Aquélla, sin embargo, impasible y enjoyada como la imagen de una diosa… No, no diría nada más. El bebé barboteó con suavidad.
– Te traigo una hija -dijo ella. ¿De veras era su voz?
Arik miró hacia otro lado.
– Yo ya no tengo hija -graznó con cansancio-. Cuidaba de los animales y se extravió.
– Ahora ha regresado-replicó ella.
Se inclinó hacia delante y dejó a la criatura en el regazo del viejo, que, antes de poder rechazarla, sintió la leve carga sobre las piernas y se quedó instintivamente petrificado, como si el más leve movimiento pudiera romperla.
Arik no pudo por menos de mirarla. «Ojos como palomas -pensó, y persiguió con la mirada los intranquilos aleteos de sus largas pestañas-. Dientecillos como perlas.»
– ¿Cómo…? -empezó a decir.
«¿Cómo se llama?», había querido preguntar, pero algo se movió junto a él. Se volvió a ver qué era; su hija se había levantado sin despedirse y se había alejado hasta una roca tras la cual, como vio entonces Arik, aguardaba un camello con montura. Antes de que pudiera decirle nada, la vio ya en la silla.
– ¡Hat, hat, hat! -exclamó la joven, evitando su mirada.
Sus movimientos eran decididos; su voz, cargada de impaciencia; el paso del animal, silencioso. Su titilante y lejana estampa pronto no fue más que un espectro en la arena.
A Arik se le saltaron las lágrimas.
– ¿También ella huirá de mí, como tú? -le gritó con desesperación.
– Bu, bu, bu -contestó la abubilla.
La sombra había desaparecido por completo en el centelleo del desierto. Arik, deslumbrado, bajó la mirada.
La niña que tenía en el regazo volvió la cabeza a uno y otro lado, buscando, balbuceó y se echó a llorar con suavidad. Cuando Arik le acercó un dedo, lo aferró, se lo llevó a la boca y chupó. Cansado, apoyándose en el cayado con la mano que le quedaba libre, el viejo se puso en pie. La pequeña tenía hambre, era evidente, y al darse cuenta sintió apremio; no habría sido capaz de decir por qué.
Salió de la sombra cojeando todo lo deprisa que podía. Bajó la pequeña ladera y fue hacia sus cabras. En el zurrón llevaba un poco de pan y quería dárselo a la pequeña mojado en leche fresca. Con chasquidos y lisonjas dispersó al rebaño, buscando entre los animales a la madre que tenía en mente, y dejó su valioso hatillo con sumo cuidado sobre la hierba crecida para poder ordeñarla.
– ¡Ooo, estate quieta, vieja amiga!
Agarró a la reticente cabra de la cornamenta para mantenerla en la posición adecuada y empezó a tirar de sus ubres. La cálida leche cayó formando espuma en el recipiente de madera. Qué bien le habrían venido un taburete y un cubo… Al encorvarse para realizar la tarea le dolía la espalda, pero estaba feliz. Arik empezó incluso a canturrear sin darse cuenta y, cuando terminó, se lamió una gota dulce de los labios.
Después se volvió hacia la pequeña. Con una afable reprimenda ahuyentó a la curiosa cabra que se había puesto a mascar el pañuelo rojo.
– Mi cabritilla -dijo entonces-, mi estrella, tan brillante como el disco de Almaqh, aquí tienes… -Entonces se quedó mudo.
El cuenco de leche se le resbaló de la mano y las cabras se abalanzaron con fuertes balidos sobre el líquido blanco que goteaba de las briznas de hierba. Rodearon a Arik y a punto estuvieron de hacerlo caer, pues se había quedado helado mirando a la niña. La curiosidad había hecho que los animales tiraran del pañuelo que la tenía envuelta y lo hicieran a un lado. La niña estaba desnuda, estirando los bracitos hacia Arik.
Éste, sin embargo, no podía apartar la mirada de su piececito izquierdo. Tenía los dedos unidos, dos hacia la derecha y tres hacia la izquierda, de manera que parecía una pezuña partida. «Un pie de demonio», le cruzó por la mente, y se espantó. Enseguida se alejó unos cuantos pasos y miró en derredor. Allí yacía la pequeña, rosada entre aquel verdor, lloriqueando con suavidad. Su primer impulso fue el de dejarla allí abandonada. Su hija no la quería, entonces lo comprendió. Nadie querría quedarse con ella, era como si su existencia misma estuviera marcada por una maldición. Arik agarró el cayado con más fuerza y llamó a las cabras, pero en ese momento la niña soltó por primera vez un grito, fuerte y estridente. Como si hubiera comprendido que el hombre pretendía dejarla sola.
Arik se detuvo y apretó los dientes con todas sus fuerzas. Tenía que salir corriendo tan deprisa como pudiera, lejos de allí. La niña volvió a chillar. Arik seguía de pie en la hierba, colérico, segando flores, arremetiendo contra las briznas. Sin embargo, no dio un solo paso. Otro grito. Arik gimió, se volvió. Por su rostro caían sudor y lágrimas. La pequeña calló en cuanto encontró su mirada. «Almaqh -rezó Arik en silencio-, esta carga es demasiado pesada para mí, que sólo soy un viejo, mi vida ha llegado ya a su fin.» Pero sentía que la esperanza le hacía latir el corazón en la garganta. La niña seguía mirándolo con aquellos ojos grandes. «Ojos de paloma», pensó Arik, y en el silencio se cerró un pacto. El viejo cogió su pañuelo azul y se limpió la cara. Recobrada la energía, se acercó cojeando a la pequeña, la cogió en brazos, la envolvió otra vez en su arrullo con mucho cuidado y la estrechó contra su pecho. Allí, a la sombra de su manto, descansó durante todo el trayecto de vuelta a casa. Teniéndola allí tumbada, le dio la sensación de que ya conocía su peso, como si ese hueco hubiese estado esperándola desde el principio. Arik llamó a las cabras y se puso a silbar.
– ¿Habéis visto eso? -exclamó alguien cuando el viejo llegó al poblado.
Lo cierto es que era una estampa poco habitual. Hacía años que los habitantes de las tiendas no lo veían caminar con tanto ánimo y balanceando el cayado de tan buen humor. Las cabras correteaban a su alrededor como una marea alegre, los niños lo rodeaban y le tiraban de la ropa. Él no los ahuyentaba con regañinas y gruñidos y gestos amenazadores, como era su costumbre, sino que parecía alegre de charlar con ellos.
– ¿Qué les está enseñando? -preguntó una joven con el ceño fruncido, y se acercó. Sus amigas la siguieron-. ¿Es que lleva un cabritillo?
Medio preparadas para ser recibidas con un reniego, se acercaron algo más con paso inseguro. Algunos niños salieron corriendo en busca de sus madres para tirarles de las faldas -hicieron oír sus entusiastas voces agudas- y arrastrarlas también hasta donde estaba Arik, en mitad de su rebaño y con pose erguida de orgullo.
– Venerable padre -lo lisonjearon ellas con precaución-, anciano, poseedor de cabras blancas como la leche, ¿qué llevas ahí?
Enseguida vieron el hatillo que sostenía en el hueco del brazo.
– ¿Es un niño?
– Sí que lleva un niño.
Corrió la voz. Después de los chiquillos y las mujeres, también los hombres dejaron de lado su pose de dignidad. La curiosidad los hizo levantarse y salir de las tiendas a la explanada polvorienta, donde rodearon al viejo. Arik llevaba su tesoro envuelto en el arrullo colorado y encerraba en su mano los inquietos piececillos escondidos.
– Es hija de los jinn -informó a la tribu.
Llegó el anciano, que se inclinó sobre la pequeña poniendo ceño. No se atrevía a expresar en voz alta sus dudas, pero Arik las leía en sus ojos.
– He ido al desierto, al lugar en el que Afrit derramó anoche sus bendiciones, y allí la he encontrado.
Arik miró al corro que se había formado a su alrededor. Watar, el cuentacuentos, estaba de pie junto al anciano y se rascaba la barba. El viejo no pudo evitar sonreír al verlo.
– La he encontrado en mitad de una pradera verde. Allí había una tienda, azul como el cielo, que alcanzaba hasta el horizonte. Dos aves grandes como personas aguardaban sentadas en la entrada. Yo iba a salir huyendo, pero me han llamado por mi nombre. Entonces he hecho acopio de valor y he entrado.