La discusión volvió a encenderse de nuevo, pero pronto quedó interrumpida por la llegada de otra persona.
– ¡Watar!
El cuentacuentos fue recibido con exclamaciones de alivio. Le hicieron sitio y le invitaron con gestos a sentarse en el consejo. Todos querían ser los primeros en hablarle de Mujzen y la serpiente mágica.
– Watar, dinos qué crees tú de esta historia.
El cuentacuentos seguía de pie entre ellos, acariciándose la larga barba, que hacía que su rostro alargado y de nariz prominente pareciera talmente una máscara estrecha. Al final sacudió la cabeza.
– Serpientes, tesoros. ¡Con qué os entretenéis aquí sentados! -Extendió los brazos como si quisiera abarcar a todo el corro. Los mayores enmudecieron-. Hermanos -dijo Watar-, ha llegado, lo he visto. Nuestro señor Afrit. -Ese nombre retumbó como un tambor oscuro por la tienda-. Venid conmigo a ver. Venid y rezad.
Conmocionados, lo siguieron al exterior de la tienda y miraron al cielo. Allí, sobre las montañas, donde la mole negra de la piedra empujaba al estrellado cielo nocturno, allí crecía algo. Una franja negra, más negra aún que la noche, más negra que las montañas, crecía oscura y amenazadora, devorando las lucecitas de las estrellas.
– Afrit -murmuró Watar, y alzó las manos-. Llegará esta misma noche.
Los hombres miraron fijamente a las nubes que surgían frente a olios, acumulándose cada vez hasta más arriba. En las montañas descargaría una tormenta tal como no la habían visto sus abuelos; lo presentían. Se precipitaría como un depredador sobre las piedras, imprevista y repentina, y engulliría rugiendo cuanto encontrara a su paso. La tierra se empaparía, pero al cabo de pocos días volvería a yacer sedienta bajo el sol. Cuanto creciera allí sería una bendición para ellos. Lo que lo haría crecer, su muerte; a menos que lo apaciguaran y le mostraran veneración.
Los hombres se arrodillaron y alzaron las manos como Watar, con las palmas hacia el cielo. Le rezaron a Afrit, el poderoso demonio del agua. Le pidieron humedad y ricas cosechas para tener con qué alimentar al ganado, agua para los pozos, pero rogaron indulgencia para sus animales y para ellos mismos. Afrit despertaba espanto, era tan terrible como su poderoso semblante, el que en esos momentos crecía por encima de ellos, en el horizonte.
El anciano se había erguido.
– ¡Reunid al ganado! -exclamó. No quería arriesgarse a que una cabra extraviada se ahogara ni a que la tribu perdiera alguno de sus valiosos camellos. Más de uno había huido, invadido por el pánico en una tormenta, y no había vuelto a saberse de él-. Llevadlo a la garganta y atrancad la entrada.
Cada cual se fue en una dirección para ocuparse de ello. Tubba agarró a su padre del hombro.
– Ya, pero Mujzen… -balbuceó de nuevo, y señaló hacia las montañas por las que había desaparecido su hermano.
Las cimas ya no se veían bajo el manto de densas nubes. Una ráfaga de viento frío les azotó la cara. Instintivamente, inspiraron hondo y la olieron, igual que la olfatearon los animales en sus dehesas y empezaron a chillar con nerviosismo. Ahí estaba, extraña, amenazante y prometedora: la lluvia.
La mano del anciano cayó pesada sobre el hombro de Tubba, que sacudió la cabeza, despacio al principio, con más fuerza después, y finalmente se zafó de él.
– ¡Voy a buscarlo! -exclamó el chico.
Su voz quedó sumergida en un rugido profundo y lejano. Su padre se estremeció y enseguida extendió una mano para detenerlo, pero él ya había echado a correr. Su veloz silueta desapareció entre las piedras.
– ¡Tubba!
Fue un grito de lamento. Cuando se volvió, su mirada recayó en una tienda, la única en la que no se veía trajín. Silencioso y calmo se veía el resplandor del fuego en la ranura de la entrada. Blandió un puño amenazador en esa dirección. Ella, ella tenía toda la culpa. Entonces se fue a poner a salvo su ganado.
Simún y su abuelo estaban sentados en silencio junto al fuego. Todo había sido dicho ya. Ella le había preguntado si era cierto que Mujzen era su prometido. Arik lo había confirmado. La compensación que exigiera el padre de Mujzen por el diente había sido demasiado elevada.
– Eso o morir de hambre -dijo el viejo.
Simún habría preferido morir de hambre, sin dudarlo.
– ¡Pero si ni siquiera es un hombre! -exclamó, indignada-. Si tiembla delante de mí, sólo con verme.
Mujzen y su ceceo, Mujzen y su semblante perpetuamente ofendido. Cuanto más intentaba imaginarlo, menos lo comprendía. Entonces le vino un nuevo pensamiento: ¡Mujzen y el vellón de cordero blanco! Las historietas de los mediodías con las muchachas adquirieron de súbito un significado completamente nuevo. Vio a los bailarines con sudor en la frente, vio las miradas ardientes de los espectadores. Vio a Mujzen, que entraba en la tienda y se quedaba de pie ante ella. Mujzen, que… Ahí le falló la imaginación. En lugar de seguir por ese camino, Tubba se coló en su pensamiento. Tubba, que le daba unas palmadas a su hermano en el hombro y le susurraba unos consejos al oído. «Mi hermano es un buen jinete», oyó que decía. Simún zarandeó la cabeza.
– Jamás -anunció.
Arik movió la cabeza como si no la hubiera oído bien.
– Lo cuidarás, lo respetarás y serás una buena esposa para él -dijo, en voz baja y modesta, como si afirmara lo evidente.
Simún no lo comprendía. ¿De qué estaba hablando? Su abuelo repitió su frase una vez más, con énfasis. Simún lo oía, pero no entendía nada. No entendía que esa imagen de su vida futura era una esperanza a la que Arik se aferraba, una esperanza en todo caso débil, que menguaba como las ascuas de un fuego que se extingue y que él atizaba con el aliento de esa frase.
Arik no estaba sordo, había oído gritar a los animales, no estaba ciego y no se le había pasado por alto que en el tiro del hogar habían desaparecido las estrellas. Incluso dentro de la tienda podía oler eso que los demás olían también y que Simún no conocía: el aliento lejano de la lluvia. Sabía que había llegado el día, y aun así seguía aferrándose a aquella ilusión: Simún, una mujer hecha y derecha, puede que no feliz, pero sí resignada a su destino, bella e íntegra, con un niño en la cadera, su bisnieto… Arik gimió. Un trueno ahogó su voz. Fue entonces cuando Simún levantó la mirada del fuego, al que llevaba largo rato mirando obstinadamente.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
Arik no respondió. Había alguien en la entrada de la tienda. El viejo ya se había dado cuenta, pero Simún no lo vio hasta que se acercó al resplandor del fuego. Era Watar.
– Ha llegado el momento -dijo el cuentacuentos.
– ¿El momento de qué? -preguntó Simún enseguida, y alzó la cabeza. No soportaba al cuentacuentos ni esa forma sigilosa que tenía de entrar en las tiendas de otras personas. ¿Es que no podía esperar fuera y llamar, como hacían todos los demás cuando iban a visitar a alguien? Se comportaba como si el poblado y todos sus habitantes fueran de su propiedad. Watar extendió una mano para acariciarle la cabeza, pero ella se zafó como hacía siempre-. ¿El momento de qué? -insistió, levantando la voz.
Su mirada iba una y otra vez del cuentacuentos a su abuelo, pero de ninguno de ellos recibía una respuesta.
Watar señaló a la entrada con la mano.
– Ha llegado la hora -dijo-. Tú lo sabes.