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– Bueno, Hamyim, seguro que pronto cargarás por ahí con el tuyo propio.

El comentario fue recibido con risitas mientras todas se volvían hacia la interfecta. Hamyim se puso colorada, sonrió y se tiró del pelo. Ya no lo llevaba tan desgreñado como antes, cuando andaba con la horda de los niños, sino que se lo trenzaba con pudor y lo ocultaba bajo un pañuelo rosa estampado. En su frente resaltaba ya el complicado dibujo de puntos del tatuaje con que se distinguía a las mujeres casadas. El niño que una vez llevara apoyado en la cadera, su hermano pequeño, tenía cuatro años y estaba jugando algo apartado, entre unas grandes piedras que había al pie de una acacia. Su mirada se volvió instintivamente hacia allí, el árbol tenía unas espinas largas y peligrosas, pero el niño estaba tranquilo y del todo ensimismado.

– Sí-respondió con voz soñadora-. Tendré uno mío.

– ¿No quieres, antes, tener las manos libres durante un tiempo? -Era Simún, que se había incorporado para hacer la pregunta.

La respuesta fue un silencio molesto. Todas las mujeres jóvenes casadas tenían hijos, era importante, era lo que se esperaba. Todas se habrían preocupado de haber sido de otro modo. Además, ¿qué habrían podido hacer para evitarlo? Nadie entendía la pregunta.

Hamyim y sus amigas se miraron durante un rato, cambiaron la postura en que estaban sentadas, juguetearon con sus brazaletes y, al final, la primera interlocutora prosiguió:

– Aunque primero él tiene que ir a visitarte con el vellón de cordero blanco…

Esa insinuación sobre la noche de bodas hizo que todas rieran y soltaran grititos otra vez. El lecho nupcial se cubría con el vellón blanco mientras, fuera, las mujeres se sentaban en círculo y los hombres realizaban la danza tradicional en la que se hacían girar unos a otros como locos para luego caer de cuclillas y saltar todo lo alto que pudieran. Las mujeres tocaban los tambores y soltaban también agudos chillidos gorjeantes. Los ojos de las muchachas jóvenes se fijaban en quién era capaz de dar los saltos más altos y atrevidos. En algún momento de la noche se exhibía el vellón manchado de sangre, se paseaba sostenido en una larga vara y finalmente se quemaba en un fuego crepitante, símbolo de una condición que dejaba de ser, alimento para algo nuevo.

Las muchachas se explayaron con entusiasmo en alusiones a lo que debía de suceder durante la orgiástica celebración dentro de las colgaduras de la tienda, e inevitablemente llegaron a la historia de la muchacha de un pueblo vecino -siempre era en un pueblo vecino- que había perdido la inocencia mientras cuidaba de las cabras y tenía que obrar todo tipo de intrigas para conseguir teñir de rojo su vellón blanco. Las voces se volvían sin querer más bajas y apremiantes mientras fabulaban sobre si habría usado zumo de moras, se habría herido ella misma o habría hecho acopio de la sangre del mes. ¿Y acaso no explicaban también la historia de un seductor que había acabado casándose con su amada y que en la noche de bodas había protegido su honor con su propia sangre? También eso decían que había sucedido en un poblado cercano. Hamyim y sus amigas suspiraron.

Simún, por el contrario, ya no las escuchaba. Se había tumbado y había sacado el colgante de debajo de su vestido para jugar con él. Balanceaba la cadena delante de sus ojos y seguía con la mirada los reflejos de luz roja que arrojaba el rubí sobre su piel. La piedra estaba rodeada de unos dibujos extraños que siempre le habían llamado la atención. Aquello de allí eran los cuernos de Almaqh, el macho cabrío, pero ¿qué significaban esas figuras grabadas en el oro? Reconoció la hoz de la luna menguante, pero la extraña flor de tallo oscilante que había debajo le resultaba desconocida. En ella había unos signos que Arik una vez le había explicado que eran letras.

– ¿Qué son las letras? -había preguntado ella, y como respuesta le había oído explicar que eran símbolos que capturaban las palabras que se decían.

Desde entonces, a veces tenía la sensación de que su madre le hablaba desde esos dibujos. Pasó un dedo por encima con suavidad.

– ¡Aaay, mirad eso!

Mahdab señaló con un dedo a la entrada del valle. La muchacha que estaba junto a ella dio un respingo y, al hacerlo, golpeó a Simún, que enseguida hizo desaparecer el amuleto bajo su pañuelo rojo y miró también a los recién llegados. Su semblante se ensombreció al reconocer a quienes se acercaban. Tubba y Mujzen avanzaban con sus cayados hacia ellas por el cauce seco del fondo del valle.

– Aquí sólo pueden venir las chicas -exclamó Hamyim con alegría-. Ya podéis desaparecer, los dos.

Sin embargo, ya les habían hecho un hueco en la sombra. Todas se recolocaron los pañuelos y los mantones. Las conversaciones cesaron durante un rato, pero pronto revivieron otra vez.

Tubba se sentó cruzando las piernas sin muchos miramientos, se rascó la entrepierna, alcanzó unos dátiles que había en un cuenco de madera colocado en el centro del círculo de muchachas y, mientras masticaba, señaló con la barbilla el tatuaje de Hamyim.

– Bueno, ¿ya has sentido el peso del matrimonio? -preguntó sin dejar de masticar, escupió un hueso y sonrió.

Hamyim le apartó los dedos de un bofetón cuando quiso tocarle la frente, pero rió.

– No tengas miedo -dijo Tubba-. Dicen por ahí de tu amado que es un buen jinete. -Unos grititos de alborozo respondieron al insinuante gesto que hizo con los ojos. Tubba dejó que le cayeran algunos cachetes-. ¡Ay, ay! -exclamó, agachando la cabeza.

De repente agarró una mano que le estaba revolviendo los rizos, tiró de su desconcertada propietaria hacia sí y le dio un beso que resonó en el aire.

Mujzen miraba al corro con cierta incomodidad, pero, aparte de él mismo, nadie parecía haber creído que la insinuación sobre la maestría en el montar fuese una alusión a él ni a su fracaso. Hacía ya cuatro años de aquella carrera, pero él llevaba el recuerdo marcado en la cara. Se esforzó con timidez por sonreír con los demás. Sin embargo, todas las chicas que se cruzaban con su mirada se cubrían el rostro con su pañuelo, avergonzadas, y bajaban los párpados. «No les gusto -pensó Mujzen-, y es por culpa tuya.» Lanzó una mirada furiosa en dirección a Simún, que se encogió de hombros y miró para otro lado.

– Eh, Mujzen, ¿tú qué dices? ¿Quién de los dos saltará más alto bailando? -Tubba le dio unos golpecitos afables en el hombro.

Mujzen bajó la cabeza. No aprovechó la oportunidad que con camaradería le ofrecía su hermano para permitirse una pequeña jactancia.

– Tú, desde luego, lo sabes muy bien.

Las eses le siseaban de forma extraña al hablar a causa del incisivo perdido. Normalmente se esforzaba por ocultarlo, pero ese día le faltaba la presencia de ánimo, y tener a las muchachas cerca lo ponía nervioso.

Mahdab ocultó la parte inferior de su rostro con su pañuelo rosa y le lanzó a Hamyim una mirada que hizo que ésta se desternillara de risa.

– Recita tan dulces poesías -ceceó alguien en voz baja.

Mujzen lo oyó y apretó los dientes con fuerza. Sin darse cuenta se puso a jugar con la lengua en el agujero del diente, pero entonces se le ocurrió que alguien podía verlo y cerró también los labios. Todo quedó en silencio.

– Bueno, Hamyim, ¿cómo es…? -empezó a preguntar Tubba. Un grito del hermano pequeño de Hamyim lo interrumpió.

CAPÍTULO 08

La serpiente de oro

La muchacha les dirigió a todos una mirada de disculpa y se levantó. Sin darse demasiada prisa se fue para allá, refunfuñando ya desde lejos:

– Te he dicho un centenar de veces que no acerques los dedos a las espinas, que te… -La palabra se le quedó atascada en la garganta al acercarse. Se quedó paralizada a pocos pasos del chiquillo-. No te muevas -susurró, pero él echó a correr hacia ella y se aferró a su pierna, llorando.