Sólo un animal galopaba todavía por delante de ella, un poco a la izquierda. Simún reconoció al jinete: era Mujzen. «Cómo monta», pensó, y contempló su pequeña figura, cuya cabeza asentía al ritmo del desenfrenado galope. Cómo sostenía las riendas, agarrotado y con los hombros encogidos. Como si tuviera miedo de la velocidad. Una sonrisa descubrió los dientecillos depredadores de Simún. Si tanto miedo le daba volar, que no desplegara las alas.
La chiquilla azuzó a su camello y, complacida, sintió que el animal la obedecía. Palmo a palmo se fue acercando al flanco del camello de Mujzen mientras veía cómo trabajaban sus músculos bajo el pelaje. Un poco más cerca. Sin tener en cuenta a sus perseguidores, a quienes cerraba el paso, Simún llevó a su animal hacia la izquierda, acercándolo más aún al de Mujzen. Éste debió de sentir algo, pues volvió la cabeza.
La muchacha vio sus ojos abiertos, los puntos azul oscuro del tatuaje de su frente. ¿Qué hacía? ¿Gritaba algo, se reía de ella? Simún no veía más que sus deslumbrantes dientes blancos, y entonces alzó la vara y fustigó a su montura.
– ¡Eeeh!
Esta vez sí oyó el grito de protesta de Mujzen, pero no le hizo caso. El animal del chico sintió que la tensión de las riendas remitía y perdió el paso. Su desconcertado jinete se balanceó en la silla. El camello bramó. Simún le clavó el mango de la fusta en el flanco, se separó de su voluminoso cuerpo con una patada y lo dejó atrás. Allí delante, los tamariscos crecían hacia lo alto. Allí delante aguardaba la victoria.
Arik rezaba. Esperaba junto a las mujeres y los niños la llegada de la horda salvaje que se abalanzaba hacia ellos. Aquí y allá veía un brazo desnudo, un bastón que golpeaba el flanco de un animal o a un contrincante. Todo era una enorme maraña envuelta por la polvareda, en la que poco a poco empezaban a distinguirse sólo algunos jinetes. Al principio no eran más que puntos oscuros a lomos de los animales, pero Arik, como los demás, conocía cada detalle de todos los camellos, la línea de sus cuellos y el ritmo de sus pasos, y era capaz de distinguirlos unos de otros, aunque no fueran más que una silueta lejana recortada en el horizonte del desierto.
Aquel de allí era Yida; allá estaba el hijo de Watar, sobre el gran animal rojizo. Y Mujzen, de los primeros, como era de esperar del hermano de Tubba. Detrás de él, sin embargo, ondeaba un pañuelo rojo que, como arrebatado por un puño iracundo, voló entonces hacia el cielo y cayó de nuevo en un suave remolino.
– Simún -murmuró Arik, y pronunció una oración antes de volver a alzar la mirada.
El pañuelo ya no estaba, había desaparecido en el polvo. No había más que un estruendo de pezuñas de camello camino de la meta.
– ¡Ooooooh! -gritó el gentío a su alrededor.
Un jinete había caído y había desaparecido como el pañuelo rojo, pero no era Simún. El viejo Arik se enjugó el sudor de la frente y dio gracias a Almaqh. Cojeó todo lo deprisa que pudo hacia la línea de meta. Con apenas un parpadeo de diferencia fueron llegando los jinetes. Su salvaje llegada obligó a la muchedumbre a abrirse y reunirse inmediatamente después, como un enjambre de abejas espantadas a punto de emprender el ataque, para rodear a los camellos que apenas si acababan de frenar. Arik tuvo que recurrir a su cayado para abrirse paso.
– ¡Fuera de ahí! ¡Que me dejéis pasar he dicho!
Cuando por fin llegó junto a Simún, le faltaba el aliento como si él mismo hubiera participado en la carrera.
– ¡Abuelo, he ganado!
Con las mejillas encendidas, Simún se inclinó hacia él, todavía desde la silla. Arik habría querido lanzarse hacia ella y reconfortarla para evitar que se hundiera en esa nube de voces que zumbaba con malicia.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó a quienes estaban a su alrededor con toda la dignidad que pudo reunir. Ante todo quería volver a instaurar la calma. «Estoy viejo -pensó-. Todas estas voces y este alboroto me dan miedo.»
– ¡He ganado! -repitió Simún, pero nadie le respondió.
La muchedumbre abrió paso a Mujzen, que seguía acuclillado sobre su camello. Su padre lo llevaba de las riendas, y Tubba, agotado de la carrera, llegaba tras ellos.
– ¡Le ha dado un golpe! -gritó ya desde lejos, jadeando y sin aliento, y señaló a su hermano pequeño, que tenía el pelo lleno de polvo y una salpicadura de sangre en la cara.
– Bueno, bueno -dijo Arik para intentar calmarlo. Miró a Mujzen, que, como todos podían ver, todavía era demasiado frágil para montar camellos. En su porte no se vislumbraba ni pizca de la seguridad que desprendía su hermano-. No es el único que ha caído hoy, ¿verdad?
Sin embargo, la gente sacudía la cabeza. Lo que el viejo había dicho era cierto, lo sabían, pero no les gustaba y no expresaba lo que sentían.
Mujzen alzó un dedo acusador.
– Me ha dado con la fusta en la cara en plena carrera.
Arik alzó las manos con ánimo apaciguador. En la carrera se permitía todo. Todos lo sabían. ¿Por qué iba a estarle eso prohibido a Simún?
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio de las recriminaciones. Hizo chasquear su vara con ánimo festivo y, al hacerlo, mostró el brazo en el que ella misma había recibido también un verdugón considerable.
– Si eres un niño tan pequeño, haberte quedado en casa.
Algunas mujeres sacudieron la cabeza con desprecio. Se alzó un murmullo cada vez más fuerte. Arik vio los rostros hostiles de la gente y también hacia dónde dirigían la mirada. Se acercó a Simún y, con un rápido movimiento, la agarró de la falda y tiró para cubrirle el pie desfigurado, que estaba descalzo y bien visible contra el flanco del camello.
El animal hizo un gesto tan brusco que a la chiquilla le costó controlarlo con las riendas. Fulminó a su abuelo con una mirada de espanto. «Antes no querían más que contemplarlo -parecían decir sus ojos-. Cuando ocultaba mis piernas castamente, como cualquier niña de doce años, todos querían verlas.» ¿Por qué iba a esconderlas de pronto? ¿Ahora que había ganado?
Miró con ojos desafiantes a Tubba, que le sostenía la mirada a punto de lanzarse contra ella. Simún parecía más que dispuesta a pelearse con él, como en los viejos tiempos. Alzó la barbilla todo lo que pudo.
El padre de Tubba lo agarró entonces del hombro. Señaló hacia Mujzen y le dijo algo a su hijo pequeño, que, sin embargo, sacudía la cabeza y oponía resistencia. Su padre, con todo, no hizo caso de mis negativas, le tomó el rostro entre las manos, le obligó a abrir la boca y le enseñó a Tubba lo que había ocultado.
– ¡Al chico le falta un diente! -Lo gritó de súbito y con gran indignación. Una vez, dos veces, cada vez más alto. Se lo hizo saber a toda la tribu-. ¡Le ha hecho perder un diente a mi chico!
El espanto cerró la garganta de Arik. Sin querer, se pasó la lengua por sus tocones de dientes, amarillentos y negros. Un diente era un tesoro; una dentadura sana, el orgullo de un hombre, prueba de su juventud y su fuerza. El pobre desgraciado al que le faltaba alguno era objeto de burlas, y las mujeres lo evitaban dando rodeos. Mujzen tendría que pagar unas buenas arras si quería encontrar a una novia que lo aceptara con semejante defecto. Todo eso cruzó velozmente por su cabeza mientras a su alrededor crecía el alboroto. Se volvió con brusquedad de espaldas al padre de Mujzen y su mirada de reproche. Fue cojeando hacia Simún y tiró de sus riendas.