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El abatimiento de Arik no remitía. Miró el pelo de su nieta, negro como la noche, y, al recordar las miradas maliciosas que lo habían seguido mientras caminaba hacia su casa, le saltaron las lágrimas a los ojos.

– Nunca más podrás… -empezó a decir.

Ella enseguida le puso un dedo en los labios. Arik sacudió la cabeza y luego la dejó caer, incapaz de decir lo que tenía que decir. Ambos guardaron silencio durante un rato y escucharon atentamente las voces de fuera. La muchacha se había incorporado y había ladeado la cabeza. Aquí y allá se oía alguna que otra voz más estridente, más fuerte que las demás. Parecían mecerse unas con otras.

– Siempre has dicho que yo era más bonita y más lista que todos ellos. -El tono de su voz era acusador, pero también triste.

– Lo eres -susurró Arik. Sus viejas manos secas crepitaron al acariciarle las trenzas-. Y nada de eso serán capaces de perdonarte mientras sigas viviendo con ellos. Primero tienen que hacerte pedazos para, después, poder convertirte en un cuento. -Lo que dijo le fue brotando a medida que hablaba, y en ese mismo momento un escalofrío le recorrió la columna.

Pensó en Watar, cuyas miradas seguían siempre a Simún por doquier. Sin duda también él los habría visto esa mañana, habría observado cómo se enfrentaban solos a los demás, aislados, amenazados. Seguro que le habría complacido.

Mientras él seguía con sus sombrías reflexiones, Simún dijo:

– Me iré, como mi madre. -Sonó aún con inseguridad.

– ¿Adonde quieres ir? -Arik sintió que se le encogía el estómago. Había temido algo así-. No tienes adonde ir, todavía eres demasiado joven, no…

Como langostas tras la época de lluvias saltaban sobre él motivos con los que retenerla. No había persona en este mundo, nadie, que estuviera esperando a la hija tullida de una concubina. Abrió la boca con intención de decir algo, pero volvió a cerrarla. El rubor afluyó a su rostro; se le partía el corazón por haber pensado siquiera algo así.

Como si hubiese adivinado su pensamiento, ella se irguió aún un poco más. Se quedó mirando la delgada colgadura de la tienda, que los encerraba como en una vaina, pero que al mismo tiempo mantenía el mundo a raya. Igual que el amor de su abuelo, no había sido más que un espejismo de protección. Todo, todo había sido un engaño, sólo la aguardaba la desesperación.

– Eres… -empezó a decir el viejo.

Sin embargo, Simún lo interrumpió de nuevo. Miró al fieltro de lana fijamente, como si allí se dibujara una salida.

– Soy una inniyah -dijo.

Arik la miró boquiabierto. De hecho, su nieta sonreía. Esa sonrisa iluminaba sus rasgos como un destello, sus ojos oscuros brillaban. El viejo sacudió la cabeza sin dar crédito. Sí, pero… ¿Simún lo creía de verdad? ¿Pensaba realmente que las leyes de este mundo no valían para ella? ¿Le habían confundido el juicio los viejos cuentos de niños? El miedo se apoderó del viejo pastor. «Pero ¿qué he hecho? -pensó con horror-. Almaqh, perdóname.» ¿Acaso no parecía una demente? Nunca antes le había parecido tan hermosa como en ese momento, casi sobrenatural, y aun así, aun así… Antes de que el propio Arik comprendiera lo que estaba haciendo, ya había levantado un brazo y le había dado una bofetada. Después se tapó la cara con las manos.

Simún se quedó de piedra allí sentada. No se movió ni dijo nada. Era como si el estruendo del golpe hubiera resonado por todo el cuerpo, hubiera acallado todo lo demás y hubiera detenido incluso el universo. Poco a poco fue comprendiendo lo que Arik decía entre gemidos y gimoteos, con la boca tapada. El viejo se balanceaba hacia delante y hacia atrás al ritmo de sus lamentos:

– No me abandones -decía-. No me abandones.

CAPÍTULO 07

Las tiendas de las muchachas

Simún se quedó en las tiendas de la tribu. Entre ella y el mundo se extendían las montañas, se abría el desierto y su incapacidad de imaginar más allá. No tenía ningún referente de lo que podía esperarla al dejar atrás su cotidianeidad. La bofetada de Arik había hecho huir espantados a los blancos camellos de los jinn. Jamás habían regresado. En su tienda no se explicaron cuentos nunca más. El laconismo de Arik sí persistió, y Simún se acostumbró a ello. Por la mañana, temprano, salía con las cabras y no regresaba hasta el anochecer.

Infinidad de veces al día pensaba Arik: «Mi pequeña paloma, la niña de mis ojos», y alzaba la mano como para acariciar a la ausente. Sin embargo, no decía nada cuando estaba junto a él, y poco a poco eso lo iba asfixiando. Nadie sabía qué pensaba Simún.

La chiquilla había creído que su vida se volvería más complicada después del accidente de la carrera, pero en realidad se había hecho más fácil. No sabía por qué, pero los demás parecían haberse acostumbrado de pronto a su presencia. Le daba la impresión de que le habían adjudicado un lugar en la tribu, no un lugar en el centro, sino en la periferia, en una zona de muda tolerancia. Sin embargo, Simún estaba dispuesta a aceptarlo. No tenía nada más que esperar.

Así llegó el día en que todos asentían complacidos con la cabeza cuando ella pasaba por delante. Recibía saludos desde las entradas de las tiendas, y los contestaba. Nadie le gritaba ya rimas burlonas ni le levantaba el bajo de la túnica. También había pasado ya la edad en la que algo así hubiera sido apropiado. Los muchachos que antes fastidiaban a las chicas, de pronto se mantenían pudorosamente alejados de ellas y se limitaban a lanzarles de vez en cuando nuevas miradas con ojos brillantes. Simún tomaba como una bendición que ninguna de esas miradas estuviera dirigida a ella.

Ya no pasaba las tardes calurosas sola con el rebaño, sino que se minia con las otras muchachas bajo un toldo que montaban.

Buscaban también pastos para todas ellas y se echaban a desperezarse en la cálida sombra, rodeadas por el tintineo de los cencerros de sus cabras. Simún adoraba esas horas de desidia en las que el tiempo parecía detenerse. Le gustaba tumbarse boca arriba y seguir con la mirada las escarpadas paredes de roca del valle, hasta que éste se perdía en el interminable azul del cielo. Al contemplar esa visión azul sentía un hormigueo en su interior. Le encantaba inhalar el aroma de su propia piel, que estaba cálida y húmeda y desprendía una fragancia como de fruta exótica, oscura y dorada, que el viento se llevaba consigo. Escuchaba con atención el pulso de la sangre que latía bajo ella. Nunca se había imaginado más viva que en esos momentos de quietud en los que, sin embargo, todo descansaba.

Lo que ya no le gustaba tanto eran las conversaciones con las demás muchachas, eternas danzas en corro en las que todas esperaban su turno para participar con un par de pasos o una vuelta, un interminable y predecible balancear y oscilar de cuitas y opiniones que siempre eran irremisiblemente las mismas, coloreadas aquí y allá por la enfática nota de la estridente flauta de alguna novedad. Tampoco allí tenía Simún un lugar más que en la periferia del círculo. La toleraban como oyente, aceptaban su aquiescencia, su asombro, una pregunta. Sus opiniones, por el contrario, interesaban poco. La experiencia le había enseñado que todo cuanto explicaba topaba con un asombro extrañado, un titubeo que atascaba la conversación. Por lo visto, nadie sabía qué contestar a nada de lo que decía ella porque lo consideraban demasiado raro. Era como si con sus contribuciones añadiera notas equivocadas a la melodía y a las demás les costara un buen rato volver a encontrar la cadencia y la tonada.

Simún, de todas formas, no se sentía demasiado decepcionada. Desde pequeña se había acostumbrado a estar sola y a no compartir sus experiencias con nadie más que con Arik. Ahora que también él se había convertido en un extraño y que ella había cambiado su compañía por la mera coincidencia espacial con las demás, que dejaban que llevara a sus cabras con ellas, la mayor parte del tiempo se retiraba a lo más profundo de su mundo de sueños.