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Simún subió la escalinata. Con una sacudida quiso quitarse de encima la mano que se posó en su brazo, pero entonces reconoció a Shams.

– ¿Dónde estabas? -bufó, todavía exaltada, pero calló al divisar tras su amiga a Mujzen, pálido de inquietud.

El joven, que se había echado encima a toda prisa el distinguido manto y el collar, signos de su autoridad, se balanceaba tímidamente sobre las puntas de los pies mientras seguía cogido del brazo de su mujer. Simún los miró impacientemente a uno y a otro. Intuía lo mucho que significaba la reconciliación para Shams, y en circunstancias normales… Pero su pensamiento iba de aquí para allá. No, no podía compartir con ellos ese momento, no podía alegrarse, no quería. Con una sonrisa ausente le dio unas palmaditas a su amiga en el brazo.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Shams, desconcertada.

Simún siguió subiendo la escalinata con impetuosidad. Cualquier cosa menos esa pregunta. No quería tener que decir ni explicar nada. No pronunciaría aquello que tanto daño le hacía.

– Yada es en realidad el rey de Hadramaut, que vino a asesinarme. -Le sonó ridículo. El esfuerzo que tuvo que hacer para no romper a llorar casi la destrozó.

Shams, sobresaltada, se llevó una mano a la boca. A Simún le habría gustado darle una bofetada por ese gesto banal.

Mujzen y Marub cruzaron una rauda mirada por encima de las cabezas de las mujeres. El jefe de los establos alzó las cejas y el guardián asintió. El dromedario extraño; no tuvieron que desperdiciar ni una palabra al respecto. La mirada de Mujzen se dirigió entonces a un lado. Shams sintió su nerviosismo, no se estaba quieto.

– ¿Qué sucede? -preguntó y se apartó de Simún, que con una expresión ausente había rechazado sus intentos por consolarla.

– Lo vi salir -espetó Mujzen. La ese siseó más que nunca a causa de su agitación-. A él, en el palacio.

Señaló a Yada con un dedo tembloroso.

– Sí -dijo Simún con voz ronca, y se agarró el vestido para seguir subiendo. Quería llegar al fin a la paz de una estancia en la que pudiera estar sola-. Ya lo sé.

– No, no -prosiguió Mujzen a toda prisa-. Cuando tú no estabas. Vos, quiero decir. -Lanzó una mirada a su mujer y se ruborizó muchísimo. Después bajó la cabeza-. De noche.

– ¿Qué hacías tú en el palacio de noche? -preguntó Shams con asombro.

Mujzen levantó la cabeza.

– El caso es que lo vi. Lo vi salir de los aposentos de Dhahab -dijo con voz firme. Evitó la mirada de Shams y miró a Simún a los ojos-. De las habitaciones de tu madre.

CAPÍTULO 54

Estancias cerradas

Las varas de las lanzas golpearon las puertas talladas de los aposentos de Dhahab. Como nadie abría, Marub, con una expresión furiosa, dio orden de echarlas abajo. Los hombres cogieron impulso, pero justo en el último momento se oyeron unos pasos presurosos, el cerrojo rechinó y vieron el rostro espantado de una criada que agachó enseguida la cabeza y se retiró.

Simún no había vuelto a ver a Dhahab desde que volviera de Hadramaut con el cadáver de su padre. Todos esos años, su madre se había exiliado voluntariamente en su ala del palacio y se había ocultado de ella. Esta vez, sin embargo, salió con orgullo, cubierta de joyas como una reina, peinada, maquillada y más que preparada.

«Todavía es hermosa», fue lo primero que pensó Simún, que aguardaba algo apartada para observarlo todo. Estaba claro que para Dhahab era importante mostrar esa belleza en todo su esplendor. Gruesas líneas de kohl perfilaban sus ojos ausentes, la malaquita machacada prestaba su brillo verde a los párpados, y tanto labios como mejillas relucían de rojo como granos de granada.

Esos labios repletos, húmedos, se abrieron entonces en una sonrisa burlona.

– ¡Tenemos que haceros unas preguntas, mujer! -clamó Marub, pero ella hizo caso omiso y se dirigió, por el contrario, a Yada, que colgaba medio muerto entre dos de los guardias.

– ¿De modo que por fin te has atrevido? -exclamó, se acercó a él y le escupió.

Yada alzó la cabeza oscilante y la miró con odio.

– Fracasado -siseó Dhahab.

Después alzó la cabeza y buscó a Simún con la mirada. Al encontrarla no dijo palabra, simplemente se quedó allí de pie, pero la sonrisa sarcástica que cubría todo su rostro transmitía bien su mensaje. «Tampoco éste te ha querido -decía-. Nadie, nadie te ha amado jamás.» Y alzó la barbilla bien alta.

Marub perturbó su ánimo triunfal.

– ¿De modo que admitís estar aliada con él?

– ¿Aliada? -La voz de Dhahab fue crispada. Rió-. Fui yo quien lo invitó a venir. -Hablaba en voz muy alta, como si quisiera dar un discurso-. Yo lo agasajé. -Puso una expresión obscena que se transformó en una mueca de ira-. Y lo maldeciré eternamente por no haberlo conseguido.

– Eso no es cierto -dijo Yada con voz débil mientras intentaba ponerse otra vez en pie.

– Ah, ¿no? -se burló Dhahab, que se acercó a él sin que Marub se lo impidiera-. ¿Acaso temes compartir conmigo la muerte, cobarde?

Yada sacudió la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla.

– Tú y yo, en la vida como en la muerte, nunca hemos compartido nada. -Una tenue sonrisa apareció en su rostro ensangrentado-. Y lo sabes.

Dos hombres tuvieron que retener a Dhahab, que se abalanzó sobre él.

Simún sintió repugnancia y les dio la espalda. Su mirada recayó en Mujzen, al que Shams se arrimaba con temor.

– Me has vuelto a salvar -dijo con crudeza.

Buscó más palabras, pero no las encontró. Dio media vuelta y se alejó corriendo.

El joven, estupefacto, la siguió con la mirada. Muy lentamente empezó a sentir las amorosas caricias de la mano de Shams en su brazo. La estrechó contra sí y le besó el pelo.

– Que esa noche estuviera yo en el palacio… -empezó a decir con vacilación.

Ella alzó el rostro hacia él y le puso un dedo en los labios. Durante un rato se miraron a los ojos y entonces él le besó la yema del dedo con delicadeza. Igual que aquella primera noche, cuando vieron desaparecer a Simún, se sintió agradecido y feliz de tener a Shams a su lado.

Simún corrió sin rumbo por los pasillos hasta que al final se quedó sin respiración. ¿De qué quería huir? Todo había sucedido ya. Tras ella, las puertas de los aposentos de Dhahab estaban abiertas de par en par. Desde ese momento, todas las puertas del palacio permanecerían abiertas. Ningún secreto más, ningún remordimiento. Simún respiró hondo y se irguió. Avanzó con paso decidido y entró por primera vez en su antiguo dormitorio. Las puertas de celosía de madera que daban a la terraza sólo dejaban entrar parte de la luz crepuscular, pero pudo ver que la sábana del lecho seguía arrugada. La lámpara estaba volcada en el suelo y el aceite se había quedado rancio y seco hacía tiempo. Todo lo cubría una espesa capa de polvo.

Con un solo movimiento empujó las puertas hacia fuera, pero se quedó entonces inmóvil en el umbral. Allí estaba, el pretil y, detrás, las columnas con los zarcillos de capuchinas, las rosas que brillaban al anochecer, los rostros de muchacha de la pasionaria ya en penumbra, los arbustos de hibisco alrededor de los cuales zumbaban todavía las abejas de la tarde. La fuente del estanque de los peces, corazón de su jardín, borboteaba en voz baja como si tuviera algo que explicar. Simún inspiró hondo. ¿No era un leve aroma a higos, tenue, apenas perceptible, huidizo, lo que impregnaba el aire? Se volvió y siguió andando.

– Abrid -ordenó a los pasmados guardias que vigilaban la puerta sellada de la estancia de Shamr.

Hicieron falta varios golpes para romper el sello y que las puertas de madera se abrieran después de años de no haberse movido en sus goznes de cuero.

«De modo que fue aquí -pensó al entrar-. Aquí le corté la cabeza al mukarrib. En otra vida.» Se acercó a la alcoba del lecho y salió luego a la plataforma desde la que se dominaba la ciudad. Por debajo se extendía el vertedero, umbrío bajo el cielo ya violeta. El viento soplaba sin impedimentos, como un nómada del desierto, y jugaba con sus velos de nubes azules. El vacío de allí fuera le sentó bien.