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Un murmullo recorrió la muchedumbre. Watar zarandeó la cabeza, dubitativo. Sabía que los jinn eran grandes expertos en montar tiendas de enorme belleza y legendaria amplitud. En ellas hacían caber valles enteros, desiertos e incluso ciudades y, aun así, estaban fabricadas con tanta delicadeza que cabían en el capullo de un gusano de seda. El mismo las había descrito muchísimas veces.

También Arik lo sabía y, dándose alas, prosiguió:

– En el interior me esperaba una mujer bellísima. He caído de rodillas y he querido besarle el borde de la túnica, que era toda de oro y piedras preciosas, pues la he tomado por una reina. Sin embargo, ella me ha dicho que no era más que una modesta criada del jinni que es señor del palacio de la aurora, el que tomó a mi hija como esposa preferida. -Un pequeño grito lo interrumpió.

Arik reparó en la amiga de su hija, la que en aquel entonces había ido a visitarlo a su tienda. Se asía el rostro con ambas manos, tenía las mejillas encendidas de exaltación y se balanceaba como si estuviera en trance.

– Lo sabía -susurraba, excitada, una y otra vez-. Lo sabía. ¿Acaso no lo sabía? -Se puso a saltar con nerviosismo y a darles golpecitos en los hombros a sus amigas antes de volverse de nuevo hacia Arik con ojos relucientes-. Oh, es una maravilla.

– Sí que lo es -masculló el anciano, que seguía sin estar muy convencido-. ¿Y esa criada te ha entregado a tu nieta, dices?

Los demás se acercaron sin atreverse a respirar. Arik tosió.

– Sí -respondió con voz resuelta, y posó una mano protectora sobre el pecho de la niña.

Vio quo so había quedado dormida y que la cabecita le había caído a un lado. En la curva de su tierno cuello palpó entonces algo por primera vez. Era un colgante. La cadena se tensó cuando Arik quiso hacerse con él. Relucía al sol como ningún otro material que hubiesen visto jamás en la tribu. Era más claro que las tobilleras de bronce de las muchachas, más reluciente que las teteras de las celebraciones, las mejor pulidas, el orgullo de todas las tiendas, más destellante que la superficie de un manantial sobre el que sopla el viento al sol.

Tenía que ser oro, comprendió Arik. Vio en él la cornamenta de Almaqh y, con una oración silenciosa, le dio gracias al dios por que su hija no hubiera caído entre infieles, pero el signo que había debajo no logró desentrañarlo. Tampoco había visto nunca con sus propios ojos nada parecido a la piedra que relucía entre los dos cuernos, transparente como el agua pero roja como la sangre.

– Eso es un rubí-afirmó el anciano, e intentó que nadie notara su leve sobresalto-. Un rubí -volvió a mascullar, y como un eco se repitió la palabra en boca de unos y otros.

Fue como una onda que se expande en círculos por el agua y en cuyo centro estaba Arik, orgulloso y quedo. «Yo he lanzado la piedra -pensó-. Ahora veremos hasta dónde llega.»

– Simboliza el palacio de la aurora, de donde procede -explicó. Él mismo quedó maravillado de la seguridad que denotaba su voz-. Y un día regresará a él.

Con cuidado recolocó la cadena alrededor del cuello de la niña y bajó la mirada hacia su pequeño tórax. Se sintió agradecido de poder ocultar el inesperado abatimiento que habían hecho surgir esas últimas palabras. Había dicho lo primero que le había venido a la mente, sin pensarlo mucho. ¿Podía ser que hubiera profetizado la verdad en un momento de clarividencia? ¿Lo abandonaría ella también?

Un repentino dolor brotó en su interior y Arik se aferró con congoja a lo que los dioses le habían entregado. «Me partirá el corazón», pensó.

– ¿Watar? -El anciano se volvió hacia el cuentacuentos, que era al mismo tiempo el guardián de sus tradiciones. Lo que no atesorara él en su memoria no había sucedido jamás.

Watar se inclinó sobre la niña. Su larga barba casi le rozó la piel blanca. Arik, instintivamente, se hizo un poco atrás.

– Ya había oído hablar antes de algo así-murmuró el cuentacuentos, y extendió una mano de uñas amarillentas y resquebrajadas para tocar con cuidado a la pequeña, que dormía, pero la dejó suspendida en el aire. Con vacilación, añadió-: En la tradición existen narraciones sobre hijos de los jinn. -Pero ninguna era tan buena como la de ese viejo tonto, y Watar sintió un poco de rencor hacia Arik por que la historia no fuera suya.

Entonces cayó en la cuenta de que nadie le impedía relatarla a partir de entonces, transformarla, adornarla, hacerla perfecta y darle la forma con la que finalmente se convertiría en verdadera. Para él, para la tribu, para sus vecinos y hasta para los dioses. Se irguió y miró a Arik con severidad.

– Esa criada de los jinn, ¿ha desaparecido en la nada? -preguntó en tono duro.

Arik se apresuró a asentir con la cabeza. «En la nada», pensó. ¿Acaso no había sido así?

– ¿Y no ha dejado más que un aroma embriagador? -En la pregunta de Watar resonaba ya la victoria de quien se sabe con la razón.

Arik pensó en el olor de la hierba sobre cuyas florecillas zumbaban las abejas. Pensó en la fragancia de la leche y en el perfume de las cabras sanas.

– Sí -afirmó de nuevo con convicción.

Watar se enderezó y asintió en dirección al anciano. Este repitió el gesto en dirección a los miembros de la tribu que se habían reunido. El silencio que había reinado hasta ese momento se convirtió en un estallido de parloteos entusiastas. Todos querían comentar algo sobre el increíble acontecimiento. Arik se sentía como en mitad de una tormenta de arena; zarandeado por los sonidos de su alrededor, que lo dejaban sin aliento. Watar alzó entonces las manos. Todavía no había terminado.

Todos volvieron a callar.

– Es evidente -empezó a decir-, y muy digno de mención, que la niña ha venido a nosotros después de que Afrit, el demonio de la lluvia, se nos haya aparecido.

Miró a los ojos a Arik, que de pronto había palidecido bajo el moreno de su tez. ¿Por qué no podía haberse guardado para sí algo que no había querido explicar a nadie? En las cabras, en el bienestar de las cabras había pensado, y por la mañana había partido sin decir nada hacia su verdeante secreto. ¿Por qué no había podido regresar también sin decir nada y haber protegido, así, el bienestar de la niña? ¿Por que de repente se había sentido tan orgulloso? Arik bajó la mirada.

Los demás asintieron, aún más emocionados, expectantes. Acababan de comprenderlo. La pequeña habría de ser nada menos que la novia del demonio de la lluvia. ¡Menuda bendición para su poblado! Las madres estrecharon a sus hijas contra sí.

Arik abrazó a la niña con tanta fuerza que la despertó y empezó a patalear. Unos ojos enormes y relucientes se abrieron ante su mirada. No pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Pensó que aquello no podía llegar a suceder. Era muy probable que esa boda nunca tuviera lugar.

– ¿Cómo habrá de llamarse? -preguntó alguien.

Watar abrió la boca.

Arik, que sabía lo que diría, se le adelantó:

– Simún -dijo enseguida, con resolución-. Se llama Simún. -Parpadeó y alzó la mirada con obstinación-. Me lo ha dicho la inniyah.

Watar respiró hondo y después cerró la boca. El anciano alzó su cayado del suelo para corroborarlo.

– Simún -repitió-. Así se llamará.

CAPÍTULO 03

Juego de niños

– Chsss -hizo la chiquilla, y toqueteó con una ramita seca al lagarto, que alzó la cabeza a la defensiva. Las fauces triangulares del animal se abrieron con una amenaza insonora. La niña se echó hacia atrás las brillantes trenzas y se acercó todavía un poco más-. Ven, dragoncito, que te hechizaré.