– Ha dicho que vayas a verla a tu cabaña.
Yada se volvió, sorprendido, esperanzado. Pero la lámpara se había apagado y, a la luz de la luna, el rostro de Incienso parecía tan enigmático y seductor como su mensaje.
– Quería esperarte allí.
Mujzen aguardaba indeciso en la oscuridad del establo. Normalmente le gustaba ese lugar, los tenues sonidos de los camellos, los sacos de sus hocicos y el cálido vapor de la vida animal que todo lo cubría, también a uno mismo, si se arrimaba a los tibios flancos lanudos de un camello y miraba al cielo estrellado. Le gustaban las grotescas siluetas de sus jorobas, que se repartían aquí y allá como pequeñas colinas solitarias a la luz de la luna, y la pesada oscilación de sus cuellos cuando se acercaban a mendigarle una golosina. Los conocía a todos y cada uno por su paso y por la forma en que se movían. Había tardado apenas un instante en encontrar al animal de Hadramaut.
Shams bostezó a su lado y cambió de postura.
– ¿Qué quieres hacer ahora? -le preguntó con cariño, y se arrimó a él-. No puede hablar como si fuera una persona. Volvamos a casa.
Mujzen soltó la brida con el que había tirado de la cabeza del reticente animal hacia sí. Llevaba un rato mirándolo, pero no había visto en él nada que pudiera responder sus numerosas preguntas, ninguna prueba irrefutable de que hubiera llevado en sus lomos al hijo de un rey que hubiera llegado con planes asesinos. ¿Qué habría podido probar un animal? Le dio unas palmaditas como despedida y se ganó por ello un cabezazo.
El dromedario estiró el cuello con un quejido y volvió la cabeza, con sus bellos ojos de largas pestañas, a derecha y a izquierda. Sin embargo, por lo visto no se decidió a echar a andar para ninguno de los dos lados, sino que se puso a husmear con el morro un cardo que había cerca de las sandalias de Shams.
Mujzen suspiró.
– Tienes razón -dijo, pero tampoco él se ponía en marcha. Se quedaron un rato más allí, contemplando el ascenso de las estrellas sobre las negras siluetas de las crestas de las montañas y escuchando los sonidos de la noche-. De todos los lugares posibles -dijo el joven entonces-, éste es el que más me recuerda a casa.
Shams comprendió enseguida a qué se refería. Se inclinó contra él.
– ¿También tú sueñas a veces con volver? -le preguntó, y sintió que asentía. Shams rió levemente-. Shams y Mujzen, señores de cien camellos. -Alzó la mano, como si dibujara la escena en el cielo-. Creerían que hemos estado con los jinn.
Mujzen resopló con aquiescencia.
– Tubba pondría unos ojos como platos.
– Y Hamyim cerraría la boca de una vez por todas -añadió Shams.
Los dos rieron.
– Y al viejo Arik -dijo Shams con cariño- le prepararíamos sémola con leche, y un cabrito asado al que la carne se le desprendería del hueso. Así lo podría comer con los pocos dientes que le quedan.
Guardaron silencio un momento, perdidos en el pasado. Oyeron entonces unos pasos y se separaron con pudor. Un mozo de los establos se les acercó y los saludó respetuosamente antes de vaciar con brío un cubo lleno de comida entre los animales, que se acercaron con curiosidad.
El hombre se quedó allí de pie y miró cómo los primeros bajaban la cabeza para olfatear las golosinas. Como el animal de Hadramaut dudaba, Mujzen le dio unos golpes en el flanco para animarlo. El dromedario se apartó, sobresaltado.
– Ah, nuestra belleza tímida -comentó el mozo, y sacudió la cabeza-. Un animal bien extraño.
– ¿Por qué? -preguntó Mujzen con interés, y contempló cómo se acercaba a los demás para comer.
– Bueno, nunca se ha acostumbrado a mi mano -rezongó el mozo, un hombre mayor en cuyo pelo blanco se reflejaba el resplandor de la apartada hoguera de sus compañeros.
Mujzen señaló al dromedario.
– Pues parece un buen animal -afirmó.
El viejo río.
– Me ha mordido todas las veces que he intentado acariciarlo. Nunca deja que me acerque, y tampoco a los demás. La bestia estaba polvorienta y con el pelo apelmazado, ja, ja.
– ¿Y cómo es que ya no es así? -preguntó Shams con curiosidad.
– Porque un día vino mi nieta al establo -dijo el viejo, y les guiñó un ojo-, una niñita muy despierta pero movida como una langosta, que no hace más que saltar de aquí para allá y siempre me dice: «Abuelo, llévame a ver tus camellos.» -Volvió a guiñar el ojo-. Un día será tan bella como vos.
– Que Almaqh la bendiga -dijo Mujzen con formalidad, y empujó un poco a Shams, que sonreía, para protegerla tras de sí.
El viejo se rascó la cabeza.
– Bueno, sea como fuere, el caso es que alargó la mano hacia el animal y el bicho se acercó a olerla y, como yo le había puesto un cepillo en la mano para que lo almohazara un poco, ved, se quedó quietecito como un cordero. La bestia incluso se dejó montar, aunque hasta ese momento todos habíamos tenido problemas. Entonces lo supe.
– ¿El qué? -preguntó Mujzen con impaciencia.
– Bueno, el otro día lo comprobé, le dije a Sharar que hiciera montar a su hija en el animal, y también se dejó. Con esa bestia sucede como en el cuento del dragón y de la inniyah, señor, si lo conocéis. -Los miró y sonrió con orgullo-. Sólo deja que lo monten vírgenes.
Parecía estar muy satisfecho de haber llegado a esa conclusión, pero Mujzen sacudió la cabeza. Los cuentos eran cuentos y había aprendido a no creer en ellos aquella noche en el uadi, cuando la serpiente mágica no apareció y, en lugar de eso, quedó atrapado por la riada. Por supuesto que conocía la historia del dragón y la inniyah, todo el mundo la conocía, pero que un camello supiera ver la virginidad era bastante menos verosímil. Además, en los establos había oído decir cosas sobre la hija de Sharar que prefería no repetir delante de los oídos del padre. Aun así, algo empezó a rumiarse, algo que encajaba con la palabrería del viejo.
Shams lo comprendió antes que él. Le apretó la mano, exaltada.
– ¡Sólo lleva a mujeres! -dijo.
Se miraron con espanto.
CAPÍTULO 56
Incienso se sonrió mientras recorría la muralla de la ciudad. Le mantuvo cerrado el hocico al camello hasta que pasaron las puertas, pero después lo llevó de las riendas, libre y confiado. Hasta ahí había resultado todo muy fácil. Simún había bebido vino profusamente y Yada se había ido a los huertos para esperarla allí. Había llegado el momento de llevar a Simún con él. Ay, todos ellos tan llenos de amor y confianza… Incluso Marub, el de pocas palabras, la había creído cuando le había explicado que le daban miedo las serpientes. No pudo reprimir una sonrisa al recordar la escena.
Bueno, en parte había sido cierto: la serpiente había entrado en su cabaña, había matado a su hermana y tampoco su padre se había librado, pues había dudado demasiado, había sido demasiado lento. Incienso veía aún brillar el sudor de su frente, aún oía los gritos de sus hermanas. Después, sin embargo, ella misma se levantó, agarró al animal de la cola y lo mató de un golpe contra la pared. Con el cadáver en la mano miró a su padre agonizante. En aquel momento lo despreció, a él y a la pobreza del agujero de barro en el que vivían. Miedo, sin embargo, era algo que no había vuelto a sentir desde aquella noche. Iba golpeando con un palo las sombras sospechosas, hurgaba entre los matojos que había a sus pies. Ninguna serpiente le impediría hacer lo que tenía previsto.
Olió la montaña de basura mucho antes de verla, un aroma dulce a carne y descomposición, recorrido durante el día por el zumbido incesante de miles de moscas. También los perros sin amo hurgaban por allí -vio aparecer los oscuros contornos del montículo a la luz de la luna- y personas que rebuscaban algo que pudiera aprovecharse. Sin embargo, en mitad de la noche todo aquello estaba desierto. Las moscas esperaban a la luz, y las personas habían desaparecido por el miedo y las supercherías. Incienso no tenía miedo de los fantasmas. Su pueblo pertenecía a los espíritus, eran almas de árboles presas de la esclavitud de Hadramaut, pero Karib los liberaría, se lo había prometido.