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A la serpiente a la que habían molestado aquello no le gustó nada. Irguió su ancho cuello y balanceó la cabeza amenazadoramente hacia uno y otro lado ante los dos hermanos. Su larga lengua negra siseaba entrando y saliendo de sus fauces. Hamyim no se atrevía a arrodillarse para coger a su hermano en brazos y le puso las manos en la cabeza, impotente. No apartaba la mirada del animal.

– ¿Tubba? -llamó con voz trémula.

El joven acudió presuroso a su llamada y sacó el arma de su cinto en plena carrera. Justo antes de llegar a donde estaba ella, se detuvo con brusquedad. La daga que asía en su mano era lamentablemente corta y la serpiente, la más grande de todas las que había visto hasta entonces. Tubba lo pensó un instante.

– No he traído la honda -le dijo a la temblorosa Hamyim-. Espera… -Miró febrilmente en derredor y luego se agachó para coger una piedra que sopesó lanzándola con poca fuerza al aire. Las demás muchachas se habían apiñado a su espalda-. No te muevas. Intentaré… -Apuntó mientras hablaba y luego lanzó.

Sin embargo, la piedra erró el blanco. Rebotó en el suelo y llegó rodando hasta la cola del animal sin hacerle daño alguno. La serpiente, siseando de excitación, se abalanzó hacia delante. Hamyim gritó, pero justo entonces se oyó una vara cortando el aire. Todos oyeron el golpe seco de la madera en la carne y vieron cómo el largo cuerpo de la serpiente salía despedido. Cayó al suelo con pesadez, a unos pasos de la acacia, pero viva todavía. Se retorcía sobre sí misma en interminables lazos, como si quisiera quitarse de encima el dolor causado por el varazo de Simún.

Las muchachas la miraban paralizadas por la repugnancia.

– ¡Qué grande es!

– ¡Y negra como un demonio!

– ¡Seguro que es un espíritu maligno! -exclamó Mahdab, y se besó presurosa el nudillo del pulgar para ahuyentar los malos augurios.

– Mátala, Simún.

Ése era Tubba, que hacía retroceder a las muchachas que se asomaban por encima de su hombro y su brazo, que había extendido para protegerlas. Hamyim había vuelto a subirse a la cadera a su hermano pequeño, que se aferraba a ella con unos ojos grandes y bañados en lágrimas.

Simún, con el bastón aún en las manos, se acercó unos pasos más a la serpiente. Fue como si el animal reconociera a su atacante, pues apenas se aproximó la muchacha, dejó de retorcerse, se estiró cuan larga era y salió huyendo, dejándolos a todos sobrecogidos.

– Por Almaqh -susurró Tubba sin tener en cuenta que las muchachas pudieran oírlo-, era tan gruesa como mi brazo. -Y en voz más alta insistió-: Mátala de una vez.

– Mátala tú con tu piedra -replicó Simún, y añadió con sorna-: Ah, es verdad, nunca has tenido mucha puntería.

El rechazo de los demás azuzó su obstinación. Ya no tenía miedo, así que contempló al animal con gran curiosidad. Sus escamas eran de un negro brillante y duras como una coraza. A ambos lados de la cabeza, por el contrario, eran más claras y casi relucían como en un tono dorado.

Sí, al mirar con detenimiento parecía que todo su cuerpo estuviera recubierto por una delicada redecilla de oro. Con qué elasticidad se movía…

– Es preciosa -exclamó Simún sin darse cuenta mientras contemplaba fascinada los movimientos de la serpiente.

Nunca antes había visto tan de cerca ese deslizamiento espectralmente ligero, esa elegancia, ese poder insondable. Se le erizó el vello de toda la espalda, pero aun así siguió al reptil, con la vara levantada aunque sin golpear.

La serpiente se dirigió entonces hacia la acacia, entre cuyas largas espinas desapareció sin perder un instante. Simún se agachó un poco y vio aún una de sus brillantes curvas negras rodeando una de las peligrosas espinas. Hurgó con el palo tras ella y, descubierta, la hizo salir de su escondite por un lateral. El reptil se deslizó a gran velocidad por el suelo polvoriento para alejarse y se dirigió hacia el solitario toldo de las muchachas. Mujzen, que era el único que se había quedado allí, la vio acercarse.

– ¡Quiere comerse a Mujzen! -fue el estridente grito de Mahdab.

– ¡Pero mátala de una vez! -La furia hacía temblar la voz de Tubba.

Empujó a las muchachas hacia atrás y se dirigió a la acacia para buscar un palo él mismo.

– Enseguida -repuso Simún-. Sólo quiero ver… -No terminó la frase.

El pobre Mujzen estaba paralizado. Lo único que logró hacer fue acercar las piernas más al cuerpo y quedarse mirando al animal, pero la serpiente rodeó la desconocida textura de la manta de piel de cabra sobre la que estaba sentado. Dejó al joven en paz y siguió deslizándose.

– Mirad, si no hace nada.

Simún apenas le dirigió una rauda mirada a Mujzen y, agachada, se apresuró tras el objeto de su curiosidad. Las voces de los otros quedaron atrás. Pronto había desaparecido por un recodo del estrecho valle.

Tubba y los demás la seguían con la mirada sin poder creer lo que veían.

Mujzen volvió entonces en sí.

– Qué repelús -espetó, y se frotó los brazos.

Sus palabras fueron recibidas con histéricas risas de alivio. Cuando Simún regresó, la sombra de la pared de piedra del oeste cubría ya el cauce seco del uadi.

– ¡Anda, ahí estás! -La bienvenida sonó sarcástica.

A Simún le sentó como una bofetada. Acababa de vivir una serie de experiencias que clamaban por ser compartidas. Le hubiese encantado explicarle a alguien lo maravillosamente hermoso que le había parecido el animal, y con qué habilidad había escapado de ella hasta colarse en su madriguera por un agujero que había entre las rocas. El brillo de sus escamas y la majestuosidad del cielo solitario que se extendía allí, al otro lado del valle. Sin embargo, ninguno de ello querría oír nada de eso. «Al menos podrían darme las gracias -pensó con acritud, mientras se mordía los labios-. ¿Acaso no he salvado a Hamyim y a su hermano?» Pero ¿a quién miraban como a su héroe? A Tubba, que se había quedado allí plantado y no había hecho más que empeorar las cosas. «Es como si todos me odiaran.»

Simún tragó saliva, pero no hizo más que encogerse de hombros.

– ¿Es que ahora nos ayudáis a vigilar las cabras? -le preguntó a Tubba, y pasó de largo junto a él para ir en busca de su rebaño-. ¿Cómo, si no, es que estáis aquí todavía?

Tubba puso los brazos en jarras, pero fue Hamyim quien respondió:

– Nos protege de las serpientes, por si te interesa saberlo. Gracias a ti siguen acechando por aquí.

Mujzen la secundó:

– ¿O esss que acassso la hasss matado?

– ¿Qué dicesss? -repuso Simún con mofa, y rio-. ¿A esssa serpiente tan hermosssa? -Miró al corro, pero nadie se unió a su broma.

Volvió a encogerse de hombros y se fue hacia sus cabras, las contó, acarició sus pelajes y regresó después al toldo, que ya quedaba completamente en sombra.

Nadie la miró siquiera cuando se sentó. Todos estaban curiosamente ocupados unos con otros.

Simún sacó hacia delante la mandíbula inferior, pero antes aún que pudiera decir nada, Hamyim se le adelantó:

– Nos has puesto a todos en peligro -le recriminó-. Has puesto en peligro a Mujzen…

– Eso es -terció Tubba, y le puso una mano en el hombro a su hermano pequeño, que se la quitó de encima con una sacudida molesta.

– Y después vas y desapareces como si nada, pero ¿tú en qué estabas pensando?

A Simún le molestaron mucho esos reproches y la ingratitud con que la recibían.

– Habría sido bien tonta -replicó, por tanto, algo más alto de lo que hacía falta- si hubiese matado a mi propia suerte.

– ¿Que quieres decir con eso? -La voz de Tubba sonó desconfiada.

Simún le dirigió una mirada de soslayo.

– Lo que oyes. Esa serpiente me traerá buena suerte. Me lo ha prometido.

– ¿La serpiente te ha prometido eso? -Mahdab miraba boquiabierta a Simún.

La muchacha alzó las manos.