– Me he perdido -dijo a media voz.
Tubba se dejó caer de rodillas a su lado, con pesadez, abrazó a su hermano por los hombros y lo zarandeó.
– Eso no importa -susurró una y otra vez.
– Ni siquiera he encontrado el árbol del incienso.
Tubba se mordió los labios. En el suelo, junto a su hermano, vio el cuenco de madera y de una patada lo hizo desaparecer en la oscuridad. Oyeron su golpeteo resonar en algún lugar de la negrura, debajo de ellos.
– Vayámonos ya. -Tubba tiró del brazo de Mujzen y lo puso en pie -. Es hora de salir de aquí. Watar ha dicho que la riada no tardará en llegar.
– Por eso todos los animales van hacia arriba. -Mujzen señaló con la barbilla a una araña que correteaba junto a ellos-. Me había extrañado.
No se atrevió a reconocer que durante las largas horas de soledad había empezado a creer que la caravana de seres vivos que había visto pasar se había puesto en marcha con el único propósito de burlarse de él e intimidarlo.
Tubba volvió a alzar la antorcha. La pared de roca que quedaba por encima no era precisamente seductora. Unos enormes peñascos desmoronados obstruían el camino, algunos de ellos sueltos en parte sobre el lecho de guijarros. Las zarzas tapaban las grietas.
– Lograremos pasar -dijo sin mucho convencimiento. Mujzen sacudió la cabeza.
Tubba le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro.
– Ya verás como sí, lo conseguirás.
– Es lo que dices siempre, y nunca lo consigo.
Mujzen miró para otro lado. Entonces vio dos puntos relucientes en la oscuridad. Eran los ojos de un zorro, que los contempló unos instantes con recelo antes de seguir camino pasando junto a ellos. Mujzen alzó un dedo y lo señaló.
– ¡Eso es! -El animoso golpe de Tubba en la espalda de Mujzen casi le hizo perder el equilibrio a su hermano pequeño-. Tras él. Por donde pase él también pasaremos nosotros.
Mujzen seguía teniendo sus dudas, pero siguió obedientemente a su hermano y al zorro colina arriba.
– ¡ Más deprisa, más deprisa! -gritó Simún. Una ráfaga se llevo las palabras de su boca. A su alrededor, las mujeres se apresuraban con sus hijos hacia la roca salvadora-. Más deprisa, tenemos que llegar a suelo rocoso.
Lanzó una mirada hacia donde estaban Mahdab y su madre, que habían levantado a Arik por debajo de los brazos. El fino pelo del viejo le azotaba en la cara y Simún no reconoció sus rasgos. El grupo había llegado ya a lo alto del pequeño saliente elevado que había en la ladera y que Simún esperaba que les ofreciera suficiente protección. En cuanto bajó al niño que llevaba apoyado en la cadera, se lo entregó a su madre, descargó el fardo que se había echado a la espalda, se enderezó y se dispuso a regresar de nuevo. Todas las que tenían las manos libres la acompañaron. A medio camino se encontraron con la familia de Hamyim, que tenía dificultades para subir montaña arriba con todos los pequeños y la madre, ya mayor. Mahdab se quedó con ellos. Simún le dirigió un gesto de aquiescencia y siguió corriendo. Todavía quedaban muchas cosas por subir a la seguridad de lo alto. Se apartó el pelo de la cara. Allí estaban las tiendas. Sacó el cuchillo y cortó de un tajo el cuero que apresaba al perro desesperado, que dio un salto y se perdió en la noche.
– ¡Dejad los enseres! -exclamó al ver a varias figuras ajetreadas en el interior de las tiendas. El viento había hecho volar ya casi todas las colgaduras. Las mujeres, a la desesperada, intentaban hacer con las alfombras hatillos llenos de teteras, lámparas y cuchillos para tirar de ellos tras de sí-. ¡Pensad mejor en el ganado! -Simún no sabía si la oía alguien. Siguió corriendo. Casi se tropezó con una pequeña que tenía los puños apretados contra los ojos y chillaba de espanto. Cogió impulso para alzar a la niña en brazos y se la entregó a la primera mujer con la que se cruzó antes de seguir corriendo-. ¡Shams! ¡Shams!
La delicada muchacha se peleaba con una carga demasiado pesada que había logrado meter en un cesto y que la hacía tambalearse sin rumbo. Simún se lo arrebató de las manos y lo tiró al suelo. Shams lloró de desesperación al verlo rodar y perder todo su contenido. Simún la estrechó para consolarla.
– Ponte a salvo -le dijo.
– Sí -respondió ella con voz lastimera-, perdona. -Fue a echar a correr hacia el saliente, pero dio media vuelta al darse cuenta de que Simún no la acompañaba-. ¿Tú adonde vas? -exclamó.
– A ver si alguien se ha quedado atrás.
– Voy contigo.
El viento las dejaba mudas y sin aliento; la arena las golpeaba en la piel. Dadas de la mano recorrieron las tiendas, pero todas estaban vacías.
– Vamos al aprisco -ordenó Simún, y tiró de Shams tras ella.
Allí estaban ya algunas mujeres, ocupándose de amarrar a los camellos, que desobedecían y chillaban de pánico. Cuando se acercaron a la abertura de la cerca, casi les pasó por encima un rebaño de cabras que huía hacia la oscuridad.
– ¡Esas son las nuestras! -exclamó Shams, y se volvió para seguirlas-. ¡Ay, no!
– ¡Shams!
Simún, desconcertada, vio que su amiga bajaba corriendo por la pendiente, donde desapareció en la oscuridad. Una nueva ráfaga llena de arena la obligó a taparse la boca y la nariz con el pañuelo. Alguien le puso un palo en la mano y ella empezó a dirigir al siguiente rebaño en dirección al saliente con fuertes gritos y exagerados gestos. Para ello tuvo que emplear toda su atención. Cuando al fin logró llegar a aquellas apreturas de gente y animales, totalmente sin aliento, se quitó el pañuelo y miró en derredor. No fue hasta entonces cuando se dio cuenta de que la tormenta había pasado.
Se acercó al borde del escalón de roca y miró abajo. Todavía se veían las últimas luces en el emplazamiento de las tiendas. Ardían con calma en una noche al fin tranquila. Los cencerros de las cabras extraviadas repicaban familiarmente cuesta arriba; casi parecía que todo fuera como siempre. Simún alzó la cabeza hacia el cielo. Vio que las estrellas volvían a estar allí, las funestas nubes habían pasado. El azul del cielo era reluciente como el cristal, casi transparente, como lo era siempre antes del alba. Sólo por encima de las montañas seguía azotando algún débil rayo, aquí y allá. Oyó las voces do los primeros pájaros. ¿Habría pasado todo?
Sin embargo, el temporal había vertido en las lejanas montañas su cargamento de lluvia, que se estaría deslizando por las pendientes, se reuniría en las gargantas sin ser absorbida por el suelo, buscaría una salida en caudalosos riachuelos y remolinos, y recorrería los valles arrastrando consigo tierra, piedras, árboles y a todo ser viviente que encontrara a su paso.
Cuando Simún ya iba a respirar tranquila, volvió a oírse un rugido creciente, más fuerte y amenazador que ninguno de los que habían oído hasta entonces. Parecía que la tierra se abría. La muchacha alzó los brazos de golpe, instintivamente, como si quisiera impedir que la derribaran. Miró horrorizada hacia abajo, al nacimiento del uadi, a la garganta por la que resonaba el estruendo. Entonces abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas:
– ¡ Shams!
– ¡No quepo! -La voz de Tubba era desesperada.
Estaba por debajo de Mujzen, en una rendija que se abría entre dos grandes rocas redondeadas que se alzaban hasta varios metros por encima de ellos. Si Mujzen se inclinaba, lograba ver la cara de su hermano bajo él, e incluso alcanzarle la mano. Alzó la antorcha algo más, pero lo que vio confirmaba lo que decía Tubba. El paso era demasiado estrecho para la fuerte complexión del cuerpo de su hermano. A él mismo le había costado trabajo colarse entre las rocas. Tubba, no obstante, había quedado atascado.
– A lo mejor dando la vuelta por fuera -dijo con vaguedad, aunque sabía bien que de nada valdría. Por la derecha, la pared de roca ascendía en vertical, por la izquierda había un guijarral que ni siquiera una serpiente habría podido atravesar sin peligro. Tubba estaba atrapado-. Lo conseguirás -gritó Mujzen, desesperado.