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Al oír esas palabras, Mujzen se volvió de golpe y la fulminó con la mirada. Cuando vio el rostro preocupado e inocente de Shams, su ira se vino abajo.

– Porque… -empezó a decir con vacilación. Sin embargo, bajo la vergüenza que lo torturaba comenzó a moverse despacio la maliciosa chispa de un nuevo sentimiento, el deseo de hacerle daño. «Si así lo quieres…», pensó, y cogió aire antes de proseguir-: Porque ella es la mujer por la que yo me encontraba en palacio aquella noche.

Los labios de Shams formaron un «oh» silencioso. Mujzen no pudo renunciar a un gruñido de furia. Sí, era muy diferente saber el nombre de aquel con quien le habían sido a uno infiel, ¿verdad? Observó el semblante compungido de Shams y supo que imaginaba lo mismo que él estaba imaginando: la figura extraordinariamente grácil de Incienso, sus extraños ojos, cuyo color era tan difícil de dilucidar como los pensamientos que se ocultaban en su interior, la majestuosa frente arqueada que hacía pensar en una estatua, sus dedos largos y hábiles, que habían recorrido todo el cuerpo de él, y el tono ceniciento de su piel, que habría ardido en algunos momentos bajo las manos de Mujzen, tan abrasadoramente caliente que él creía sentirla aún algunas noches, aunque fuera Shams la que yacía en sus brazos.

Mujzen tragó saliva, tenía la boca seca como el polvo. En ese momento se iluminó claramente en él la tristeza. No por haber sido infiel, no por haber sido utilizado por aquella muchacha, porque fuera una traidora y él se hubiera dejado engañar. Sino sobre todo porque jamás volvería a poseerla. Sabía que Shams también lo había comprendido así. Sin mirarla, alargó una mano hacia ella y se sintió feliz cuando su mujer la estrechó.

Al acercarse, Incienso comprobó con alivio que en la cabaña ardía una luz, de modo que Yada había conseguido llegar y la estaba esperando, tal como habían convenido. Desató el fardo y lo dejó caer al suelo. Después desmontó de la silla y sacó el arco que guardaba en ella. Con cuidado sacó del carcaj su flecha, una flecha de Hadramaut. Ya sólo tenía que ocuparse de eso y después podría regresar al palacio. Se presentaría con inquietud en el rostro y miedo en la voz, y ese gigante, Marub, la seguiría hasta la cabaña como un cabritillo atado por un cordel. Porque la amaba. Casi se echó a reír. El amor generaba una confianza mortífera.

Colocó la flecha contra la cuerda y probó a apuntar con ella en la oscuridad. Así encontrarían a la reina, caída a causa de un arma de Hadramaut, y a su asesino no muy lejos de ella. ¿A quién le importaría que estuviera muerto, o casi? En Saba nadie haría preguntas, y Karib sólo esperaba la noticia que le dijera que el trono sería suyo en el futuro.

La puerta se abrió a medias e Incienso apuntó hacia la figura cuyos contornos aparecieron en el pálido resplandor.

– ¿Qué…? -espetó Yada aún, y quiso caminar hacia ella, pero la flecha lo clavó al marco de la puerta.

Incienso bajó el arco despacio, se acercó a él y lo miró con la cabeza ladeada. Temblaba aún de la conmoción; tenía los ojos muy abiertos, la respiración superficial y jadeante. La flecha que lo retenía se le había clavado en el hombro derecho.

– Por poco -dijo Incienso, y le tocó la herida casi con cariño-. Eres verdaderamente rápido. -Se encogió de hombros-. Bueno, poco importa. Que los sabeos acaben contigo.

Dicho eso, dio media vuelta y puso la segunda flecha en el arco para matar finalmente a Simún. No había suficiente luz, así que se detuvo a pensar un momento. En lugar de acercarse más a su víctima, dio un paso hacia atrás y abrió la puerta de una patada para que la luz de la lámpara iluminara toda la explanada.

– Bueno. -Alzó el arco y apuntó con cuidado-. ¡Ay, maldita sea!

Una patada de Yada le hizo perder el equilibrio y erró el tiro. La flecha siseó lejos de su blanco, en la oscuridad. La muchacha dio media vuelta y le propinó un golpe con el arco en toda la cara. Yada soltó un quejido y se estremeció. De nuevo alzó Incienso el puño, pero entonces oyó unos pasos y alzó la cabeza.

Por entre los árboles se acercaban unas teas, aún estaban lejos, pero avanzaban en dirección a ellos; ya se oían voces. La luz de la cabaña los delataría. Incienso volvió a maldecir. No tenía mucho tiempo. Calculó con la mirada la distancia que había hasta el camello, en cuya silla colgaba el carcaj, y decidió que no llegaría. En lugar de eso, echó la mano hacia atrás y, con un tirón brutal, arrancó la flecha del hombro de Yada y la colocó contra la cuerda. La sangre goteaba de su punta temblorosa a la arena cuando la alzó a toda prisa. Disparó sin dudarlo.

– ¡Simún! -oyó que gritaba alguien en ese mismo instante, muy cerca.

Era Shams. Un crujido de ramas. Ya era hora de desaparecer.

La oscura silueta que era Simún profirió entonces un quejido en respuesta al grito, como una burla a los esfuerzos de Incienso. Preparada ya para salir huyendo, tensa de la cabeza a los pies y dispuesta a echar a correr como el rayo, permaneció aún un momento clavada al suelo. El odio arreciaba en su interior. ¿Por qué no se moría ya? ¿Por qué se empecinaba en encadenarla a ella y en encadenar a su pueblo a los árboles sagrados? ¡No era su esclava!

Con un grito de ira, Incienso se volvió para abalanzarse sobre su enemiga, pero entonces sintió que algo la retenía y tiraba de ella hacia atrás. Algo le apretaba en el cuello. ¡La cadena! Yada la había agarrado de la cadena que le había robado a Simún poco antes. Incienso se tambaleó, tropezó, intentó librarse de Yada y finalmente consiguió sacar la cabeza de la cadena en la que el joven tenía enredados los dedos. Se puso a gatas como pudo, jadeando, y sintió que sobre ella se cernía una gran sombra. Echó la cabeza hacia atrás y vio la cara desfigurada de Marub.

– ¡Deprisa! -exclamó, e intentó librarse por fin de las manos de Yada, que estaba medio inconsciente y mascullaba algo ininteligible-. Ha sido él. Aquí. El le ha disparado.

Marub se la quedó mirando, miró al arco que estaba junto a ella y al joven contra el que aún se resistía con fuerza, intentando ponerse de pie. Entonces le tendió a Incienso una mano, era la primera vez que sus dedos se tocaban, y la alzó hacia sí. La miró largo rato, incapaz de decir una palabra. También Incienso callaba, tan sólo le sostenía la mirada. Y poco a poco sonrió. Alzó la mano para tocarle la cara con mucha suavidad, como la primera vez. Su dedo le rozó la ceja, siguió la cicatriz, acarició el borde del orificio muerto. Marub estaba quieto como un condenado.

– ¡No! -gritó Mujzen desde lejos, incapaz de decir a quién iba dirigida su advertencia.

El brazo izquierdo de Incienso se alzó sin dudarlo un instante con el cuchillo.

Marub, no obstante, atrapó su mano con seguridad sin apartar siquiera la mirada de su rostro, que seguía mostrando aquella sonrisa victoriosa. Con un solo movimiento le tajó la garganta.

Mujzen gritó como un animal al ver caer el cuerpo. Después se detuvo y bajó la cabeza.

Pasando por encima de Incienso, Marub se acercó a Yada y se arrodilló junto a él. Al muchacho le costaba abrir los ojos, pero intentaba ponerse de pie. Marub se lo impidió, examinó brevemente su herida y después le dio unos golpecitos en el hombro. Con una señal, ordenó a algunos de sus hombres que lo incorporaran.

– Pronto podrás volver a utilizar la pala -dijo, y se levantó.

Yada enseñó los dientes.

– Eso y una espada -espetó.

Marub soltó una risa atronadora y le dio la mano para ayudarlo a ponerse en pie.

– Por mí, no, amigo mío. Por mí, no.

Se dirigió entonces hacia donde estaban Shams y Mujzen, arrodillados junto a Simún.

Cuando la vio a la luz de las antorchas, desnuda y vejada, dejó escapar un lamento sin darse cuenta, pero Shams alzó la cabeza hacia él con lágrimas de alegría en las mejillas. Le dio la flecha que había encontrado en el suelo.

– Sólo le ha rozado el pelo -dijo, en su voz había llanto y risa-. Sólo el pelo.