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El viejo permaneció en silencio para no gritar y no zurrar a aquella necia. Ay, demasiado bien podía imaginar la escena, hasta el último detalle.

La muchacha prosiguió como si tal cosa. Uno las había señalado con el dedo y había dicho algo a sus compañeros. A ella le había latido entonces el corazón con una fuerza tal como nunca antes y había huido a todo correr hacia un bosquecillo de tamariscos, pero la hija de Arik había avanzado como hechizada hacia la caravana, muy despacio, y sin duda la habían encantado, pues había partido con ellos hacia un lejano reino de hadas. La muchacha dijo que jamás olvidaría la mirada del jinni que les había hecho señas, que la llevaba grabada a fuego en el corazón, y que Arik no se lo explicara a su padre, por favor, que ella rogaba a Almaqh todas las tardes y todas las noches.

Arik le dio su bendición y le dijo que se fuera.

Después, no obstante, la pequeña le explicó su historia a todo el que quiso escucharla, y desde entonces en la tribu se dio por cierto que la hija de Arik moraba entre los jinn. El viejo no estaba descontento con eso. Era mejor soportar la necedad que sucumbir a la burla. Sin embargo, sus labios jamás volvieron a pronunciar el nombre de su hija, y los relatos de los cuentacuentos le provocaron aversión por siempre jamás. Desde entonces se mantenía alejado de todos, iba al pozo cuando los demás aún no se habían levantado, evitaba la plaza del poblado y para hacer negocios buscaba a los viejos, que, como él mismo, nunca preguntaban nada y hablaban poco.

Sólo en una ocasión se había presentado ante él el anciano de la tribu. Con dedos torpes y rígidos, Arik le había servido un té mientras el hombre guardaba silencio. Así estuvieron sentados largo rato, sin decirse nada. Al cabo, el invitado dejó su taza:

– Mi hija -empezó a decir-, que Hamyim, diosa del sol, la proteja, pues no sirve para nada…

Arik esperó a ver de qué se trataba, pues ésa no era sino la introducción que mandaba la costumbre y no dejaba entrever nada. No era de buena educación alabar en voz alta las virtudes de una mujer soltera.

– … aunque cierto es que tiene unas piernas más o menos veloces y se da maña con el ganado -el anciano se aclaró la garganta con incomodidad-, todas las mañanas sale con mis rebaños y por la tarde trae los animales de vuelta sin haber perdido ni uno, sanos y bien alimentados. Le doy gracias a Almaqh.

Arik permaneció imperturbable ante su discurso. El anciano se volvió hacia él y lo miró con sus ojos tornasolados, cuyos iris habían palidecido ya y en los que el blanco se había vuelto amarillo como el ámbar.

– También podría cuidar de tus animales, por una pequeña parte de la leche. ¿Qué opinas? Llegaríamos a un acuerdo.

En lugar de dar una respuesta, Arik miró al suelo.

– Quiero pensarlo -contestó al cabo.

No dijo más. Tampoco era necesario. Se quedaron allí sentados en silencio, soplando el hirviente espejo del té y apurando sus tazas. Después, el anciano le puso una mano en el hombro:

– Seguro que no le va mal -dijo con titubeos-, allí donde está ahora.

Arik ni siquiera asintió con la cabeza.

El anciano se marchó entonces y no regresó.

Arik soltó una tos áspera y triste. El calor le había secado la garganta. Se irguió con un jadeo. «Los jinn», pensó. Como si no supiera él nada… Esos que recorrían el desierto con sus camellos eran cualquier cosa menos apariciones espectrales, eran personas como él y como la gente de la tribu; aunque sí eran igual de misteriosos, igual de soberbios y malvados. Había oído hablar mucho de ellos. En su juventud, Arik había comerciado con incienso entre varias tribus y había viajado un tanto, más que la mayoría de sus conocidos. Nunca había llegado a alejarse hasta las regiones de los sedentarios, pero junto a las hogueras de los mercaderes a quienes solía visitar había oído explicar historias sobre ellos.

Sabía de los lugares en los que construían sus casas de piedra y embalsaban el agua con la que convertían mágicamente el desierto en vergel. Esas gentes ya no temían a Afrit, el demonio del agua, sino que lo apresaban sin ofrecerle los debidos sacrificios. Trazaban en la arena del desierto líneas que ningún ojo humano era capaz de ver y vertían sangre por ellas. Se paseaban vestidos con ropajes de colores y amontonaban tesoros como los que ningún nómada vería jamás.

Pensó que tal vez Marib, a lo mejor Sirwah. O puede que Timna, que quedaba más al este. Había oído esos nombres en boca de los viajeros, pero ¿qué sentido tenía pensar en nombres? Los nombres no significaban nada, los lugares no significaban nada. Se levantó con cansancio; le dolían los huesos. Sólo el tiempo decidía sobre todas las cosas. El ya no era joven para pasar tantas horas tumbado en la piedra. En lo que le quedaba de vida no volvería a poner un pie fuera de esas montañas. El pañuelo azul se arrugó entre sus manos agrietadas. Entonces oyó un silbido en lo alto y miró hacia arriba.

– ¡Bu, bu, bu! -exclamó el ave, y se posó en una rama justo por encima de su cabeza. Enseguida llegó otra, que recogió sus alas con elegancia y se unió a la llamada-: ¡Bu, bu, bu!

Asombrado, Arik contempló a las dos abubillas. Con sus picos largos y elegantes, sus erguidas crestas y ese plumaje blanco y negro que parecía un manto echado sobre los hombros, le parecieron muchachas acicaladas. Sí, se le antojaron como las misteriosas mujeres que debían de vivir en esos lugares lejanos en los que acababa de pensar, criaturas de belleza y ostentación.

– Bu, bu, bu -volvió a oírse.

Arik alzó su cayado para ahuyentar a las alborotadoras. Entonces la vio.

Se había echado una capa encima, igual que las aves, pero la suya era azul y estaba hecha de un tejido que Arik no había visto nunca. Brillaba en un azul más intenso que el propio cielo, igual que si hubieran cortado un pedazo de horizonte. Incluso el tierno verde de la pradera parecía tenue a su lado. Verdaderamente podía creerse que era una inniyah. Arik agachó la cabeza; ese esplendor indecente había avivado su furia.

Los pies de su hija iban calzados en unas pequeñas babuchas con bordados, esplendorosas obras de arte que no tenían nada en común con el polvoriento suelo que pisaban. Arik vio sus brazos, engalanados con bandas de plata, perlas y piedras preciosas, vio sus anillos, las manos tatuadas de alheña. No la miró a la cara. Entonces reparó en la criatura que estrechaba con fuerza. El mantón con el que la llevaba envuelta ondeaba al viento, rojo como la ira del lagarto.

CAPÍTULO 02

La hija de Jinn

Se sentó en silencio junto a él, y Arik reconoció su forma de recolocarse la falda alrededor de los talones. No lo llamó «padre»; él asintió con rabia. De haberlo hecho, la habría golpeado. De modo que permanecieron un rato en silencio. Cuando la muchacha se movía, los abalorios de las sienes le tintineaban, lluvias de plata que parecían encandilar al bebé, cuyas manitas salían de la tela para intentar atraparlos. Arik lo veía todo con el rabillo del ojo. A su pesar, el espectáculo lo había cautivado.

– Conque te va bien -dijo al cabo de un rato. Sintió un dolor en la garganta al proferir las palabras, como si se le hubiera colado arena con el viento.

No obtuvo respuesta, pero le pareció que ella contemplaba con agrado los anillos de sus dedos. Las manitas de la criatura intentaban alcanzar con torpeza las codiciadas joyas. Su madre no se lo impedía.

Arik abrió la boca para advertirle de ello, pero la volvió a cerrar. No pensaba decir nada más. Si ella se disculpaba, bueno, ya vería entonces. Tenía que reconocer que más de una vez había soñado con cómo sería todo si ella regresaba, harapienta, mísera, una perdida. Siempre había imaginado que la acogía y la cuidaba, y que ella le aferraba una mano con sus últimas fuerzas y apretaba allí sus labios para rogarle perdón por toda la vergüenza que había hecho caer sobre él. Sí, reconocía que todas esas veces la había perdonado, arrasado en lágrimas, y le había cerrado los ojos moribundos con una mano trémula de emoción.