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– Eso, sin duda, habría sido mucho mejor para todos -dijo alguien desde la oscuridad.

– Sí, eso, a ti los hombres no habrían salido a buscarte en plena noche -apostilló Hamyim sin inmutarse-. Y ahora podrían ayudarnos con las cabras.

A Simún le costaba respirar. Esa franca animosidad le hacía daño, pero en ese momento no podía pensar sólo en sí misma.

– Bah, olvídate de las condenadas cabras -exclamó-. Y de las historias y de Mujzen. Vendrá el agua, ¿no lo comprendéis? Llegará hasta aquí. Tenemos que irnos cuanto antes.

– Ya estás otra vez -siseó Hamyim, y estrechó contra sí a su hermano pequeño, al que llevaba a la cadera, como siempre. El pequeño se puso a gimotear y Hamyim le dio la espalda a Simún para consolarlo-. No pasa nada, no pasa nada -le susurró, pero el niño no se calmaba.

– Me da miedo el agua -lloriqueó.

Hamyim le apretó la cabecita contra su pecho y se volvió furiosa hacia Simún.

– Mira lo que has hecho con tus embustes. Sumhu tiene miedo. Siempre tienes que andar metiendo miedo a la gente, siempre dándote importancia.

Acunó a su hermano, que seguía llorando en voz baja.

– Sin mí, Sumhu ya estaría muerto -exclamó Simún. Sintió que las demás se apartaban de ella-. La serpiente de esta tarde le habría mordido. -Alzó las manos-. Sí, reconozco que no era ninguna serpiente mágica, y que tampoco protege ningún tesoro, ¿contenta? Pero sus colmillos eran de verdad, y yo la he ahuyentado.

Simún inspiró hondo. Nunca había hablado tanto rato con ningún miembro de la tribu. Le costaba trabajo formular sus pensamientos ante los demás. Esa fría hostilidad casi la paralizaba, pero el miedo la hizo seguir adelante y sus palabras brotaron casi con tanta intensidad como las de Hamyim.

– Hace un momento me preocupaba por vuestro bienestar. Os digo que el agua vendrá hasta aquí y que nos arrastrará a todos si no vamos a un lugar más alto. -De nuevo hizo una pausa.

Las muchachas se la quedaron mirando, dubitativas, llenas de recelo.

– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó Mahdab con aspereza-. ¿Acaso te lo ha susurrado también tu serpiente maravillosa?

Nadie rio. Todas contenían la respiración, tensas.

Simún se retorció las manos.

– El suelo me lo ha dicho -gritó-, y me lo han dicho los animales.

Señaló a un perro que estaba atado junto a la tienda y aullaba lastimeramente mientras tiraba de su correa con tanta fuerza que el cuero se le había hincado en la carne. Intentaba quitársela con la pata, desesperadamente, y se hacía heridas sangrientas. Las muchachas contemplaron con inseguridad al animal enloquecido y luego se miraron entre sí.

– También me lo ha dicho mi abuelo.

Simún jugó con eso su última baza. Le costó mucho recurrir a la fama del hombre que la había vendido y cuyo comportamiento ya no era capaz de comprender. Sin embargo, era consciente de que la tribu entera lo sabía: el viejo Arik siempre presentía dónde iba a haber agua.

Shams lo expresó entonces en voz alta:

– Siempre lleva a sus cabras a donde llueve. -Alzó las manos y se volvió hacia todas ellas-: A lo mejor también sabe cuándo va a llegar la riada.

Simún, con gratitud, asintió sin parar ante esas palabras. Hamyim se mordió los labios y se quedó pensando.

– Le preguntaremos a él -dijo entonces-. Vamos a ver al viejo Arik. Después hablaré con mi madre y con mi tía, y cuidado si…

Simún la interrumpió:

– Pero tenemos que darnos prisa, tenemos que…

Resonó un trueno ronco que hizo temblar el cielo y la tierra. Las muchachas alzaron la cabeza. Simún creyó sentir de nuevo que el suelo se movía bajo sus pies. Sin embargo, esta vez leyó en los rostros de las demás que no habían sido imaginaciones suyas.

La voz de Shams sonó funesta en el silencio que siguió:

– ¿Qué ha sido eso?

CAPÍTULO 10

En el Uadi

– ¿Mujzen?

Los gritos de Tubba eran más angustiados cuanto más se internaba en el valle. La oscuridad era casi completa a su alrededor y el círculo que iluminaba su antorcha, pequeño. Le mostraba una tierra fantástica y desconocida, llena de extrañas formaciones rocosas nunca vistas y grotescas figuras arbóreas con sombras danzantes y sonidos nunca oídos. Cada contorno parecía ser el de un espíritu; cada sonido, proceder de un perseguidor misterioso. El miedo había empapado su cuerpo de la cabeza a los pies, le aflojaba las rodillas, hacía que le temblaran las manos y que jadeara al respirar antes aún de estar cansado. El joven se sacudía de nerviosismo y se sorprendía incluso de lograr avanzar. Se tambaleaba, más que caminaba, por un reino desconocido. No tenía ni la menor idea de dónde estaba.

Ya hacía un buen rato que debería haber llegado a ese lugar que conocía bien y en el que las muchachas solían montar siempre el toldo a mediodía, pero de ninguna de las maneras lograba dar con ese rincón que de día habría encontrado con los ojos cerrados.

– Mujzen, maldito seas.

El reniego estaba más cargado de miedo que de ira. Tubba intentaba orientarse desesperadamente por la silueta de la pared del valle mientras las nubes no la ocultaran todavía. Sin embargo, también su cresta dentada se asemejaba cada vez más a unas horribles fauces y menos a cualquier cosa que hubiera visto nunca.

Su pie tropezó entonces con una piedra, Tubba se tambaleó, resbaló y casi perdió el equilibrio sobre la grava. Aquello era condenadamente escarpado. ¿Se habría adentrado ya un buen trecho en el uadi o es que había subido más de lo que había creído por la pared del valle? Tubba levantó la antorcha para ver un poco por delante. Una maleza de enebro que sin duda veía por primera vez en la vida. ¿Qué era aquello oscuro que había detrás? Tubba avanzó con la fugaz esperanza de haber encontrado el árbol del incienso. Entonces oyó un fuerte crujido y un chasquido entre la vegetación. Algo saltó hacia él, tan de súbito y tan cerca que casi lo tiró al suelo.

El chico gritó. A duras penas logró mantener el equilibrio sobre el suelo quebradizo haciendo aspavientos con los brazos, con lo que tiró la antorcha, que humeó y perdió intensidad al caer. El joven echó mano a su arma y se quedó mirando de hito en hito a aquella sombra gigantesca. Era un antílope, lo distinguió claramente por su larga cornamenta. El animal debía de haberse espantado al menos tanto como él mismo, pues huyó presa del pánico. Tubba respiró hondo, pero entonces se despertó en él un nuevo pensamiento inquietante: si el antílope tenía miedo de él, ¿por qué no había echado a correr lo más rápido posible pendiente abajo? ¿Por qué bregaba por subir la ladera, donde apenas si se podía avanzar? Sin acabar de comprenderlo, siguió con la mirada al grácil animal, que luchaba en vano por subir a un saliente y con las pezuñas arañaba la roca desnuda. Al tercer intento por fin logró alzarse sobre la elevación y desapareció en la oscuridad. Tubba sacudió la cabeza y se inclinó para recoger la antorcha antes de volver sobre sus pasos. Una serpiente se escurrió serpenteando entre el fuego y él. Era delgada y marrón, Tubba la reconoció enseguida, era inofensiva. Aun así, el corazón le había dado un vuelco.

– Animal de los demonios.

Le dio una patada desdeñosa y cogió la antorcha. A su luz vio otra serpiente, y otra más. También ellas se apresuraban colina arriba.

– Pero ¿qué pasa aquí? -masculló para sí-. ¿Se han vuelto todos locos? -No tenía tiempo para entretenerse con eso. Tenía que encontrar a su hermano. Puso un pie con cuidado entre los cuerpos resbaladizos. Una vez más llenó los pulmones-: ¡Mujzen!

En el fondo, no creía que fuera a contestarle. Entonces lo oyó.

Una voz débil gritó el nombre de Tubba. El muchacho dio la vuelta a una roca y allí vio a su hermano, agazapado en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas. Mujzen no lo saludó, no apartaba la mirada del suelo.