Arik levantó la mirada al oírla entrar. Simún, que lo vio sonreír, se abalanzó hacia él, hundió el rostro en su regazo, se abrazó a su cintura y empezó a sollozar con ardor y desconsuelo.
En lugar de saludarla, Arik alzó las manos con torpeza.
– Bueno, bueno, ¿qué te pasa…? -murmuró, confuso, y enmudeció ante su pena.
Empezó a acariciarle la espalda temblorosa con inseguridad, despacio, con manos secas y resquebrajadas de viejo.
Un sublevado sorber de mocos fue la respuesta.
Arik escuchó su relato entreverado de sollozos ahogados; no le prestó mucha atención, siempre era lo mismo. Al principio, cada vez que sucedía algo así, agarraba su cayado con la mano izquierda y con la derecha la manita de Simún e iba a hablar con los padres de los niños, a quienes dirigía airados discursos. Nada había sacado con ello. Los padres lo trataban con afabilidad y achacaban lo sucedido a la naturaleza salvaje de la infancia, a la crueldad natural de los niños de esas edades, a su curiosidad, que no tenía mala intención. Nada era nunca con mala intención y, además, tampoco había pasado nada.
Le metían a Simún dátiles desecados en la boca, le acariciaban la cabeza, deprisa, casi con premura. En las sonrisas nerviosas de la gente, Arik veía entonces que en el fondo de su corazón compartían la suspicacia de sus hijos. El viejo sabía lo que opinaban en silencio: ¿acaso no era deforme la chiquilla?, ¿es que no era un monstruo? Debería estar agradecida de vivir entre ellos sin que nadie la molestara. Arik suspiró. Casi podía oír sus voces. Si alguien tenía la poca vergüenza de poseer una tara como la de Simún, mejor haría no siendo remilgado. Seguramente así lo veían ellos.
El viejo no dejaba de acariciar a su nieta. El movimiento monótono los tranquilizaba a ambos y casi los llevaba a una suerte de trance. Los sollozos fueron haciéndose más débiles en el regazo de Arik. «Si sólo fuera eso», prosiguió éste con sus cavilaciones. No era capaz de formularlo con claridad, pero sentía que la vida de Simún sería más fácil si se conformara con ocupar el último lugar de la fila, como pobre inválida que era. Sin embargo, su niña no era de ésos. Arik lo presentía, y eso le partía el corazón. Sin darse cuenta la apretó más contra sí. Su Simún era bonita, ninguna niña de las que habían nacido en la tribu había sido tan bonita. Arik había visto los veranos de muchas de ellas.
«Me preocupa», admitió, y siguió acariciándola con una sonrisa de felicidad, apartándole de la cara los mechones revueltos que se le habían escapado de las trenzas y se le pegaban a la piel cálida y húmeda. Simún lo rechazó y ocultó el rostro arrasado en lágrimas. También era terca, obstinada y orgullosa. «Menudo diablillo», pensó, medio triste y medio exultante. La chiquilla no aceptaba nada sin antes haber hecho preguntas, todo había que explicárselo. Simún era exigente. Siempre quería respuestas, atención, afecto. Qué impetuosas eran a veces sus ternuras. Como un cabritillo malicioso lo embestía, a veces, con la cabeza en el costado, y él tenía que agarrarse con fuerza a su cayado porque ella no dejaba de empujar con brío. Como si supiera que le habían arrebatado el amor más decisivo, el de su madre. Como si intuyera que en su vida… Ahí se interrumpió Arik, y estrechó entonces a su nieta con tal fuerza que la hizo boquear en busca de aire, sorprendida. La niña se apartó de él con un zarandeo.
– ¡Eh, que me ahogas! -protestó, y lo miró con el morro torcido.
Arik le limpió las lágrimas y la suciedad de la cara. Si de él dependiera, su nieta tendría todo cuanto deseara. Le regalaría jardines de rosas y palacios, reinos enteros y también a un príncipe. Palomas blancas revolotearían a su alrededor y la luna le sonreiría. Sin darse cuenta, sonrió él también mientras la miraba. Pero no tenía nada más que su amor. Pobre Simún.
¿Pobre? ¡No! Arik se sublevó. El la envolvería en ese amor, lo desplegaría ante ella como un escudo, como protección contra el mundo entero. El corazón empezó a latirle con tal fuerza que pensó que se le saldría del pecho y por un momento creyó ser capaz de cualquier cosa.
Con cariño, hizo que volviera a posar la cabeza sobre sus piernas y, mientras le deshacía las trenzas con dedos torpes para trenzarlas de nuevo, empezó a hablarle de la niña de los jinn que encontrara en el desierto y que un día regresaría a su reino mágico. Le describió las maravillas de ese mundo, sus escaleras de oro y sus campanillas de plata, sus arcas llenas de piedras preciosas y preciadas fragancias con tanto fervor que casi llegó a creer que su tienda se transformaba con cada palabra.
– Y el gobernante, tu padre, monta sobre un elefante blanco con colmillos de oro.
«¿Qué es un elefante?», solía preguntar siempre Simún en ese punto, pero ese día preguntó:
– ¿Cuándo, abuelo, cuándo vendrá?
Se rompió el hechizo. Arik volvió a encontrarse sentado en su deslucida tienda, un viejo de dedos gotosos que ya no era capaz de hacer nada. Masculló algo incomprensible.
– ¿Y le dará una buena tunda a Tubba? -Simún se enderezó y lo miró a los ojos.
Arik hizo un gesto como diciendo que no valía la pena. Sintió repugnancia de su propia debilidad.
– Bah, deja a Tubba en paz -gruñó-. Es un tonto, no es nadie. -Miró hacia otro lado y revolvió las cenizas con el cayado-. Solo te tienen envidia porque eres mejor que ellos -espetó de repente-. Eres muy especial.
Por primera vez, Simún dejó caer la cabeza.
– Pero es que yo no quiero ser especial -dijo en voz baja-. Yo quiero que jueguen conmigo.
Arik miró al frente y sacudió la cabeza. Tardó un momento en comprenderla.
– Nada puede hacérsele -sentenció el viejo-. Cada uno es como es.
Estuvieron largo rato sentados en silencio.
– Los odio -dijo Simún en algún momento.
Arik se movió, pero no repuso nada.
Fuera arreciaba el calor del mediodía, todos los sonidos eran más débiles. Ya no se oían voces, sólo desde lo lejos llegaba la llamada de algún pájaro. Simún se preguntó si sería una abubilla, que la buscaba.
CAPÍTULO 05
El griterío de los espectadores era ensordecedor. Incluso los camellos, lejos de la muchedumbre, alineados al borde del árido bosquecillo de tamariscos que era el punto de salida de la carrera, estaban inquietos a causa de tanta agitación. Percibían el ruido lejano como el rumor de un mar desconocido, olfateaban el entusiasmo, el temor y la esperanza, y se inquietaban como viajeros antes de partir. Torcían los ojos, resoplaban por los ollares, soltaban imperiosos berridos y con sus desbocados movimientos prometían dificultades a sus diminutos jinetes.
En las sillas montaban niños de unos diez años con grave semblante, muy impresionados al ser conscientes de la importancia que tenían ese día. Exaltados, percibían los emocionantes sucesos de su alrededor como a través de un velo. Aquel ruido susurraba en sus oídos, el latir de su corazón les cerraba la garganta. Los hocicos de sus animales estaban llenos de espuma que salpicaba en las bridas de ostentosos bordados y sobre sus muslos desnudos. Las borlas de las sillas volaban. Los cuerpos de los camellos se frotaban unos con otros. Los niños alzaban las piernas morenas y se sentaban agarrados como garrapatas. Sus ojos relucían en esos rostros tatuados, el pelo les brillaba de sudor bajo los turbantes de colores. Eran pequeños reyes y, no obstante, apenas un leve peso sobre los animales, que iban acicalados con mayor alarde que sus jinetes.
Los chiquillos tiraban de las riendas con todas sus fuerzas y desatendían las últimas instrucciones que les dirigían sus padres, tíos, mentores, que gritaban y gesticulaban en aquel barullo, no menos exaltados que los niños. Cada uno de ellos tenía una receta secreta para que su animal fuera el más rápido de todos. Uno le frotaba los tobillos a su camello con un aceite especial, el otro le ponía al suyo unas hierbas obradoras de maravillas ante los ollares. Con un gesto furtivo, Tubba metió un talismán bajo la silla de su hermano pequeño, que ese día iba a montar como él mismo lo hiciera dos años antes.