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– ¡Ay! -exclamó Simún, y se tapó los oídos cuando las trompetas de bronce y los tambores de los músicos empezaron a sonar.

El pueblo, por el contrario, reía y aplaudía al ritmo de la melodía mientras, a sus pies, los venidos de Hadramaut cruzaban las puertas de la ciudad.

También Shams reía.

– Vamos -le dijo a su amiga-, tienes que salir a recibirlo, deberías cambiarte, habrá una fiesta…

– No habrá nada de nada-repuso Simún, obstinada, mientras contemplaba el espectáculo con antipatía-. Es ostentoso y ordinario, no lo habíamos convenido así. Yo no le he permitido… -buscó las palabras-. No pienso recibirlo -dijo después con dignidad, y se volvió de espaldas.

Iba a echar a andar, pero sintió un tirón en el vestido. Era Marub, que le había pisado el dobladillo como por descuido y miraba en derredor.

Shams puso los brazos en jarras.

– Vas a escuchar lo que tenga que decirte -anunció.

CAPÍTULO 59

La rosa del jardín

– … y al cuarto día, después de que la serpiente hubiera vuelto a beber de la leche que le llevaba el joven pastorcillo, se transformó en una bella muchacha. Era la hija del príncipe de los jinn que había sido apresada por un espíritu maligno. Y su padre se la concedió al pastor para que fuera su esposa y les obsequió con todas las riquezas de este mundo. -Simún calló.

Yada, sentado en el borde del pozo, balanceó las piernas y contempló los rosales floridos en sus arriates. El joven jardinero que trabajaba entre ellos no dejaba de sacudir la cabeza mientras cavaba un agujero para un arbusto espinoso y poco agraciado que le habían ordenado plantar en mitad de toda aquella belleza. Era el matorral que había frenado la caída de Simún desde el palacio y le había salvado la vida. Lo había hecho trasplantar allí para recordar lo efímero que podía ser todo lo importante en la vida. Una sabiduría llena de espinas.

Yada no pudo evitar sonreír al verlo tan descontento con la planta. El joven se pinchó y maldijo, y Yada se echó a reír. Las plantas de aquel jardín siempre habían sabido defenderse.

Entonces se volvió hacia Simún:

– Una bonita historia, no la conocía.

– No podías conocerla -repuso ella, riendo-. La inventé cuando tenía trece años. La joven inniyah era yo, por supuesto. -Guardó silencio al notar que la mirada de Yada bajaba hasta su pie desnudo.

– Verdaderamente lo eres -dijo él, y se inclinó para besarla-. Eres capaz de obrar magia.

Simún lo apartó y se alejó presurosa del borde del pozo. Le había hablado del médico judío que la había curado, pero las historias verdaderamente importantes estaban todavía por explicar. La de Watar, el Cuentacuentos que había querido sacrificarla. La de Yita, su padre, que permitió que su madre la abandonara. La de Salomón y la voluptuosidad de sus siete noches. La del joven en quien pensaba sólo como en «el escorpión».

Se volvió a izquierda y derecha, incómoda, y después caminó hasta la higuera. En la sombra que había junto a sus raíces, alguien había colocado la esfinge que el faraón de Egipto le había enviado como presente para ganarse su favor. Todavía se veían las líneas por donde la habían restaurado. El regalo de Yada, el felino vivo de misterioso pelaje negro, estaba junto a la figurilla, ronroneando, y sus ojos ambarinos miraban con recelo a su pariente de piedra.

Simún acarició primero la piedra fría, después los cálidos flancos de la pantera, que se alzaban y descendían cada vez que ésta respiraba tranquilamente. «La muchacha cautiva de la higuera ha cobrado forma», pensó.

Se volvió hacia Yada, que se había acercado hasta ella.

– ¿Por qué -empezó a preguntar Simún sin preámbulos- crees que titubeó Marub al ver a Incienso?

Por primera vez volvía a pronunciarse entre ellos el nombre de la espía de Hadramaut.

Yada lo pensó un momento. Su mirada fue hasta el guardián, que estaba sentado en la terraza de espaldas a ellos, impasible, convertido en un hombre aún más silencioso que antes, si es que eso era posible.

– Probablemente porque la amaba -repuso él con ternura.

– ¿Y por qué, entonces, no consiguió ella matarlo?

Yada volvió la cabeza y la miró a los ojos.

– Porque sabía que ella no lo correspondía -dijo, y Simún asintió.

– De eso estaba absolutamente seguro -susurró y, tras un instante de silencio, añadió-: Lo entiendo muy bien.

– ¿A pesar de que tantos te han amado? -preguntó Yada, y le estrechó las manos, aunque ella intentó impedírselo. Sacudió la cabeza-: Tu abuelo -empezó a enumerar-, tu padre.

– ¡No! -contradijo ella con vehemencia.

– Sí -repuso él-, a su manera, puede que insuficiente. Marub también. Y Shams, y Mujzen…

– … que casi no consiguen amarse el uno al otro -espetó Simún con enojo.

– Se esfuerzan -replicó Yada, y la miró a los ojos.

Ella miró al suelo.

– ¿Quiere eso decir que también yo debo esforzarme? -preguntó, un poco con tozudez, un poco como una niña.

– ¿Qué preferirías ofrecerme, si no?

Simún maldijo su voz, cuyo sonido amenazaba siempre con derrotarla. Una última vez se rebeló su obstinación.

– ¿La cabeza de Karib en una bandeja, tal vez? -respondió con sorna. Después se mordió los labios.

Para su sorpresa, Yada se limitó a reír.

– Un regalo de bodas muy adecuado viniendo de una mujer como tú. -Dio un paso hacia ella y le alzó la barbilla-. Y si algún día ésa fuera mi cabeza -dijo-, quiero que beses mis labios muertos antes de dejarla en la bandeja. -Su cálida boca estaba muy cerca de la de ella.

Simún apartó la cara. Entonces vio la rosa, la última flor de su jardín, de un rojo brillante como los granos de la granada. La cortó y, por encima de la esfinge, se la ofreció a Yada junto con sus labios.

EPÍLOGO

La ira del lagarto

El viejo Arik alzó la mirada al oír unos pasos rítmicos que se acercaban. Con manos temblorosas se apartó de la cara el sucio pañuelo azul bajo el que se había echado un sueñecito. Su rostro estaba casi negro, tan quemado por el sol como sus pies, e, igual que sus plantas, tenía profundas arrugas y grietas, fiel reflejo de la montaña junto a la que había pasado su vida.

La muchacha corría todo lo deprisa que podía. No reparó en las cabras, que se apretaron exaltadas unas contra otras al verla llegar y empezaron a dispersarse por la hierba seca.

– ¡Venerable abuelo! -exclamó, y después su nombre.

El viejo Arik se incorporó con trabajo y escupió. Vaya, tendría que salir a reunir a los animales en el calor de la tarde, cuando apenas si valía tenerse en pie. Muy atrás quedaban ya los días en que seguía a la lluvia nómada con sus rebaños. Ahora ya sólo los llevaba a pastar a donde le llevaran aún sus pies. No era muy lejos, la mayoría eran tierras áridas, terrenos ya devorados donde sus animales vivían de lo que dejaban los demás, igual que él.

¿Qué se había creído esa boba desvergonzada, llamándolo así? La miró, la cabeza oscilante. Fuera por la edad o por obstinación, nunca se había molestado en retener los nombres de las innumerables hijas de Hamyim.

– ¡Venerable abuelo!

La muchacha ya lo había alcanzado. Se detuvo ante él con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, insensata como todo lo joven. No, nunca llegaría a encontrarse tan mayor como para confiarle a ninguna de ellas su rebaño. No hacían más que parlotear y coquetear, y siempre llegaba un día en que se marchaban.

– Venerable abuelo, viejo Arik -dijo la muchacha sin aliento-. ¡Han llegado los jinn! -Lanzó un gritito cuando el hombre alargó el brazo para golpearla con el cayado.