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Las mujeres de abajo empezaron entonces a gesticular con imperiosidad. La que había permanecido más callada alzó de pronto la mano y le dio un bofetón a su adversaria mientras el orador se quedaba muy erguido, intentando mantener la dignidad en mitad de la pelea de las dos mujeres. La luz de los braseros se reflejaba en su liso cuero cabelludo y recordó a Simún otra imagen.

Le puso una mano en el brazo a Salomón.

– Ofreced partir al niño en dos -dijo- con un hacha. -Como el rey enarcó las cejas, añadió-: La que esté de acuerdo no puede ser la madre.

Por primera vez miró a Salomón con una sonrisa. Los rojísimos labios del hombre se curvaron entre su barba gris, aparecieron arrugas en su rostro. Sin embargo, en sus ojos turbios no se encendió ningún brillo.

Salomón alzó la mano y los hizo callar a todos. Entonces anunció su sentencia. Simún vio que la mujer nerviosa, la que no había dejado de hablar, se quedaba de piedra. Dejó caer la mandíbula y se quedó mirando al rey fijamente y con consternación. El ama estrechó al niño contra sí como si lo viera ya en brazos del verdugo. Ciertamente, entró entonces un hombre con una reluciente hacha de bronce sobre los brazos cruzados.

La mujer más vivaracha bajó la cabeza y retrocedió como hacen los espectadores ante un cortejo fúnebre. Con digna presencia de ánimo alzó las manos en oración. La más amilanada, sin embargo, cobró entonces vida. Al ver el hacha profirió un grito que le erizó el vello a Simún. Se zafó del orador, que quería retenerla, se lanzó de rodillas ante los escalones del trono y rompió a llorar. Seguía sin encontrar palabras, pero no hacía más que negar imperiosamente con la cabeza, como si con ese gesto quisiera borrarlo todo: su petición, su presencia allí, la espantosa sentencia. Cuando oyó crujir los pasos del verdugo tras de sí, se llevó el borde del vestido a la boca y ahogó, así, el grito de animal agonizante que salió de ella.

Salomón detuvo al hombre con un gesto de la mano y lo hizo salir. La mujer seguía sollozando sobre los escalones, el pelo le cubría el rostro, moqueaba por la nariz.

– Dadle el niño -anunció el rey y, con la cabeza ladeada, contempló cómo la mujer miraba con incredulidad el fardito que le pusieron en los brazos antes de estrecharlo contra sí como si no quisiera volver a soltarlo jamás.

Sin dignarse mirar una sola vez a las figuras de los tronos, salió corriendo.

– Un juicio verdaderamente sabio -dijo Salomón con voz cansada mientras miraba cómo se llevaban de allí a los demás-. Veo que sabes decidir.

Antes de que Simún pudiera replicar nada, con otro gesto hizo entrar a un personaje que ella conocía de sobra. Su corazón se detuvo un momento. Era el joven jardinero de la flauta, al que había observado en secreto alguna que otra vez. Sin darse cuenta se irguió en su asiento. ¿Qué hacía allí? ¿Se había dado cuenta Salomón del interés que despertaba en ella? ¿O acaso estaría acusado de algún delito? Esta vez fue Simún quien miró con espanto al verdugo, que seguía impasible junto a un brasero. «Tranquila -se advirtió-, todo esto no es casualidad, te observa con atención.» Sentía la mirada de Salomón sin tener que volver la cabeza. «Pero ¿cómo?», pensó. ¿Cómo podía saberlo? No había hecho más que mirar al joven y soñar con aquel a quien le recordaba.

Salomón hizo que el muchacho se adelantara unos pasos.

Simún pudo ver entonces que no se parecía tanto a Yada. Su figura era mucho más delgada y frágil, casi femenina. Su rostro tenía unos grandes ojos de pesadas pestañas y rasgos delicados. Los dientes, cuando su sonrisa los mostraba, como en ese momento, eran ligeramente grandes y hacían que su cara, bastante estrecha, pareciera demasiado alargada. Sin embargo, era hermoso. Realizó una profunda reverencia ante el rey y su consorte, se llevó entonces la flauta a los labios, tomó aire e interpretó una melodía suave y sinuosa.

Simún, todavía tensa, movió sin darse cuenta el pie sano siguiendo el ritmo. Al reparar en ello, los escondió los dos bajo la butaca y se esforzó por permanecer inmóvil. El joven, entretanto, termino su canción. Se inclinó, esperó hasta que llegó un segundo esclavo con un arpa, se puso de acuerdo con él cruzando una mirada y, para sorpresa de Simún, empezó a cantar acompañado de los sonidos del instrumento de cuerda. Tampoco su voz se parecía a la de Yada, era aguda y dulce como la de una mujer.

¡Ah, si me besaras con besos de tu boca!,

porque mejores son tus amores que el vino.

Delicioso es el aroma de tus perfumes,

y tu nombre, perfume derramado.

¡Por eso las jóvenes te aman!

¡Llévame en pos de ti!… ¡Corramos!…

¡El rey me ha llevado a sus habitaciones!

– ¿Te gusta? -preguntó el rey.

Simún sintió su mano en el hombro. Enseguida se irguió, tensa.

– Lo he encontrado sentado debajo de una higuera. Es más bello que David -dijo Salomón.

Ella miró al muchacho y le dio la razón. Era hermoso, como el que describía su canto:

Como un manzano entre árboles silvestres

es mi amado entre los jóvenes.

A su sombra deseada me senté

y su fruto fue dulce a mi paladar.

Sin embargo, de pronto su belleza dejó de conmoverla. Simún supo con certeza que Salomón se había dado cuenta.

Miró de soslayo al rey, que seguía sentado a su lado. Él ya no conservaba rastro alguno de la belleza de ese joven David a quien había evocado. Era viejo, tenía los hombros encorvados bajo su manto de preciosos bordados, la piel falta de brillo. Su largo pelo, que una vez fuera negro, estaba entreverado de mechones de un gris sucio. Su mirada se había posado hastiada sobre ella y sus tesoros aquel primer día, cuando entrara en la alta sala, y la tarea de sellar su pacto había sido fatigosa, un acto carente de fuego, un ritual cuyo peso habían soportado ambas partes. Eso le pasó a Simún por la mente.

Y siguió pensando: «Debe de tener un centenar de esposas, eso dicen, algunas docenas seguro que tendrá, yo las he visto en la casa de las mujeres, obsequios, sello de alianzas, actos de Estado como lo soy yo, cuánto no deben de aburrirlo.» Miró con disimulo sus manos nervudas, su carne marchita, y pensó en esas cien mujeres. Intentó calcular a cuántas de ellas habría tocado más de una vez, como a ella. Estaba segura de que no habían sido muchas. Seguro que ninguna de ellas se había sentado jamás en un trono a su lado.

La canción no había terminado todavía. Hablaba de un gran amor entre ese hombre y esa mujer. No podía haber nadie más como ellos, ningún mundo que no fuera joven, ningún árbol que no susurrara su felicidad y ninguna pradera que no llevara con una sonrisa las marcas de su pasión.

– Trata de ti y de mí -dijo de pronto el rey. Simún había creí do que no estaba escuchando-. Yo mismo la encargué.

«Antes aún de verme», pensó ella.

– Puedes vivir para siempre en esa torre.

De repente Simún se quedó sin aire. El calor de los braseros y el espeso humo que salía de ellos le resultaban insoportables. Se puso en pie con brusquedad, se tambaleó un poco y fue bajando los escalones como pudo.

¡Qué hermosa eres, amada mía,

qué hermosa eres!

¡Tus ojos son como palomas

en medio de tus guedejas!

Tus cabellos, como manada de cabras

que bajan retozando las laderas de Galaad.

Tus dientes, como manada de ovejas

que suben del baño recién trasquiladas,