido en la carrera?

Arik asintió. Comprendía muy bien su indignación.

– En la carrera todo está permitido -corroboró con tristeza-, pero Mujzen ha perdido un diente. Y tú eres tú.

En el semblante de la muchacha se dibujaron la duda y la obstinación. Arik, en un arrebato, tiró de la niña hacia sí. Por encima del cuello del camello vio que los demás seguían reunidos en grupos, hablando. Toda la familia de Mujzen se había congregado a su alrededor y miraban con ira a la ganadora. Sin darse cuenta, Arik abrazó a su nieta con más fuerza.

– Estoy orgulloso de que hayas ganado -le susurró al oído, y esperó que no hubiese notado el angustiado latir de su corazón-. No ha sido más que una desafortunada desgracia. Ahora ve. -Y la siguió con la mirada.

– No dejes que te provoquen -gritó Simún por encima del hombro, y se despidió con la fusta.

Después desapareció tras la multitud.

Arik se volvió y vio que el anciano del clan se le acercaba. Watar y el padre de Mujzen iban a su lado. Instintivamente apretó la mano con la que sostenía el cayado.

CAPÍTULO 06

El precio de la victoria

– Esto tiene que terminar, Arik.

Esta vez el anciano no se anduvo con rodeos. Había invitado a Arik a su tienda, había echado a las mujeres y lo estaba agasajando el mismo con un té.

– Pero si no ha hecho nada malo -replicó Arik. Estaba dispuesto a proteger a su nieta hasta donde pudiera-. ¿Qué va a hacerle ella, si es la mejor jinete?

El anciano se sentó con un gemido y se volvió hacia éclass="underline"

– No tendría que habérsele permitido correr, y lo sabes muy bien.

Arik siguió defendiéndose:

– Nadie dijo nada en contra -adujo-, pero, ahora que ha ganado, los envidiosos no quieren reconocérselo.

– Pues escucha… -replicó el anciano.

Dejó vagar la mirada hacia un lado de una forma muy elocuente, como si quisiera indicar a Arik que mirara allí. Estaban solos en la tienda y, sin embargo, los rodeaban sonidos y voces que llegaban a ellos desde el exterior, desde las hogueras encendidas entre las tiendas, donde la gente se había reunido a conversar bajo el cielo estrellado. Arik escuchó.

No comprendía todas y cada una de las palabras, pero sentía la excitación de fuera, la indignación, la exaltación y -tal como comprendió con asombro- el miedo. En las voces de la gente había un temor que reconoció.

Arik agachó la cabeza. No podía fingir que no sabía de qué le hablaba. Aunque él no lograba comprenderlo, pues todo eso que temían los demás, él lo adoraba: que Simún fuera una muchacha, que su voz no flaqueara al hablar, que montara y cazara como un hombre y que pareciera atravesar con su mirada meditabunda a todos con quienes hablaba. Que una inniyah se la hubiera entregado como obsequio a todos ellos. Sin embargo, él sabía que entre la gente había quien empezaba a murmurar que también había jinn malignos.

Pensativo, miró hacia la entrada de la tienda y vio allí fuera a la esposa del anciano, sentada con sus hijas y sus nueras. Los niños saltaban por entre ellas, que los llamaban, les daban de comer y los regañaban. Los más pequeños se acurrucaban en el regazo de sus madres y escuchaban atentos las conversaciones que tenían lugar por encima de sus cabecitas.

Simún nunca había pertenecido a ninguno de esos grupos, pensó entonces Arik. Le había faltado su madre y nunca había buscado un vínculo con las demás mujeres. Ya de pequeñita prefería acercarse a los niños, con el resultado de que había aprendido a montar muy bien, a pelear y a utilizar la honda. Simún no se interesaba por las interminables historias que las mujeres intercambiaban junto a la hoguera sobre lo que hacían todos los del pueblo, quién amaba a quién y quién era desgraciado con quién. Una vez incluso se lo había dicho ella misma, y a él le había parecido bien. ¿Había sido acaso cómplice de su aislamiento? Arik tuvo la sensación de que, esa tarde, todos los de la tribu estaban sentados en compañía de alguien, incluido él. Sólo Simún, en su tienda, estaba sola sin saber qué la aguardaba.

Tensó los músculos. Se sentó bien erguido y dio un sorbo a su té, pero le temblaba la mandíbula. «Me hago viejo -pensó-. Viejo y débil. ¿Qué será de ella cuando yo ya no esté y tenga que enfrentarse a todos?»

La voz del anciano adoptó un tono conciliador cuando le puso una mano en el hombro y dijo:

– Lo de Mujzen está bien convenido, te lo digo yo. Has hecho lo correcto.

Arik asintió, pero sintió un escalofrío al pensar en ello. El padre de Mujzen, como era de esperar, había exigido una compensación por que su hijo hubiese quedado desfigurado: joyas y ganado que más tarde pudiera añadir a las encarecidas arras que tendría que pagar. Arik no tenía suficiente de ninguna de las dos cosas, de manera que había aceptado la única solución que le quedaba: había ofrecido una novia para Mujzen.

Al recordarlo, sin darse cuenta volvió a sacudir la cabeza. Abrió sus viejas manos gotosas, con las que había sellado el trato, y se las quedó mirando. No sabía de dónde sacaría el coraje para explicárselo a Simún.

El anciano volvió a ponerle la mano en el hombro.

– Ocúltaselo de momento a tu nieta. Enséñale humildad, eso le irá bien como futura esposa. -Asintió-. Por su bien -añadió, y le dio un par de palmadas a Arik en el hombro para infundirle ánimo-. Por el bien de todos.

– ¿Abuelo? -Cientos de preguntas no expresadas y un reproche se escondían en esa palabra con la que Simún lo recibió.

Arik hizo un gesto para que lo dejara tranquilo, estaba cansado. Se derrumbó en su yacija y, sin oponer resistencia, dejó que su nieta se llegara de un salto junto a él, le quitara el cayado y le pusiera una taza en la mano. El vapor del té caliente le golpeó en la cara preñado del aroma de ese cardamomo que normalmente tanto adoraba. Inspiró hondo su fragancia, que le recordaba a tiempos más felices, y se sintió mayor. Entonces sacudió la cabeza y dejó la taza a un lado. «Ya basta de té por hoy.»

Vio el dibujo de la alfombra, desgastado en el lugar donde colocaba siempre los pies al sentarse. Vio las deslustradas manchas de la tetera y los rincones raídos de las pieles de la tienda, y le sobrevino la sensación de que todo había llegado a su fin.

– Abuelo, ¿qué ha pasado? ¿No he ganado?

El anhelo y el tenue desaliento que oyó en su voz le dolieron. Más aún la ilusionada esperanza que percibió también de que él, con sus débiles fuerzas, pudiera arreglarlo todo. Habría preferido verla imperiosa y orgullosa, con un brillo en la mirada, como la había conocido siempre. ¿Dónde estaba su obstinación de antes? ¿Qué la había hecho desvanecerse en ese rato? Ciertamente habría merecido toda su ira, pero su nieta le quitó las sandalias con cierto recelo, le lavó los pies y volvió a ofrecerle la bebida caliente mientras se arrimaba cariñosamente a él.

– Dímelo de una vez.