Выбрать главу

Por fin respiraron tranquilos. No quedaba nada del joven, pero Simún estaba segura de que recordaría por siempre ese último momento, ese pie desnudo que había visto sobresaliendo de la tela en el hoyo, con una línea de polvo sobre la piel.

– Volvamos al campamento -exclamó Marub.

Ella asintió con los ojos muy abiertos. Mientras caminaba, seguía limpiándose los dedos en el refajo. Se enjugó el sudor de la frente, se compuso la vestimenta, los collares, el pelo. En el último momento pensó en las líneas de kohl que perfilaban sus ojos y que habrían quedado deshechas a causa del esfuerzo, y se pasó por ellas las yemas de los dedos humedecidas para que no quedara rastro de lo sucedido.

Volvió a ver la ardiente luminosidad del fuego, que la atrapó en su calidez. Marub y Simún se detuvieron un momento en el límite del resplandor. El gigante comprobó con cuidado toda la ropa de su señora para asegurarse de que no se viera ninguna mancha de sangre. Ella se pellizcó las mejillas y se mordió los labios, irguió la cabeza y enseñó los dientes en una máscara de su anterior sonrisa.

– Entretenedlos -ordenó Marub-. Yo iré a ocuparme de que todo esté listo para partir enseguida.

Simún sonrió con crudeza y sacudió la melena mientras los pasos de su guardián se alejaban lentamente en la oscuridad. Sin embargo, el latir de su corazón le cerraba la garganta cuando se acercó al grupo de extranjeros amigos del joven guerrero. Algunos seguían bailando, pero otros se habían reunido en un pequeño grupo que departía en voz baja. Vio entonces que alzaban la cabeza para preguntarle algo por encima del bullicio del baile. Poco antes de llegar junto a ellos, puso los brazos en jarras y, cuando tuvo la atención de todos, su paso adquirió un ligero bamboleo incitante. Ocultó el miedo lo mejor que pudo, pero decidió no reprimir la furia.

– ¿Dónde está? -preguntó, y se plantó de pie ante los jóvenes guerreros, todos los cuales le sacaban más de una cabeza.

Sus semblantes, hostiles algunos de ellos, adoptaron diversas sonrisas. El cabecilla se sacó de la boca el palo que estaba mascando.

– Pensábamos que tú lo sabrías -repuso, y se esforzó por ocultar su desconcierto tras su recia impertinencia.

Simún alzó la barbilla como si no tolerara que pusieran en duda su decencia. Recorrió la reunión con una mirada impaciente, como si esperara encontrar al interfecto por algún lugar, mientras tamborileaba con un pie nervioso en el suelo. Entonces se irguió y anunció:

– Bueno, pues decidle que no pienso esperarle toda la noche. -Giró sobre sus talones-. Que baile con quien quiera -exclamó por encima del hombro mientras se alejaba de allí.

Contuvo la respiración y a cada paso creyó estar a punto de desmayarse. Sin embargo, no la siguieron más que unas risillas obscenas. Por lo visto había ofrecido una imagen creíble de celos y dignidad herida. Nada más llegar a las colgaduras de su tienda, se arrancó el alfiler del escorpión de su capa y lo tiró al suelo. Ante la mirada de asombro de Shams, que ya estaba recogiéndolo todo, intentó aplastarlo con imperiosos pisotones. Al sentir un pinchazo se detuvo, se sentó y se sostuvo el pie ensangrentado con las dos manos. Resopló con incredulidad.

Shams se le acercó por la espalda y le alcanzó un paño para que se secara las gotas de sangre.

– Marub me lo ha explicado todo -susurró-. Ay, Simún, ese hombre horrible… -Miró a los ojos a su amiga, que bajó la mirada.

En el silencio que siguió a esa compasión inicial, Simún seguramente oyó una duda, como si Shams quisiera añadir algo más. Sin embargo, su amiga lo dejó correr, volvió a estrecharle los hombros y siguió con su trabajo.

Por la mañana, su partida transcurrió como siempre, con la diferencia de que Simún no había pegado ojo, aguardando el alba con anhelo, como si fuera a aliviar su insoportable dolor. Sin embargo, ese primer día la tortura continuó igual que durante la noche. Vagamente se dio cuenta de que Marub negociaba con el jeque extranjero, vio rostros afligidos y niños alegres que corrían con sus perros a lo largo de la caravana. Ella iba montada como una estatua sobre su camello, completamente engalanada, y no parpadeó siquiera hasta que dejó de oír ruido alguno a su espalda.

El sol ya estaba alto en el cielo y las piedras negras multiplicaban su calor bajo las pezuñas de los animales cuando Marub se acercó a cabalgar junto a ella.

– Lo están buscando -dijo al cabo de un rato, sin mirarla.

Simún asintió con tanta imprecisión que bien pudo haber sido un movimiento causado por el balanceo del paso del camello.

– Les he ofrecido nuestra ayuda. Creo que no sospechan nada.

Con los ojos entornados contempló las colinas de los alrededores. Simún volvió a asentir. No estarían seguros hasta haber cruzado el siguiente paso. Hasta entonces sólo podían esperar. Detestaba esperar.

– Pero tengo que saber algo. -El hombre se volvió hacia ella con un movimiento tan repentino que la sobresaltó-Tengo que saber si he llevado a su tumba a un hombre justo.

Simún le lanzó una rauda mirada. Su destrozado rostro parecía sobrecogido. Tenía la mano sobre la daga. No cabía duda de que Marub sufría al pensar que su honor de guerrero podía haber quedado mancillado esa noche.

La reina se mordió los labios. Entonces oyó la voz del otro. «Sí que eres salvaje», tan sorprendido, tan obsceno. Era como si ella no fuera más que un animal con el que estuviera jugando y, sin que le hubiera parecido peligroso, de pronto le hubiera enseñado los dientes. A él, que la había creído un animal hermoso y nada más.

– No -repuso, despacio, y sacudió la cabeza-. No era un hombre justo.

Esbozó una sonrisa y siguió a su guardián con la mirada cuando se alejó al galope. «¿Y yo? -pensó mientras sus rasgos perdían expresión-. ¿Yo qué soy?»

«Una persona sin remordimientos», oyó en su interior. Había sentido miedo, sí, miedo a perder lo que parecía que acababa de conseguir, un miedo que disminuía con cada paso de su camello en el luminoso día. Y también muchas dudas.

Siempre había creído que era su pie lo que le había impedido ser como las demás mujeres. Sin embargo, ese impedimento ya había desaparecido y, aun así, parecía que no le estuviera permitido encontrar una vida fácil. Sólo había hecho lo que todo el mundo alguna vez, y había terminado en catástrofe. A Simún no le parecía justo.

Maldijo su destino. Ya creía haber escapado de todo lo que le impedía vivir su vida. No quería seguir creyendo en cuentos. ¿Qué más podía hacer? No sabía por qué, pero todos los hombres de su vida parecían transformarse en Afrit. Su existencia había sido y seguiría siendo un cuento, un cuento perverso, y temía descubrir cuál sería su final.

CAPÍTULO 52

El regreso a casa

El regreso de la caravana del incienso fue triunfal. De ello se encargaron los emisarios que envió Marub por adelantado, hombres que regresaban del viaje más largo de su vida, de regiones que para la mayoría de sus oyentes pertenecían al reino de las leyendas, hombres a los que durante el último medio año habían dado ya por muertos. Embriagados ellos mismos por sus propias aventuras, transformaron la ciudad en un auténtico torbellino.

Simún había regresado. La reina estaba de vuelta en su hogar, cargada de tesoros como una inniyah. Se había convertido en la esposa de un gran rey mago que le había desvelado todos sus secretos, podía convertir en oro todo lo que tocaba.

Por doquier se oían voces exaltadas, historias a cuál más fantástica, en los patios, en las callejuelas del mercado, hasta se oían en los jardines de palacio, donde Yada las escuchaba apoyado en su pala sin decir palabra. Tampoco se volvió cuando tras él una puerta se cerró enérgicamente, como si quisiera hacer oídos sordos a la palabrería que no dejaba de colarse en voces cada vez más fuertes y entusiastas, igual que una bandada de pájaros sobre una higuera llena de frutos maduros.