Los niños de la tribu corrieron tras ella; los mayores primero, los pequeños detrás. La más rezagada era la muchacha con el hermano a la cadera, que con enfado les gritaba a los demás que la esperaran.
Watar le dio unas palmadas en el hombro a su interlocutor para disculparse y echó a andar en la dirección por la que había desaparecido la comitiva.
Simún llegó entretanto al destino de su carrera, los primeros peñascos. Gruesas columnas de piedra negra se alzaban en aquel lugar hasta varios metros de altura. Las paredes eran porosas, alisadas por el viento y el calor del sol. No era la primera vez que iba allí, de modo que sabía bien en qué resquicios y qué huecos tenía que apoyar sus pies desnudos para escalar las escarpadas paredes. Decidida, alcanzó un saliente con una mano y se dispuso a ascender. Tras apenas unos movimientos precisos ya estaba arriba. Buscó un pequeño descansillo entre las columnas, una grieta que quedaba oculta a las miradas de los que estaban abajo, medio cubierta por temblorosas flores amarillas y provista de una hilera de piedras afiladas en el interior. La experiencia le había enseñado a hacer acopio para los malos tiempos.
Cogió la primera con una mano, sintió su tranquilizadora dureza, cálida y polvorienta, su peso cargándole el puño, y se inclinó hacia delante con curiosidad. Los primeros perseguidores ya se habían reunido bajo su refugio. Tubba tenía un pie puesto en la roca y miraba la pared con ojo experto, buscando el mejor camino para ascender. Con arrogancia les explicó a los demás cómo lo haría. Simún se asomó, apuntó y le dio de lleno en la cabeza.
El chico tardó un poco en comprender qué lo había herido, se frotó la frente y miró en derredor con una expresión en la cara que hizo reír a Simún a carcajada limpia.
– Eres demasiado gordo y demasiado torpe para subir aquí arriba.
Tubba sacudió un puño en dirección a ella.
– Todo lo que puedes hacer tú, tullida, yo hace tiempo que lo domino. -Intentó hacer realidad su amenaza, pero la lluvia de piedras que le cayó encima se lo impidió.
Los niños de abajo se agacharon para buscar buenas piedras con las que corresponder al aluvión, pero no encontraron más que pedazos de barro seco del uadi de al lado, cocidos por el sol pero ligeros y quebradizos. No llegaban lo suficientemente arriba y reventaban contra el negro basalto convirtiéndose en nubecillas de polvo. Enviaron entonces a unos cuantos a buscar munición mientras lanzaban palitos arrancados a toda prisa de la maleza seca. Tubba y sus amigos daban órdenes como si aquello fuera un asedio, y los demás participaban con gusto en el divertido juego. Estaban completamente entregados a derrotar a Simún.
Ella seguía arriba, acuclillada, agazapada en su grieta para esquivar las primeras piedras que llegaron volando. Volvió a asomarse cuando todos los tiros hubieron errado el blanco y soltó una risa todo lo fuerte y maliciosa de lo que fue capaz. Quería que montaran en cólera, aunque ella más bien tenía ganas de llorar. Las heridas de las rodillas le latían de dolor, y se estremecía cada vez que le daba una piedra, aunque el impacto fuera inofensivo. Le habría encantado poder hacerse un ovillo, como un animalito, y llorar, pero tenía que sostenerle la mirada a Tubba, que no hacía más que intentar escalar hasta allí arriba al amparo de la granizada de piedras que lanzaban sus tropas.
Bueno, ahí llegaban otra vez. Con el corazón acelerado, Simún se apretó más contra la pared interior de la grieta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Las piedras seguían estrellándose contra la roca. ¿Hasta dónde habría trepado Tubba? ¿Podía atreverse a asomar la cabeza por el borde otra vez?
Una piedra la alcanzó entonces e hizo que se tambaleara hacia atrás. Se mareó.
– ¡Le hemos dado! -gritó alguien-. ¡Ya la tenemos!
CAPÍTULO 04
De repente oyó una voz.
– Niños, ¿qué estáis haciendo?
– ¡Perseguimos a la tullida! -chillaron ellos con alegría.
– ¡Pero bueno…!
Watar, el cuentacuentos, zarandeó la cabeza y le hizo una señal a Tubba, que estaba atascado a medio camino de la pared de roca, sin poder subir ni bajar. El niño pareció contento de aprovechar la oportunidad para dejarse caer pesadamente al suelo y se le acercó trotando sin asomo de vergüenza.
Simún estiró el cuello al percibir el repentino silencio y espió por el borde con cautela, sin dejarse ver. Allí estaba el cuentacuentos, que había reunido a su alrededor a los niños del campamento y hablaba con ellos. ¿Qué les estaría diciendo?
«A mí qué más me da -pensó-. Por mí, como si desaparecen todos, como si la tierra se abre y se los traga de repente. Los odio.»
Lo cierto es que los niños se alejaron enseguida, charlando alegremente en pequeños grupos. «¡Lo lamentaréis!», tenía ganas de gritarles Simún, pero guardó silencio y permaneció en su escondite. Watar seguía allí plantado como si quisiera echar raíces. ¿Es que no pensaba irse nunca?
Al cabo de un rato, como el cuentacuentos no se había marchado todavía, Simún se incorporó, enfadada, y sin dignarse mirarlo inició su descenso. Se descolgó de asidero en asidero con habilidad, aprovechando todas las hendiduras de la roca en las que cabían sus pies, pero no dejaba de sentir la mirada de Watar sobre sí, y eso la ponía furiosa y a la vez nerviosa, de modo que erró un punto de apoyo, se hizo un buen corte en el pie y poco le faltó para resbalarse.
Cuando por fin llegó al suelo, se dio cuenta de que no podía pisar bien. «Ahora sí que camino como una tullida, por su culpa -pensó-. Fantástico.» Ni mucho menos iba a darle las gracias a Watar por haberla salvado. «¡En mi fortaleza habría resistido toda la eternidad!» Repitiéndose mentalmente esa frase una y otra vez con los labios apretados, echó a andar, cojeando, sin hacer caso del cuentacuentos. Cómo detestaba dar espectáculos…
Watar estuvo largo rato mirándola. Lo que veía no era más que una niña pequeña, huesuda, seca y torpe como todos los niños. Sin embargo, sus extremidades delataban que algún día sería alta y esbelta, de hermosas proporciones, largas piernas y finos tobillos.
Tenía la piel aterciopelada, como si el sol no pudiera quemarla. El polvo del desierto parecía sobre ella polvo de oro. Su rostro, tan enjuto y de nariz recta, era orgulloso, y así miraban también sus ojos. Grandes, negros, a la sombra de las espesas pestañas pero sin rastro de indolencia. En ellos había atención, un dolor muy bien oculto… y una ira abrasadora.
Simún se echó las trenzas hacia atrás cuando pasó frente a Watar, siete trenzas negras como la noche, una por cada uno de sus siete años. Arik, que se sentía orgulloso de su nieta, había trenzado también cintas rojas y azules en ellas.
El cuentacuentos no pudo evitar sonreír. Sí, también el viejo lo sabía; esa chiquilla tenía un destino especial. Alzó la mano para pasársela por la cabeza.
– ¿Y bien, mi pequeña Wasila?
Simún se agachó como el rayo para zafarse de su caricia.
– Yo no me llamo así-bufó.
No dijo más y se alejó de allí corriendo todo lo que pudo.
Watar, sin darse cuenta, cerró los dedos formando un puño. «¿Conque nada de darme las gracias? -pensó-. Pues espera y verás.» Contempló su apresurado cojear y tuvo que sonreírse de nuevo. «Sí que eres Wasila. Agua rápida y efímera. Y también estás en mis manos.» Alzó el puño para abrirlo de inmediato. Con las manos extendidas en señal de respeto, bajó la cabeza. «Y por supuesto también en las tuyas, poderoso Afrit, señor de la oscuridad.» Masculló una oración allí de pie, vuelto hacia las montañas.
– ¿Abuelo?
Simún sintió tal descanso al encontrarse otra vez en la protectora penumbra de la tienda, al ver sus objetos conocidos, la alfombra, la tetera abollada, al oler los familiares aromas a madera, cabras e incienso, mezclados con un toque de cardamomo, que se le saltaron las lágrimas antes aún de ver al viejo.