– Pues claro que sí. No era una serpiente normal y corriente, ¿es que no os habéis dado cuenta?
Tubba resopló:
– Bah, pues a mí bien que me lo ha parecido.
– Sí -apuntó una muchacha-, pero era la más grande que he visto jamás.
Otra voz le dio la razón:
– Si eso era una serpiente, es que era la reina de todas las serpientes.
– ¿Alguna vez habíais visto alguna tan negra?
– ¿Y esos ojos? ¿Habéis visto qué ojos tenía? -Las muchachas se pisaban las frases unas a otras. Incluso Hamyim intervino en el coro-: Tenía los ojos rojos, una cosa muy rara. Me han dado escalofríos por la espalda.
– ¿Cómo te ha hablado? -preguntó Mahdab, volviéndose hacia Simún.
También las demás rogaron:
– ¡Cuenta, cuenta!
Tubba se limitó a hacer un gesto despectivo con la mano, como si aquello no le importara lo más mínimo, pero también él se quedó allí sentado.
– Bueno, pues he trepado tras ella -empezó a explicar Simún-. La verdad es que ha sido muy complicado no perderla de vista, porque iba más rápido que el fluir del agua, y era silenciosa.
– Un agua que fluye monte arriba -apuntilló Tubba, y se dio unos golpecitos con el índice en la sien, pero nadie le hizo caso.
– Al cabo de un rato me ha dado la impresión de que sabía muy bien adonde iba. Y, efectivamente, cuando hemos dejado atrás las agujas de piedra, ¿sabéis esas agujas rojas?, pues ha torcido subiendo por la colina del este, donde hay un saliente con un solitario árbol del incienso, y ha desaparecido por un agujero que hay entre sus raíces.
¡Un árbol del incienso silvestre! Las muchachas se miraron unas a otras de forma muy significativa. Cuando sucedía algo maravilloso, sucedía siempre cerca de ese valioso árbol. Lo sabían por las historias de Watar. Su repugnancia remitió y siguieron el relato de Simún con creciente entusiasmo.
– He intentado meter el palo por él, pero el agujero era muy profundo, más profundo que cualquier otro que haya visto nunca. Cuando me he arrodillado para intentar mirar lo más al fondo que pudiera, de la oscuridad ha salido una voz que me ha hablado. «Déjame», ha dicho. «Y yo te recompensaré con riquezas.» Ya podéis imaginar cómo me he asustado. He dado un salto y he mirado en derredor, por si alguien estaba intentando reírse un rato a mi costa.
Su mirada recayó entonces como por casualidad en Mujzen, que tenía los hombros tensos de rabia. Simún prosiguió-: Pero no había más que dos milanos dando vueltas en círculo a gran altura. La voz, empero, salía de la tierra, era clara y bonita, y ha repetido: «Te traeré buena suerte si me ayudas.»
Simún miró a lo lejos con ojos soñadores; de soslayo, sin embargo, observaba al grupo de oyentes. Podía estar contenta con la atención que recibía.
– Entonces me he arrodillado más aún y he gritado por el agujero: «¿Quién eres? ¿Qué debo hacer por ti?» Me he sentido un poco tonta…
– ¡Ja! -espetó Tubba en ese momento.
Simún no hizo caso:
– … y he pensado que a lo mejor me lo estaba figurando todo. Entonces la serpiente ha sacado un poco la cabeza por la abertura. Sí que es verdad que tiene los ojos de un rojo muy brillante, como has dicho tú, Hamyim. -Asintió con aquiescencia en dirección a la muchacha-. Y mientras me miraba con ellos, me he sentido muy extraña.
Por primera vez miró a los demás a los ojos, y a ellos les pareció que algo extraño se escondía en esa mirada, como si estuvieran viendo los purpúreos iris de un espíritu.
– ¿Qué te ha dicho la serpiente? -Mahdab fue la primera en recuperar el habla.
Simún sonrió con superioridad.
– Me ha pedido que le lleve leche. «Tráeme un cuenquito el primer día», ha dicho. «Entonces mi cuerpo negro se tornará de bronce. Tráeme otro cuenquito el segundo día, y mi cuerpo de reflejos rojizos se volverá de plata. El tercer día tráeme un último cuenco, y así mi cuerpo plateado se hará de oro puro.»
– ¿Y después? -preguntó Hamyim, casi sin aliento, cuando Simún hizo una pausa.
La muchacha la miró fijamente.
– Después tengo que desenterrarla de debajo del árbol del incienso. Las raíces albergan un tesoro, me ha dicho, que me pertenecerá. -Se encogió de hombros, como si no fuera con ella.
– Sí, pero ¿qué será de la serpiente? -insistió Hamyim.
Simún sacudió la cabeza.
– Eso no puedo desvelarlo -contestó.
Todas la asediaron a preguntas, e incluso Tubba arrugó la frente de rabia mientras pensaba cómo podía obligarla a que lo desembuchara todo. Simún se hizo de rogar un rato y después explicó:
– Bueno, seguro que mal no hará. Pero tenéis que prometerme que no vendréis detrás de mí cuando llegue el momento y vaya a buscarla. -Se inclinó hacia el corro y susurró-: La serpiente es una muchacha, una inniyah hechizada, y cuando se haya deshecho de su piel dorada volverá a ser libre.
Ufana, tras esas palabras volvió a enderezarse y dejó a los demás murmurando suposiciones.
Tubba fue el primero en recuperar el aplomo:
– Y pretenderás que te tome en serio…
Simún lo miró directamente a los ojos.
– No -respondió para sorpresa de todos. Se encogió de hombros, se recostó otra vez y se puso a jugar con su colgante como si nada-. No lo pretendo. Yo de ti no pretendo nada. Porque de estas cosas no tienes ni idea.
– ¿Ah, no? -replicó Tubba, y cruzó una rauda mirada con su hermano pequeño, que seguía la disputa con nerviosismo-. Pero tú sí que entiendes mucho de esto, ¿verdad? -Extendió mucho los brazos, como si quisiera mostrarle a Simún el mundo entero-. Tú eres de esas que saben de princesas hechizadas, de esas que hablan con las serpientes. Ja. -Su risotada fue despectiva.
Hamyim y sus amigas guardaron silencio. A ojos de ellas, Simún era precisamente de ésas, sí, y con un escalofrío recordaron su procedencia y ese pie que hacía ya tiempo que no veían, pero no dijeron nada en voz alta.
Simún, por el contrario, respondió con firmeza y claridad:
– Pues sí, si tanto te interesa.
– Ah, ¿y cómo es eso? -Tubba sonrió con malicia-. ¿Porque eres una lisiada?
Mujzen inspiró con sobresalto. Su mirada saltaba sin cesar de Tubba a Simún.
La chica se irguió con orgullo.
– Porque soy una inniyah. -Dejó que su frase pendiera un rato en el aire-. La muchacha serpiente sirve a mi padre. El la hechizó, yo puedo liberarla.
Todo eso lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo, y al hablar hizo balancear su colgante para que el sol recayera sobre la talla de rubí y la hiciera refulgir de rojo. Mahdab lo señaló enseguida con el dedo y exclamó algo. Simún lo confirmó asintiendo con la cabeza:
– Es su ojo, sí. Y debajo… ¿Veis esa línea sinuosa? Es el símbolo de la serpiente. Ella lo ha visto cuando la he golpeado. Por eso ha hablado conmigo.
Se puso en pie de un salto e hizo ademán de marcharse.
– ¿Qué haces? -quiso saber Tubba, receloso.
Simún alzó en alto un cuenquito de madera.
– Voy a llevarle leche. ¿No acabo de explicároslo?
Dicho eso, se dirigió hacia el valle. El suelo pedregoso quedaba ya completamente cubierto por la sombra. Tubba dirigió una mirada al cielo, sondeando la oscuridad de su azul. Al oeste se veía un velo de niebla de color rosado y, por encima de él, el horizonte se teñía de verde.
El crepúsculo caía deprisa en la región. Antes de que se dieran i cuenta, ya estaría oscuro. Algunas muchachas empezaron a llamar a sus cabras. ¿De verdad quería Simún vagar de noche, sola, por ese desierto?
– No te atreverás -dijo, y la miró con desafío.
Simún bamboleó las caderas dando unos cuantos pasos.
– Eso lo dices sólo porque tú no te atreves.
Su risita de superioridad hizo enfurecer a Tubba, que se puso en pie de un salto y le quitó el cuenco de la mano.
– Si hay que liberar a alguna princesa, entonces seré yo quien…