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– No lo sé -dijo.

Los abalorios de sus sienes sonaron levemente cuando se movió.

«Miente», pensó Yada, y le dio la espalda.

– Ve a Gauf-dijo, y desoyó los chillidos que profirió la mujer al oír la sentencia de su destierro-. Llévate a tus hijos. Os daré algo de dinero. -No estaba dispuesto a cuidar de un nido de serpientes en su propia casa. De nuevo se volvió hacia ella y vio la indignación de su rostro-. Pero dile a Karib que, si alguna vez lo encuentro, será un hombre muerto.

Shams se acercó con pasos vacilantes a la cabaña redonda construida con piedras. Nunca olvidaba que era una tumba, y nunca alzaba la voz para exclamar el nombre de Marub sin un ligero estremecimiento. El hombre respondió a su llamada con voz ronca. Al acercarse, en la oscura abertura Shams distinguió su rostro, gris a causa del polvo que el viento arrastraba por la llanura y de las privaciones de los últimos días. La joven descargó su pequeño fardo y desenvolvió lo que Bayyin le había permitido llevar: una pequeña cebolla, un puñado de dátiles, un par de hojas de un verde oscuro brillante, como las que crecían en las montañas y que a veces se les daban a los enfermos. Sobre todo una jarra de agua, no muy grande, sólo un par de tragos que a Marub le habría gustado beber de una sola vez, según le pareció a Shams.

Sin embargo, el hombre se limitó a darle las gracias con debilidad, cogió el recipiente con cuidado y lo guardó a la sombra. Tendría que bastarle para la sed de todo un largo día.

– ¿Cómo estás? -preguntó Shams con compasión.

Él sacudió la cabeza e hizo un gesto de renuencia.

– ¿Llevas la cuenta de la luna? -preguntó con voz áspera.

Shams asintió.

– Dice Bayyin que mañana se habrá acabado.

Marub asintió también y se irguió un poco. En su rostro asomó una sonrisa al pensar en su inminente liberación. Siempre había sido un hombre solitario, pero esa espera en la frontera entre la vida y la muerte había sido peor que una casa vacía, o que la vacuidad del desierto. Se quedó mirando a Shams, pensativo.

– ¿Cómo está Mujzen? -preguntó entonces.

Shams lo miró con sorpresa, después le sonrió.

– Está en el sur. Comprando camellos. Pero pronto regresará, para cuando nazca el niño. -Se sonrojó y se llevó un brazo al vientre como para proteger a la vida que llevaba en su interior, aunque todavía no se notara nada.

– Bien -dijo Marub, moviendo la cabeza-. Bien, bien. -De repente alzó la mirada-. ¿No te molesta…? -empezó a preguntar, pero se detuvo.

Nunca le había preguntado a una mujer por sus sentimientos. La mano que había alzado hacia su brazo se quedó a medio camino, en el aire.

Shams lo miró a los ojos.

– ¿No ser la mujer de sus sueños, sino sólo su realidad? -Se le escapó una leve risa. Después añadió-: Nunca lo he sido. Desde el principio, ya cuando lo abracé por primera vez, estaba enamorado de otra.

Cuando Marub enarcó las cejas con sorpresa, ella alzó desvalidamente las manos, pero el hombre la entendió.

– Simún -susurró.

Shams se agachó, recogió sus cosas y asintió con la cabeza.

– ¿No nos sucede eso mismo a todos? -preguntó, le dio unas palmaditas en la mano, que aún pendía en el aire, y se dispuso a regresar a casa.

Marub, a solas con sus pensamientos, la siguió largo rato con la mirada.

– ¿La ceremonia? -Yada se quedó desconcertado un instante. Había sido un duro día de juicios. Gracias a los espías de Bayyin, conocía los nombres de quienes habían tramado asesinatos y traiciones para Karib en Saba y les había hecho pagar por ello-. ¿Ya ha llegado el momento?

Arrugó la frente. Nunca había protagonizado la ceremonia del corte del incienso. Siempre había formado parte del séquito de su padre, había maldecido el calor, había aguantado cambiando ligeramente de postura mientras el acto se alargaba sin encontrar un final y había susurrado chanzas con un amigo suyo hasta que uno de los sacerdotes los reconvenía para que mostraran más recogimiento. Ellos se desternillaban entonces y apostaban en secreto cuál de aquellas muchachas medio harapientas acabaría ascendiendo esa noche hasta el lecho del rey. Todo aquello parecía haber sucedido en otra vida; y de pronto tenía que empuñar él mismo el cuchillo sagrado.

– Y, antes, la elección -dijo su consejero, y se aclaró la garganta.

Antes de que Yada pudiera decir nada, la puerta se abrió e hicieron pasar a una hilera de figuras tímidas que iban cogidas de las manos y mantenían la mirada tenazmente gacha. Yada las miraba aturdido. A primera vista eran seres miserables, vestidas todas ellas con harapos, atemorizadas, quemadas por el sol, con melenas de extraños mechones revueltos. Nunca había visto tan de cerca a la gente del árbol y le pareció que no guardaban ningún secreto.

Se levantó y se acercó para recorrer la hilera de mujeres con curiosidad. Tras un segundo vistazo, percibió su delgadez. Aquella de allí tenía unas piernas bonitas, con muslos lisos que se adivinaban bajo los pliegues de su falda; aquella otra, una boca seductora y una melena que le llegaba hasta las caderas. La que tenía delante osó levantar la mirada un momento. Yada se quedó de piedra: una frente como de reina y unos ojos inesperadamente claros, celestes y brillantes.

– Incienso -susurró con sobresalto.

Pero la pequeña no debía de tener más de doce años.

– Hmmm -carraspeó su consejero-. A vuestro padre le gustaba realizar una selección previa. Para que después no hubiera sorpresas desagradables, solía decir.

Yada dio un gran paso hacia atrás, alejándose de las muchachas, e hizo un amplio gesto.

– Lleváoslas -ordenó. Puesto que su consejero se lo quedó mirando con desconcierto, repitió la orden casi a gritos-. Traedme al anciano del pueblo del incienso -pidió después.

Esta vez no tuvo que repetirlo.

Yada hizo que condujeran ante su trono al hombre, que nunca había entrado en la ciudad ni en el palacio. Para sorpresa de su consejero y de los representantes de las tribus, se levantó y anunció que en adelante el pueblo del incienso decidiría quién sería la muchacha elegida para la boda sagrada. Dispuso, además, que la noche de la boda debería presentarse en el templo de Sin, donde dormiría a los pies de la figura divina.

– No yo, que sólo soy un intermediario, sino el dios mismo consumará la boda -explicó en voz bien alta, y con tal seguridad que no dejó lugar a objeciones-. A la mañana siguiente recibirá en el atrio del templo un obsequio que habrá de ser negociado y que podrá llevarse con ella a su tribu. -Por primera vez vio encenderse una chispa de interés en el indiferente rostro del anciano. Sonriendo con satisfacción, se sentó y se arremangó las amplias mangas de la túnica-. Bien -dijo entonces-. Así pues, negociemos.

Simún salió de sus aposentos al oír los gritos de sus guardias. Desde los altos muros le señalaron la caravana hacia la que se dirigían ya los más curiosos de la ciudad.

– ¡Es de Hadramaut! -exclamaban-. ¡Es el incienso!

– Es Yada -murmuró Simún. Su voz fue tan débil que sólo Shams, que estaba junto a ella, pudo oírla-. Es demasiado pronto para que sea la caravana del incienso -añadió subiendo un poco el tono.

– Es una comitiva nupcial -dijo Shams antes de que su amiga pudiera darle un pisotón. Pero no se dejó disuadir-: Ha venido porque te pretende. Mira.

Simún miró. Igual que los habitantes de Marib, aunque con semblante furioso, contempló la llegada de la caravana y la larga hilera de muchachas con coronas de flores que llevaban cabritillos blancos. Los hombres con regalos empaquetados en delicados pañuelos, los camellos, las reses, las cornamentas de macho cabrío que los sacerdotes paseaban en jofainas de bronce. Inhaló sin querer los vapores del incienso y oyó que a su lado alguien contaba la cantidad de vasijas de alabastro con agua de rosas, los labrados cofrecillos de especias con las tapas abiertas para que liberaran sus aromas y las bandejas de brillantes joyas. Se oyeron exclamaciones de asombro al ver aparecer una pantera viva que, rugiendo, tiraba de su correa.