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Con cariño le apartó a Simún los mechones sucios de la frente.

CAPÍTULO 58

Serpientes y bodas

Los cuerpos negros y brillantes de los animales se enroscaban entre sí en continuo movimiento. Cubrían el cadáver de Incienso, del que sólo se veía una mano aquí y allá, pálida de muerte, o un trozo de rostro entre escamosos meandros, como una aparición demoníaca. A Yada se le erizó todo el vello al verlo.

Marub cerró de un tirón el saco de cuero, que se retorcía y siseaba con furia. Sin embargo, los colmillos de las serpientes no lograrían atravesarlo. Les hizo una señal a los hombres que acompañarían a Yada para que alzaran el saco y lo ataran a la silla, y ellos obedecieron con expresión tensa y mascullando oraciones. La traidora regresaría a su hogar marcada para siempre, hasta más allá de la vida, y compartiría su tumba con las serpientes. Todo lo maligno desaparecería con ella de Saba. Así lo esperaban.

– Un bonito regalo para Karib -dijo Marub, y señaló con el mentón hacia el saco, que todavía se meneaba, repleto de vida venenosa.

Yada asintió con gravedad.

– Me encargaré de que lo abra personalmente, y también le entregaré eso. -Su mirada se dirigió a la placa de alabastro que habían amarrado a lomos de una segunda bestia de carga.

Después se volvió hacia el Salhin, pero sus puertas estaban cerradas.

– Su madre morirá hoy -dijo Marub.

Yada palideció. A pesar de todo el odio que sentía por esa mujer que lo había torturado con sus deseos y que casi había conseguido que Simún muriera, era una madre y, por tanto, su vida era tabú, sobre todo para los hijos que había alumbrado. No envidiaba a su amada en ese día y esa hora.

– ¿Quién lo hará? -preguntó.

Marub dio unos golpes a su espada. No rehuiría ese deber. Bayyin lo había preparado todo ya para el ritual de expiación posterior. Se recluiría durante cuarenta días en una cabaña que había junto al templo del valle para ayunar y rezar hasta que Athtar lo escuchara y le concediera su piedad. Esa noche la luna se oscurecería, así lo había predicho Bayyin, pero volvería a brillar sobre Marib en señal del favor renovado de Athtar. Su rostro palideció al pensarlo. De nuevo toqueteó la empuñadura de su arma.

– Dile… -quiso pedir Yada, pero enseguida sacudió la cabeza.

Los camellos estaban inquietos, los hombres montaban ya. Eran hombres de Hadramaut, miembros de la tribu a los que el llamamiento de Yada para derrocar a Karib había puesto de su parte. Profirieron unos chillidos guturales y alzaron sus armas. Se dirigían hacia el enemigo, tal vez hacia una guerra. Habían acudido pocos, Yada esperaba encontrar a más por el camino, pero la traición podía acechar en cualquier parte. Había rechazado la oferta que le había hecho Simún de llevar consigo guerreros de Marib.

«¿Seguiré mañana con vida?», pensó Yada. Montó y alzó la mano para despedirse. Al cabo de unos instantes, sólo el polvo indicaba que el rey de Hadramaut había partido a reconquistar su reino.

Dhahab estaba muy erguida en el lugar de la ejecución. Habían elegido los rocosos pies de una colina que quedaba al oeste de la ciudad, pues todo el mundo estaba convencido de que su sangre secaría el suelo para siempre. Simún había acudido pese a que Bayyin le había aconsejado lo contrario.

– Es tu madre -le había advertido.

– Por eso mismo -dijo Simún para silenciarlo, pues no habría soportado aguardar en sus aposentos, caminando de aquí para allá sin poder evitar imaginar lo que estaría sucediendo. Sin tener una última posibilidad de captar una mirada, una palabra más de Dhahab que le hiciera posible comprenderla-. Es mi madre -añadió con voz ronca, y carraspeó.

Bayyin le hizo una señal a Marub, que se puso en marcha. Dhahab lo vio llegar y retrocedió ante él todo lo que le dejaron las cadenas y los guardias que la rodeaban. Los curiosos se apretaban tras ellos, los más indiscretos habían buscado un lugar en la pendiente para contemplar el espectáculo desde arriba.

– Es ella quien merece la muerte -graznó Dhahab, y señaló a su hija-. Ella, no yo. -Miró en derredor con angustia-. ¿Acaso no mató al legítimo rey? ¿No llevó a los mejores de la ciudad a una guerra sin sentido? ¿Cómo, si no, habría acabado sentada en el trono? ¿Quién es ella? Nadie, una beduina. ¡Pero os ha hechizado a todos!

Al oír eso, algunos guerreros retrocedieron involuntariamente.

Dhahab, triunfante, enseñó los dientes.

– Ella llamó a las ratas y destruyó el dique -exclamó, victoriosa-. Tiene trato con las serpientes. Es un espíritu negro y maligno que ha hecho nido entre nosotros, cuando en todas partes lo han repudiado.

– ¡Madre! -Temblando de indignación, Simún dio un paso al frente.

Dhahab se volvió hacia ella:

– No me llames así-bramó-. Tú no eres mi hija. Fuiste un engendro, desde que viniste al mundo. ¿No me creéis? -gritó hacia la ladera con la cabeza echada hacia atrás, y su risa burlona resonó por doquier-. ¡Pues mirad!

Antes de que Marub o Bayyin pudieran detenerla, se abalanzó sobre Simún, la hizo caer al suelo y, con las manos encadenadas, tiró de su sandalia. Desde su regreso, Simún volvía a usar el calzado dorado que su padre había mandado confeccionar para ella. Era una costumbre que no quería abandonar. Nadie había vuelto a verla descalza desde la muerte de aquel joven beduino que quiso robarle el alfiler.

Dhahab luchó como una leona y, entre gritos y maldiciones, consiguió quitarle el zapato a Simún. Entonces se hizo el silencio. Dhahab, jadeante, miró el inocente pie moreno de Simún, que no tenía defecto alguno.

– Tú no eres mi hija -siseó.

– Entonces tú no eres mi madre -repuso Simún con calma.

Se puso de pie y asintió. Dhahab seguía mirando de rodillas el lugar del que Simún acababa de levantarse cuando Marub alzó la espada. Un grito ronco de la muchedumbre acompañó su descenso.

El palacio al que entró Yada estaba vacío. Fue recorriendo sala por sala con pasos resonantes. Debía de haberse corrido la voz de que el primer grupo de guerreros que Karib enviara contra él se había pasado a su bando. No había llegado a encontrarse con un segundo. Cuando sus hombres, embriagados ya de victoria, llegaron cabalgando a las puertas de la capital, éstas se habían abierto sin que tuvieran que luchar.

Su entrada pareció una procesión festiva que Yada convirtió en triunfal haciendo que desenvolvieran la placa de alabastro y que fuera exhibida como un trofeo ante su pequeño ejército: contenía el texto de la alianza que regía la nueva relación entre Saba y Hadramaut, dos reinos hermanos, tal como lo formulaba el contrato grabado en la piedra, y que no dejaba a Saba más que el privilegio de ser la única puerta hacia el oeste para el incienso de Hadramaut, el lugar donde las caravanas torcían por el largo y lucrativo camino hacia el norte, al Mar Grande, para seguir la ruta del incienso, que los haría ricos a todos ellos.

Yada hizo instalar la placa de piedra en los muros del templo, donde todo el mundo pudiera verla y los sacerdotes pudieran bendecirla como confirmación de su victoria sobre Saba. El saco, sin embargo, no tuvo ocasión de entregarlo, pues Karib había desaparecido de Hadramaut y no lograron encontrarlo.

En su inspección, Yada llegó a la sala de la que habían hablado los espías de Bayyin: la sala a la que Karib se retiraba cuando fingía ir a conversar con él. Paseó por ella su mirada, sacudiendo la cabeza, y de pronto oyó unos pasos tras de sí.

Era la esposa de Karib, que se arrodilló ante él con pesadas cadenas de oro en el pecho y engalanada con sus mejores velos, mirando al suelo con pertinacia.

– ¿Dónde está tu marido? -preguntó Yada al cabo, al ver que no se movía.

La mujer alzó entonces la cabeza y Yada leyó en ella miedo, odio y la tenue esperanza de agradar. Se lamió los labios.