No dijo más: su hermano Mujzen se había abalanzado hacia ellos y le había arrebatado el cuenco de madera.
– Yo lo haré -anunció. La emoción lo había dejado casi sin aliento-. Yo… -tomó aire-… solo. Yo… -Fuera lo que fuese lo que iba a decir, no logró pronunciarlo.
En lugar de eso, miró a Simún y a su hermano con unos ojos que eran mitad súplica y mitad odio. Enseguida emprendió el camino.
Tubba se lo quedó mirando sin poder decir nada. Al cabo, jadeó profundamente y se volvió hacia la muchacha.
– Si le pasa algo, esta vez no te irás de rositas. ¿Te queda claro? -Y la dejó allí plantada.
Las muchachas se apresuraron a levantar el campamento con congoja. Simún se unió a las que desmontaban el toldo. Mientras doblaban las telas y recogían los palos, Mahdab le preguntó:
– ¿De veras es cierto lo que has explicado de la muchacha serpiente?
– Claro que sí-contestó Simún con tedio.
No pudo evitar sonreír al pensar en Mujzen. El muy bobo se había buscado pasar una noche solo en las montañas. Ya lo veía acuclillado delante de un agujero, hablándole al negro aire. Se lo tenía merecido.
Mahdab retrocedió unos pasos con expresión dubitativa y les cuchicheó algo a sus amigas. Juntas echaron a andar sin esperar a Simún. Sólo una se le acercó a todo correr cuando las otras no se dieron cuenta. No era mucho más joven que las demás, pero sí de una fragilidad casi alarmante. Tenía la piel pálida, casi transparente, lo cual contrastaba insólitamente con sus gigantescos ojos, de un brillante castaño cálido. Nunca hablaba mucho en el gran corro del mediodía.
– Yo creo que cuentas unas historias fantásticas -susurró a toda prisa, y miró hacia atrás por encima del hombro, como si no quisiera que nadie se enterase.
Simún se quedó tan sorprendida que no supo qué decir.
Shams se limitó a asentir. Ya estaba a punto de alejarse, rauda y veloz, pero se volvió un instante más.
– Y has sido muy valerosa con la serpiente.
Simún se la quedó mirando sin salir de su asombro. En su interior se despertó una cálida emoción, aunque le hacía demasiado daño para ser alegría. Un nudo doloroso asomó a su garganta, tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas. «Gracias», le hubiera gustado decir, pero no fue capaz más que de alzar una mano como despedida, un gesto al que Shams correspondió con disimulo y roja de contento antes de correr hacia las demás.
También Hamyim se le acercó aún y se dirigió a ella en un tono cargado de reproche:
– No deberías haber tratado a Mujzen con tanta dureza -dijo. Simún se frotó la cara con obstinación y silbó para llamar a sus cabras.
– ¿Por qué no? -preguntó con una voz ronca que no acababa de obedecerla-. ¿Porque está lisiado? -«También yo», pensó. «¿Y acaso ha hecho eso que alguno de vosotros seáis más benévolos conmigo?»-. También vosotras os habéis reído de él -añadió, y dio media vuelta para seguir a sus animales.
Hamyim la retuvo agarrándola del brazo.
– Pero nosotras no estamos prometidas con él.
Dicho eso, se recolocó el pañuelo con mucha dignidad y se fue.
CAPÍTULO 09
En las tiendas cundió la inquietud al ver que había caído la noche y Mujzen todavía no había regresado. Los mayores llamaron a Hamyim y escucharon de sus labios que el muchacho había ido a llevarle un cuenquito de leche a una serpiente que vivía debajo de un sagrado árbol del incienso para que pudiera convertirse en una inniyah.
Hamyim profirió su relato con una voz clara y segura. Cuando le preguntaron cómo sabía todo eso, señaló a Simún y reparó, no sin satisfacción, en la desconfianza y la ira que asomaron en los rostros de los hombres. La mandaron salir con un gesto de las manos y ella obedeció. Antes aún de que las colgaduras de tela de la entrada se hubieran cerrado tras ella, se levantó el vocerío.
No fueron pocos quienes se llevaron los amuletos a los labios y comentaron que aquel asunto podía esconder algo serio. En el fondo, era lo que habían estado esperando desde que Arik llegara con esa niña contrahecha. Otros, entre ellos el padre de Mujzen, escupieron furibundos en la arena. Todo aquello eran historias, puro teatro. Después de lo sucedido en la carrera, hacía años que debieran haber abandonado a esa chica a su suerte en el desierto. Los hombres lo miraron sin decir nada y él vio en sus ojos el desconcierto y el temor que se apoderaba de ellos siempre que hablaban de Simún. Uno lo expresó en voz alta:
– Si la expulsamos y es una inniyah, entonces ¿qué…?
La presencia de Simún durante todos esos años les había infundido miedo. Sin embargo, precisamente el miedo les impedía emprender ninguna acción contra ella.
– Os digo que son cuentos -gritó una voz como un graznido.
– Pero el cuñado de mi sobrino, del clan del macho cabrío del otro lado de la montaña, me explicó una vez que uno de sus guerreros había… -El orador narró su relato, una historia como las que contaba Watar junto a la hoguera, como las que todos conocían-… y encontró en aquel lugar un pedazo de plata -termino.
¿Aquello que les estaba sucediendo a ellos sería algo de la misma naturaleza? ¿Una de esas leyendas que siempre habían creído ciertas? ¿Regresaría Mujzen a casa con un tesoro? Watar, pidieron que acudiera Watar para que les diera su interpretación. Su ojo era clarividente.
El anciano intentó hacerlos entrar en razón.
– Con jinn o sin jinn, el chiquillo está solo ahí fuera, en la oscuridad -opinó-. De eso debemos ocuparnos.
Los mayores callaron. Nadie salía del campamento durante la noche, ya que en la negrura acechaban depredadores y espíritus malignos. Se quedaba uno junto al fuego, en la segura protección del resplandor, y le rezaba a Almaqh, cuyos cuernos relucían en el cielo, para que el sol dador de vida volviera a salir por la mañana. La oscuridad de la noche estaba entretejida de desgracia, y lo que la desgracia se llevaba consigo estaba perdido para siempre. Sus antepasados siempre habían matado a palos a quienes, extraviados, habían pasado la noche fuera y regresaban por la mañana. Lo hacían para proteger a la tribu, porque no se sabía con qué poderes se habrían encontrado ni qué desgracias traerían quizá consigo. De eso hacía ya mucho, pero, aun así…
– El pastor va en busca de su oveja descarriada -dijo el anciano.
Nadie respondió.
El padre de Mujzen escarbaba con los pies en la alfombra.
– Mujzen es un joven valiente -anunció.
Sin embargo, su mirada vagó sin encontrar la de sus vecinos. Todos agachaban la cabeza. En su fuero interno se preguntó por qué no habría sido Tubba; Tubba, que lo conseguía todo. Seguro que Tubba habría logrado volver a casa.
Justo entonces entró en la tienda el muchacho, como si hubiera oído su nombre. Irrumpió precipitadamente, sin preocuparse del silencio que reinaba en la reunión.
– Padre, tenemos que… -empezó a decir, pero su padre lo hizo callar con un gesto airado.
– ¿Qué se te ha perdido a ti en el consejo, muchacho? -lo conminó-. ¿Acaso te he educado yo así? ¿Han de pensar los demás que mi hijo no tiene ningún respeto y no me obedece?…
Iba a seguir con su letanía, pero el anciano lo disuadió con un gesto y se volvió hacia Tubba:
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó con gentileza.
El joven bajó la cabeza con timidez y no respondió enseguida, pero no tardó en alzar de nuevo la barbilla bruscamente.
– Tenemos que ir a buscarlo -pidió-. Él… -Tubba se mordió los labios-. Él solo no sabrá arreglárselas.
Su padre profirió un gruñido de protesta. Ambos se miraron a los ojos en silencio. Fue Tubba quien volvió a hablar primero:
– Sólo lo ha hecho porque Simún se estaba burlando de él. Ha salido corriendo como un niño terco. Creo que quería demostrar algo. -Se quedó callado. No sabía cómo expresarlo con mayor exactitud. Pensó en su mano, posada sobre el delgado hombro de Mujzen, y en cómo su hermano se la había quitado de encima, en la inseguridad que veía en sus ojos cada vez que lo impelía a hacer algo. Entonces volvió a oír la voz burlona de Simún, y las imágenes se desvanecieron-. Ella tiene la culpa de todo -acusó. Él mismo se sorprendió de lo fuerte que había sonado su voz-. Ella tiene la culpa -repitió, no obstante, con obstinación-. Lo ha hechizado con sus disparates.