Arik no daba muestra alguna de haber oído una sola palabra. Seguía mirando fijamente al fuego. Watar se acercó más y se inclinó sobre él.
– Entrégamela ahora mismo -exigió.
Arik se puso en pie tan repentinamente que hizo retroceder al hombre. Ahogando un grito, el cuentacuentos se tambaleó hacia atrás varios pasos y después entornó con fastidio sus ojos pequeños. Arik estaba allí de pie, con su cayado en la mano. Todavía no había dicho nada, su rostro era pétreo.
Watar se arregló la vestimenta y se sacudió la arena de los zapatos. Reflexionó. Alguien lo llamaba fuera. Una vez más paseó su mirada por el viejo y la muchacha.
– Muy bien -dijo entonces, como quien se da por satisfecho de momento-, vendré por ella mañana. ¿Me has oído, viejo? ¡Mañana! -Su voz sonó imperiosa y amenazante.
Simún se levantó instintivamente, dispuesta a defender a su abuelo. Sin embargo, el cuentacuentos se marchó sin decir más.
Arik salió tras él y lo siguió con la mirada; también Simún salió al aire libre. A su alrededor, la agitación reinaba en el poblado. La luz de las hogueras salía por las tiendas abiertas e iluminaba el paisaje con inquietos centelleos. El que no estaba ocupado con el ganado, rezaba o aguardaba de pie al borde del campamento, observando con pavor el muro de nubes y entregándose a suposiciones, bravatas o temores.
Simún se contagió de la inquietud general y empezó a balancearse con impaciencia sobre los pies.
– Abuelo, ¿quieres que vaya a buscar también a nuestras cabras y las lleve al aprisco de arriba? -preguntó al fin, ansiosa por hacer algo.
Esperó largo rato una respuesta. En lugar de decir nada, Arik contempló un buen rato el cielo y el valle, luego se agachó. Recogió un puñado de tierra y la deshizo entre sus dedos. Tal como había pensado: el polvo era fino como lodo seco. El viento se lo llevaba de sus dedos sin dejar rastro. Sonrió. «Sí, aquí hubo agua una vez.» Miró a la boca del valle, a la explanada que había frente al campamento y las colinas que quedaban tras las tiendas.
– Y volverá a haber agua -murmuró.
Cuando se volvió hacia Simún, en su rostro se veía una cruda satisfacción.
– No habrá ningún mañana -anunció, y se volvió cojeando al interior de la tienda.
Simún se quedó allí helada. ¿Había perdido el juicio su abuelo? ¿Qué había querido decir con que no habría ningún mañana? ¿Y a qué se había referido Watar, por su lado, con ese «mañana» amenazante? Se arrodilló, confusa, e hizo lo mismo que había hecho Arik: examinó la tierra del suelo. Era, ciertamente, muy fina. Una delgada capa que se extendía sobre un lecho de guijarros y piedrecillas redondeadas como las que había en los cauces de los riachuelos. Como si hubiera sido arrastrada hasta allí por la corriente y la sequía la hubiera convertido en polvo. ¿Era eso lo que había comprendido su abuelo?
– Y volverá a haber agua -masculló Simún.
Se enderezó y miró en derredor, hasta donde la luz de las hogueras del campamento le dejaba ver. La composición del suelo era igual en todo el poblado. No cambiaba hasta allá atrás, junto a las últimas tiendas. La capa de piedras se derramaba allí en ondas. Simún supo ver sus amplios círculos bajo el polvo. Allí había una grava más gruesa, salpicada de rocas que sobresalían. «Y volverá a haber agua», repitió para sí. Unos rayos cruzaron el cielo, seguidos de un trueno seco, lejano, y de repente Simún comprendió qué significaba todo aquello: llegaba la riada. Un torrente incontenible de agua se vertería por el uadi y los atraparía allí. Aguzó el oído para escuchar el lejano retumbar y tuvo la sensación de que el suelo temblaba bajo sus pies. Corrió angustiada a la tienda y zarandeó de los hombros a Arik, que había vuelto a sentarse junto al fuego.
– ¡Abuelo, abuelo! Tenemos que desmontar la tienda. La riada puede llegar hasta aquí. El campamento no está lo bastante elevado. -La agitación hacía que le costara trabajo respirar-. ¿No me has oído? Tenemos que advertirlos a todos. Estamos acampados sobre la zona que se inundará, tú mismo lo has visto, lo has…
De repente se interrumpió y se quedó mirando a su abuelo, que, aún sentado, seguía aferrando su cayado y no hacía nada más que mirar a las llamas como si el mundo ya no le importara. Sus labios se movían formando las silenciosas palabras de una oración y su cuerpo se balanceaba imperceptiblemente siguiendo su ritmo. La muchacha comprendió entonces también otra cosa: que para su abuelo no habría ningún mañana. Arik se había sentado a morir allí.
– Pero… -fue lo único que logró decir.
Los pensamientos se atropellaban en su mente. ¿Por qué no quería seguir viviendo? ¡Viejo loco! Se irguió, desconcertada. ¡Ella no quería morir! Ni quería que muriera tampoco la gente del pueblo. No lo permitiría. Había olvidado ya esa infantil ocurrencia de que prefería la muerte a ser la esposa de Mujzen. Simún sintió el fuerte latir de su pulso, que ansiaba vivir.
– Si tú no quieres ayudarme… -exclamó.
De nuevo se detuvo, pero, al no recibir respuesta, salió corriendo fuera. «Lo haré yo sola», pensó. El temor al peligro, la exaltación de la certidumbre y las palpitaciones que sentía sólo con pensar en el rescate al que tenía que enfrentarse desbancaron sus preguntas acerca del porqué.
Miró presurosa en derredor. Tenía que encontrar al anciano y explicárselo. A él o al padre de Tubba. O a Watar. Incluso a él estaba dispuesta a recurrir. No podían quedarse allí a esperar a que el agua se los tragara. Pero Simún no veía más que a mujeres y niños corriendo en la oscuridad, ocupados en cubrir los tiros de los hogares, recoger todos los enseres en el interior de las tiendas, intentar dominar a perros rebeldes o reunir a los niños más movidos. Las tiendas de alrededor tenían las colgaduras bien abiertas y Simún veía los titilantes hogares encendidos y las yacijas de detrás, con las mantas revueltas. Allí estaban ya los más pequeños, con ojos muy abiertos, vigilados por sus hermanos mayores, apenas niños ellos también.
«Tenemos que salir todos de aquí -pensó Simún, presa del pánico-. Pero ¿dónde se han metido los hombres?» Extendió una mano y detuvo a una figura que pasaba corriendo junto a ella. Era Hamyim.
– ¿Dónde están los hombres? -preguntó.
Hamyim se apartó y la miró con odio.
– Han ido a buscar a Tubba y a Mujzen -dijo, y añadió-: Todo es culpa tuya.
– ¿Han ido a buscarlos? -tartamudeó Simún con sorpresa, y soltó la manga de Hamyim-: Pero ¿y la riada?
Miró en derredor con impotencia. ¿Cómo iban a conseguirlo sin los hombres? Había que desmontar las tiendas, había que hacer fardos con las varas, cargar todas las pertenencias en los camellos. Cuánto trabajo… era para desesperar. ¿Quién le haría caso a ella?
Hamyim no prestó atención a la preocupación del semblante de Simún y dio rienda suelta a la indignación acumulada:
– El anciano los ha convencido. Los ha sacado a todos de las tiendas, a mi padre e incluso a mi prometido. -Respiró hondo e intentó ahuyentar las imágenes que le hacía ver el miedo. Su ira la empujó a seguir. Otras muchachas oyeron su voz potente y exaltada, y se acercaron. Hamyim, contenta de tener un público cuya presencia la respaldaba, no dejaba de abrumar a Simún con reproches-. Y si ahora se los llevan los espíritus de la noche, todo será por tu culpa -declaró-. ¡Por qué has tenido que contarnos esos disparates y enviar a Mujzen al desierto!
Se alzó un murmullo de aquiescencia. En una de las tiendas, un niño se echó a llorar con ganas.
– No eran disparates -se defendió Simún, aunque con mala conciencia. Ella misma se dio cuenta de que había sonado a floja excusa-. Y Mujzen ha decidido él solo irse a las montañas. ¿No os acordáis? -Se volvió hacia sus oyentes en busca de apoyo-. Me ha quitado el cuenco de las manos a la fuerza y se ha ido con él. Si un lo hubiera hecho eso, sería yo la que estaría ahí fuera.