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Seguía en cuclillas, muy concentrada, y de nuevo se inclinó sobre el animal para tocar imperceptiblemente su coraza de escamas con la punta del palo, justo al lado de la palpitante vena del cuello. Estaba segura de que su magia surtía efecto, de que el lagarto iba cambiando con cada latido de su pequeño corazón a través de sus venas. Pronto sería un dragón, la montura de una princesa de los jinn -que, por supuesto, era ella misma-, y se subiría a él para alejarse volando a inspeccionar su reino: aquellos guijarros de allí que eran sus montañas, el bosque de hierba de detrás del cauce seco, en el que la tribu de las arañas hacía estragos, y el palacio de retama en cuyas flores vivían los príncipes jinn.

Estiró un dedo con sumo cuidado. La piel del lagarto era seca y fría.

– Llévame -susurró.

A Simún le gustaba la compañía de los animales. Eran dóciles y dejaban que jugara con ellos a sus juegos de niña. Las personas, por el contrario, eran mucho más complicadas, reservadas e incomprensibles. Nunca aparecían en sus fantasías. A excepción de su abuelo, por supuesto, que vivía justo al lado del palacio de retama. Casi siempre estaba allí sentado, usando por banco una rama plateada, nudosa y seca, y era el viejo hombre de confianza del linaje de las hadas, de cuyo reino era el único humano que conocía la existencia.

Junto a él se sentaba a veces Simún, que ordenaba a su montura plegar las verdes alas y hacía un alto para relatarle sus últimas y espeluznantes aventuras.

Simún vio entonces la brillante coraza negra del caballero escarabajo. Tiró de las riendas de oro de su dragón para descender planeando y zarandeó en pleno vuelo su mágica daga curva.

La pequeña estaba tan absorta en su juego que no se dio cuenta de que una horda de niños se le acercaba con curiosidad. Estaba retando a un duelo al caballero negro con un audaz discurso y tenía las mejillas sonrojadas de excitación mientras sus labios se movían en un monólogo silencioso.

Uno de los chiquillos se llevó un dedo a los labios diciéndoles a los demás que guardaran silencio y se acercó con mucho sigilo a Simún, que seguía acuclillada. El chico sabía bien lo que tenía que hacer; consiguió acercarse lo suficiente sin ser descubierto para agarrar el dobladillo de la ancha túnica de la niña y, en un abrir y cerrar de ojos, tirar de ella hacia arriba todo lo que pudo.

– ¡Simún, sopla y levántame la falda! -vociferó con alborozo, visiblemente entusiasmado por haberlo conseguido.

Los espectadores respondieron con un coro de carcajadas.

Simún montó en cólera y dejó caer la ramita con la que había estado intentando hechizar al lagarto. El animal verde esmeralda se quedó un momento inmóvil en el suelo polvoriento, rodeado por un revuelo de inquietos pies morenos. En el cuello estirado le latía el pulso, exaltado e impetuoso, y entonces huyó como el rayo a esconderse bajo una piedra. El alboroto era cada vez mayor:

– ¡Suelta o lo lamentarás! -La amenaza de Simún fue tan vana como sus intentos por liberarse.

Por mucho que ella intentaba apartarlo a puñetazos, su atacante seguía sin soltarle el vestido. De nuevo se agachó el chico, riendo, y volvió a levantar la tela hasta tan arriba que la niña creyó oír cómo se rasgaba.

– ¡Simún, sopla y levántame la falda!

Pensar que sus piernas estaban desnudas y desprotegidas ante la mirada de todos la enfureció. Le cayeron lágrimas de ira por el rostro mientras el chico empezaba a dar vueltas sobre sí mismo cada vez más deprisa, como una peonza, haciéndola girar. La fuerza centrífuga la alejaba de él y por eso no llegaba a pegarle.

Obligada a danzar en círculo, no podía hacer nada más que intentar sostenerse sobre ambas piernas. Las trenzas negras le azotaban en la cara; las cintas de colores con que estaban atadas ondeaban alegremente, como para burlarse de ella.

Simún empezó a sentir vértigo. Al final tropezó, cayó y arrastró consigo a su atacante. Los dos rodaron entrelazados en una nube de polvo. Simún sintió un dolor caliente cuando sus rodillas golpearon el suelo, pero aprovechó la oportunidad para darle al otro una patada con todas sus fuerzas en la barriga. Vio con alivio que el chico la soltaba y daba bocanadas para coger aire mientras se retorcía en el suelo. Se recompuso el vestido y lo estiró deprisa para cubrirse las piernas.

– ¿Le habéis visto el pie? ¡Aaaj! -En la voz de los niños que la rodeaban y la señalaban con el dedo se oía un escalofrío placentero.

– ¡Tiene una pezuña de cabra!

– ¡Y le crecen pelos! -añadió alguien.

«No es verdad», -quiso gritar Simún, pero no le salió más que un graznido.

Un enorme nudo en la garganta le impedía hablar. Era tan grande que le dolía y, por mucho que tragara, no lograba hacerlo bajar. Se agazapó aún un poco más, esforzándose por exponerse lo menos posible.

– Enséñanoslo otra vez -pidió una muchacha mayor, de melena greñuda y voz exigente, que llevaba a su hermano pequeño apoyado en la cadera.

El niño miraba a Simún con unos enormes ojos negros, sin comprender nada, y se chupaba el pulgar. Nadie le apartaba las moscas de las comisuras de los ojos. Simún las oyó zumbar en ese instante de silencio.

Un graciosillo repitió con poca originalidad desde el fondo:

– Simún, sopla y levántame la falda.

… pero nadie siguió su broma. En lugar de eso, uno de los chicos mayores del grupo se separó de los demás. Simún sabía que se llamaba Tubba. Dio un paso al frente y le hizo un gesto a su hermano para que lo imitara. Los dos se arremangaron las mangas de la túnica con ganas de pelea. Simún vio sus músculos bajo su piel morena; no cabía duda de que eran más fuertes que ella, mucho más fuertes. Se le aceleró el corazón. Involuntariamente se empujó un poco hacia atrás, los pies todavía ocultos bajo la falda como escondidos en una tienda. El primer atacante, que seguía junto a ella, en el suelo, intentó retenerla de la mano, pero ella logró zafarse y enseguida se puso en pie de un salto.

– Nos lo vas a enseñar ahora mismo -anunció Tubba con expresión grave.

Su tono no admitía discusión. Los demás asintieron. El hermano torció el gesto con una sonrisa sarcástica, Simún vio sus relucientes dientes blancos contra su rostro bronceado. Los miraba a ambos con lágrimas colgando todavía de las pestañas pero la boca cerrada con fuerza. Antes de que los niños la alcanzaran, dio media vuelta y echó a correr todo lo deprisa que pudo.

– ¡Atrapadla! -chillaron ellos, exultantes, y salieron tras su presa.

La cacería recorrió todo el campamento, se dispersó por entre las tiendas y ocasionó algunos desperfectos. Las cabras, nerviosas y sin dejar de balar, saltaron hacia los lados y cocearon cuando la exaltada jauría se abalanzó sobre ellas sin ninguna consideración.

– ¡Niños! ¡Niños!

Unas mujeres que estaban sentadas frente a una tienda, haciendo pan, alzaron las enharinadas manos blancas para detenerlos. Tosieron y agitaron los brazos para disipar la polvareda que se les metía en los ojos, soplaron sus discos de masa y los limpiaron con cuidado, pero no hicieron sino reír. Enseguida retomaron la tarea y sus conversaciones; sus largos dedos morenos amasaban el pan y aplanaban las hogazas con rapidez y destreza, sin tener que mirar siquiera lo que hacían. Los tocados de sus sienes tintineaban con alegría y sus ojos perfilados con kohl relucían mientras charlaban unas con otras. Ninguna de ellas le dedicó una sola mirada a Simún.

Sólo Watar. El cuentacuentos, con el ceño fruncido, seguía los acontecimientos por entre las cabezas de algunos hombres que se habían reunido en torno a él y vio que Simún se escabullía entre las tiendas, rauda como una gacela. Sin embargo, a pesar de ser muy rápida, iba perdiendo la carrera. Sus perseguidores se separaron y le cortaron el camino a su casa. Simún dudó, se vio por un momento entre la espada y la pared, pero enseguida echó a correr hacia el pedregal que había al pie de las cercanas montañas.