– Un sanador -corrigió Shams. Se acercó a su amiga y le estrechó ambas manos-. Simún, dice que puede curarte el pie.
El silencio se apoderó unos instantes de la estancia. Simún se dejó caer en el lecho y se cubrió el rostro con las manos. Durante largo rato, todos la miraron. ¿Reía? ¿Lloraba? ¿Acaso no los creía? ¿Estaría al borde de un arrebato de cólera? A Shams le habría gustado acercarse a ella para pasarle un brazo por sus delgados hombros, pero dudó. Cuando por fin se atrevió a dar el primer paso, Simún levantó repentinamente la cabeza.
– ¿Cómo? -preguntó, sucinta.
El anciano miró en derredor. Vio entonces un pequeño taburete como el que tenía en su casa, lo acercó ceremoniosamente, se sentó a los pies de Simún y, bajo los gestos aprobatorios de Shams, se dispuso a arremangarle el vestido. Al dejarle el pie al descubierto, lo sostuvo en alto, lo posó en su rodilla y lo examinó un rato sin decir nada.
Simún sintió sus dedos ligeros y secos, tragó saliva. Aún recordaba con viveza cómo el rey, la noche anterior, se había puesto el pie desnudo de ella sobre el pecho antes del acto para alcanzar la excitación necesaria. Sus ojos habían centelleado al llevárselo a la boca y posar en él un beso.
En los ojos azules del viejo no había más que una afable indiferencia. Su nieto, sin embargo, estaba arrodillado junto a él sin dejar de mirar una y otra vez, inquieto, del pie de Simún a su bello rostro. A la reina se le salieron los colores. El niño preguntó algo con su voz aguda y clara.
«Simún, sopla y levántame la falda.» El lejano recuerdo infantil volvía a estar de pronto muy cerca. Casi retiró el pie.
El anciano asintió como si todo fuera tal como había esperado. Alzó un dedo y señaló:
– Un corte aquí, otro aquí. Y aquí. -Le sonrió con amabilidad-. No serán los dedos de los pies más bonitos del mundo… -Dejó la frase sin terminar.
– Pero ¿será un pie normal? -Simún no se hacía a la idea.
¿Tan sencillo iba a ser? ¿Todo se arreglaría? ¡Un pequeño corte con un cuchillo! Instintivamente extendió el pie hacia él. «Hazlo aquí mismo -quería gritar-. Hazlo ya.» Se aclaró la voz. «No seas infantil -se reprendió-. Tendrá que hacer algunos preparativos.»
– ¿Cuándo? -preguntó con cierta duda, y volvió a carraspear-. ¿Cuándo creéis que podríais intentarlo?
El anciano le soltó el pie y alcanzó la caja.
– Vuestra amiga me ha dicho que lo mejor era hacerlo enseguida. ¿Si os parece bien? -Ya hurgaba entre sus herramientas.
Shams le cogió una mano y la apretó contra su ardiente mejilla. Simún le acarició la cara con espontaneidad.
– No llores -susurró, y entonces se le saltaron también a ella las lágrimas-. Ahora mismo me parece bien -dijo entonces, subiendo algo la voz, y se secó el rostro con la mano que tenía libre.
– De todos modos será un poco doloroso -le advirtió el sanador, con el cuchillo ya en la mano.
Simún lo miró y asintió despacio. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre los de Shams. Después lanzó bruscamente la cabeza hacia atrás; su cuerpo se estremeció. El viejo judío se detuvo, sobresaltado. Sin embargo, la reina del sur reía, reía a carcajadas.
CAPÍTULO 49
Simún estaba tumbada en el lecho, mirando al artesonado. Dos moscas revoloteaban alrededor de las filigranas doradas. Como sus zumbidos errantes pasaba el tiempo, lento, pesado, absurdo, subrayado y marcado por el doloroso palpitar de su pie, que estaba vendado con un paño de lino gris. Simún no se atrevía a moverse, ni siquiera se atrevía a mirar para no perturbar lo que allí se desarrollaba, pero ese dolor era el más dulce que había sentido en la vida.
Volvió la cabeza y contempló el cielo, que se transformaba poco a poco, con una lentitud atormentadora. El sol estaba más bajo, pronto teñiría de rosa las nubes blancas que se cernían sobre las montañas. Entonces acudiría Salomón por última vez.
Al final se incorporó para ir hasta la ventana. Quería ver si el jardinero volvía a estar allí. Con cuidado se arremangó el vestido y dio el primer paso, sólo con el talón sobre el frío suelo. Podía caminar sorprendentemente bien, pero, antes de llegar a la ventana, oyó la puerta tras ella. Simún se volvió con sobresalto. Todavía no era la hora, el rey llegaba siempre con el crepúsculo, oculto por la penumbra, cuando presentía que ya se acercaba su noche. Esta vez, con todo, quien apareció en la puerta fue el vocero.
– El rey Salomón desea que lo acompañéis al Salón de los Jueces -informó sin emoción alguna.
Simún no encontró en su semblante ni en su voz indicio alguno sobre qué significaba aquello. No tuvo más remedio que asentir con aquiescencia. Alcanzó su capa de la silla y siguió al hombre. Si éste vio que cojeaba, o reparó en la mancha de sangre que había dejado en la blanca manta del lecho, no lo dejó entrever. Sin hacer comentario alguno, acomodó su paso al ritmo lento de ella y la acompañó hasta la sala que ya conocía del día de su llegada. Allí estaba el trono, flanqueado por los dos leones, que esta vez no escupían incienso. Sí ardían unos fuegos de carbón en grandes braseros de cobre, y pesados cortinajes separaban las naves laterales de la sala, que así parecía más pequeña e íntima. Al pie del trono de Salomón había unas personas con vestimenta sencilla que no parecían pertenecer a la corte.
El vocero hizo pasar a Simún entre ellos, que le abrieron un respetuoso pasillo hasta los escalones, y la hizo subir hasta las colgaduras azul oscuro que rodeaban el trono de Salomón. Allí se arrodilló, carraspeó y, para inmenso asombro suyo, vio asomar por entre la tela azul una mano que le hizo un gesto para que se acercara. Simún le dirigió una mirada interrogante al vocero, que asintió para exhortarla a avanzar, de modo que apartó las colgaduras y entró.
– Siéntate -dijo Salomón.
Simún vio la butaca que había reconocido como su trono el día de su llegada. Esta vez se encontraba junto al del rey, su respaldo y sus brazos quedaban algo por debajo del de éste, pero estaba dispuesto sobre el mismo nivel. Al verlo la invadió el orgullo, una alegría triunfal. Aquél era el reconocimiento por el que había viajado hasta tan lejos. Casi era para echarse a reír que le hubiera sido concedido tan tarde, con tanta discreción y de una forma tan inútil. Aun así, aquella imagen le hacía palpitar el corazón, no podía negarlo. Sin embargo, en ese orgullo se entremezclaba también un alegre desdén. Simún no dijo nada y se sentó.
Los cortinajes se descorrieron entonces, y las personas que aguardaban allí abajo miraron con la boca abierta a los soberanos que lo dominaban todo desde su trono como dos esculturas. En ese mismo instante se inclinaron hasta tocar el suelo. El rey alzó una mano e hizo que un hombre se adelantara para exponer el primer caso.
Simún, que no entendía ni una palabra de lo que decía, dejó pasear la mirada. Detrás de él había dos mujeres, una intimidada, la otra llena de ímpetu. Esta última no hacía más que balancearse sobre sus pies, intentaba atraer la mirada del rey y parecía a punto de interrumpir al orador en cualquier momento, aunque no osó hacerlo. En lugar de eso, le tiró varias veces de la túnica para susurrarle al oído cosas que quería que dijera. Cuando el hombre terminó su exposición, la mujer asintió con brío, satisfecha, y le lanzó un par de miradas provocadoras a la otra, que miraba obstinadamente al frente, como si nada de aquello fuera con ella.
Salomón se inclinó hacia Simún.
– Ambas afirman ser la madre de ese niño. ¿Qué crees tú?
Entonces reparó Simún en una tercera mujer que aguardaba algo apartada y en cuyos corpulentos brazos sostenía a un niño de pecho al que mecía y hacía muchos mimos. Lo cierto es que ninguna daba la impresión de ser la madre del pequeño más que ella.
– Es una de nuestras amas -dijo Salomón, respondiendo a su pregunta, impaciente al ver que se interesaba por cosas tan secundarias-. ¿La primera impresión no te hace pensar nada?